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El abecedario de la pandemia

La crisis sanitaria ha marcado el discurso y el vocabulario más recurrente. Según FundéuRAE, la palabra del año ha sido confinamiento

ilustración
Quintatinta
Jessica Mouzo

La pandemia de coronavirus ha vuelto el mundo patas arriba. La gente ya no se toca, no se besa ni se da abrazos. Las videollamadas han ganado espacio a la charla de bar e incluso la forma de hablar ha cambiado. La crisis sanitaria ha marcado el discurso y el vocabulario más recurrente. No hay día que no se hable del virus, la vacuna, la cuarentena y las restricciones. Según la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE), la palabra del año ha sido, de hecho, confinamiento. Pero hay más vocablos que han pasado a ser el pan de cada día. He aquí el abecedario de la pandemia.

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Antígenos. La jerga médica se ha instalado y la población ya se ha familiarizado con los antígenos, esas proteínas que se encuentran en la superficie del virus y provocan una respuesta inmunitaria. Los test diagnósticos que detectan esta proteína han acelerado la identificación de casos positivos y ya se emplean masivamente dentro del sistema sanitario, sobre todo para sospechosos sintomáticos.

Bulos. La pandemia ha traído un grave efecto secundario inesperado, alentado, entre otras cosas, a través de las redes sociales: la información falsa. A lo largo de la crisis sanitaria han proliferado los movimientos negacionistas, con discursos estrafalarios y conspiranoicos, como que la pandemia era un invento para controlar a las masas —“plandemia”, lo acuñaron sus creativos impulsores— o que con las vacunas inyectarían chips a los ciudadanos para controlarlos.

Covid-19. La enfermedad que provoca el coronavirus. La dolencia que ha puesto contra las cuerdas a los sistemas sanitarios de medio mundo. Leve o asintomática en la mayoría de los casos —de ahí que se la definiese al principio “como una gripe”—, la covid-19 puede provocar también un grave daño multiorgánico que aboca a los pacientes a cuidados intensivos y, en el peor de los casos, a la muerte.

Distancia social. El virus se alimenta de la cercanía. Por eso la primera directriz fue —y sigue siendo— separarse. Nada de besos ni abrazos. La distancia de 1,5 metros entre personas se ha instalado como un mantra y persiste 10 meses después del inicio de la crisis sanitaria.

Epidemiólogos. Estos especialistas médicos eran poco conocidos para el común de los mortales. Una especialidad olvidada y denostada, incluso, por los propios Gobiernos, que habían dejado su estructura de trabajo casi esquelética. Dedicados, especialmente, a tareas de prevención de la salud, a las campañas de vacunación de otros virus conocidos como la gripe y el control de recurrentes enfermedades infecciosas, como la tuberculosis o el sarampión, estos profesionales se han convertido en figuras fundamentales para entender la evolución de la curva epidémica, analizar el impacto en salud pública y decidir las medidas adecuadas para contener el virus.

Fernando Simón. El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias se convirtió, durante muchos meses, en el epidemiólogo de referencia en España. Odiado por muchos y amado por otros tantos, este funcionario discreto terminó entrando en los hogares españoles cada día durante muchas semanas para dar parte de la situación epidémica en los peores momentos de la crisis sanitaria.

Gel hidroalcohólico. Esta solución líquida desinfectante se convirtió en un complemento imprescindible al salir de casa para evitar la transmisión por contacto con superficies infectadas. Ahora se sabe que la infección a través de fómites —objetos contaminados con partículas virales— es mínima, y la transmisión aérea o por gotículas es más importante.

Hidroxicloroquina. La gran esperanza que no fue. Este fármaco, utilizado desde hace décadas para el tratamiento de enfermedades como la artritis reumatoide y el paludismo, no ha resultado efectivo para casos graves —aumentaba el riesgo de muerte, de hecho— ni tampoco como medida preventiva. No hay balas de plata para tratar la enfermedad. El remdesivir, otro tratamiento testado en covid-19, tampoco ha funcionado.

Inmunidad. A ello aspira el mundo: la protección máxima contra el virus. Pero la ansiada inmunidad de grupo, que protegería a la población porque limitaría la circulación del patógeno, todavía está lejos. La vacuna es el primer paso, pero la inmunización masiva todavía está empezando y tampoco se conoce cuánto durará el efecto o si se necesitarán dosis recordatorio.

Jóvenes. Es el grupo de población en el punto de mira. Son los grandes transmisores, por sus dinámicas sociales de movilidad e interacción constante, y aunque se han registrado muchos contagios en este colectivo, la enfermedad suele cursar de forma banal en ellos, sin grandes complicaciones.

Katalin Karikó. Es la madre de algunas de las vacunas más avanzadas contra la covid-19, basadas en el ARN mensajero. Esta molécula, sin la cual la vida no existiría, es la encargada de entrar en el núcleo de las células, leer la información del ADN (el libro de instrucciones genético) y salir con la receta para producir las proteínas que necesitamos para vivir. Tras décadas de investigación, Karikó patentó en los 2000 por primera vez una técnica para crear ARN modificado, germen de la vacuna actual.

Limitaciones. La pandemia obligó y acostumbró a vivir entre restricciones. Limitaciones en los encuentros sociales, en la movilidad, en las entradas y salidas, en cómo socializar. Los ciudadanos conviven —o sobreviven— con las medidas de control de aforo en los comercios, las restricciones horarias en los restaurantes o el toque de queda que los devuelve a casa antes que a Cenicienta. Cuantas más limitaciones, menos circula el virus (pero más sufre la economía).

Mascarilla. Aquel complemento exótico y lejano que usaban los asiáticos —y el personal sanitario en un quirófano— se ha convertido en un salvavidas para el mundo, literalmente. Una de las medidas más efectivas para combatir el virus. Las autoridades sanitarias tardaron en recomendar su uso, un poco por desconocimiento y otro poco por temor a un desabastecimiento mundial (que acabó ocurriendo). Pero la realidad cayó por su propio peso y la pandemia las ha hecho imprescindibles.

La Gran Vía, en Madrid, durante el primer estado de alarma, la pasada primavera.
La Gran Vía, en Madrid, durante el primer estado de alarma, la pasada primavera.Alvaro Garcia

Neumonía. Era el síntoma de que algo no iba bien en el curso de la enfermedad. Sobre la radiografía, una nube gaseosa tapaba los pulmones, indicativo de una infección bilateral de pronóstico incierto. Sin tratamiento efectivo, solo quedaba paliar los efectos y ayudar a los pulmones a respirar. En el peor de los casos, intubando al paciente para que un equipo de ventilación mecánica lo hiciese por él.

Niños. En la primera ola fueron los grandes olvidados. Con el temor de que fueran grandes transmisores, como ocurre con la gripe, los niños se encerraron en casa. Sin clase. Confinados sin salir ni a estirar las piernas durante más de un mes. El tiempo y la experiencia demostraron que no son más contagiadores ni se infectan más. De hecho, suelen cursar la enfermedad de forma asintomática.

Oxígeno. El gran aliado para combatir las neumonías y los efectos de la covid-19. Con gafas que insuflan el gas o a golpe de respirador, en los casos más graves, las bombonas de oxígeno se convirtieron en un lujo durante la primera ola, cuando escaseaban los recursos.

Pandemia y PCR. Dos de las palabras más empleadas en la calle, que definen la situación y el porvenir. El 11 de marzo, la Organización Mundial de la Salud declaró el brote de covid-19 una pandemia mundial: el coronavirus circulaba por el mundo sin control. Las pruebas PCR, que identifican material genético del virus, fueron (y son) clave para identificar y aislar a los positivos. Aunque son más lentas que los test de antígenos, siguen siendo el método más fiable para detectar casos asintomáticos o con síntomas.

Quincena. La vida se empezó a contar de 15 en 15 días. Cuarentenas, estados de alarma, confinamientos, incidencia del virus, medidas restrictivas. Todo se medía en el plazo de dos semanas, que es el tiempo máximo de incubación del virus.

RT. El argot epidemiológico también se instaló en los hogares. El riesgo de rebrote, la incidencia, la tasa de positividad y, sobre todo, la Rt, marcaban el rumbo del mundo. La Rt es la velocidad de transmisión del virus y mide a cuántas personas contagia, de media, un positivo. Los expertos recomiendan que esté por debajo de 1 —por cada 100 casos se contagian otros 100— para mantener a raya la pandemia en una zona.

Salvador Illa. El ministro de Sanidad. Filósofo de formación, entró al Gobierno al mando del ministerio más vacío de competencias —casi todo está delegado en las comunidades— y acabó gestionando la crisis sanitaria más dura de la historia reciente. Educado y pausado en formas y fondo, Illa es el miembro del Ejecutivo más valorado, aunque no ha estado exento de críticas por la falta de transparencia del Gobierno en algunas cuestiones de la pandemia.

Teletrabajo. Las oficinas se trasladaron al salón de las casas. Las mesas de los comedores se convirtieron en despachos improvisados y las reuniones se hacían por videollamada, con niños revoloteando en segundo plano. La pandemia no solo instaló, de facto, el teletrabajo, sino que también precipitó una regulación en este campo.

UCI. El recurso más preciado de los hospitales. El más exiguo también. Las camas de cuidados intensivos se quedaron cortas para atender la avalancha de pacientes graves en la primera ola y los centros sanitarios hicieron encaje de bolillos para montar plazas de críticos en los quirófanos y las salas de reanimación. El acceso a estos servicios se saturó, si no colapsó, en la mayoría de hospitales y obligó a priorizar la entrada de enfermos.

Vacuna. La gran esperanza ya ha empezado a llegar a los más vulnerables: los ancianos de residencias y sus cuidadores. Un esfuerzo titánico de la comunidad científica y un desembolso de recursos sin precedentes hicieron posible tener vacunas contra la covid-19 en apenas un año. Europa ya ha aprobado una, la de Pfizer y BioNTech, basada en el ARN mensajero, y está a punto de dar luz verde a otra, la de Moderna, con el mismo mecanismo de acción.

Wuhan. Allí empezó todo. Una ciudad de 11 millones de habitantes donde comenzó a circular el virus: se contagiaron más de 50.000 personas y murieron 3.869, según los registros oficiales. A finales de enero se confinaron, 76 días. La ciudad no registra un caso de covid desde mayo, cuando sometió a toda su población a pruebas de coronavirus que dieron negativo.

X Disease. Así le llama la OMS a la próxima pandemia, aún sin nombre, que vendrá. Porque vendrá otra, auguran. Y los organismos internacionales se preparan para la llegada de esa dolencia de impacto internacional grave provocada por un patógeno aún desconocido.

#Yomequedoencasa. Ese fue el hashtag que apabulló las redes sociales la pasada primavera para instar a cumplir el confinamiento domiciliario impuesto por el Gobierno para contener el virus. La misma consigna sigue ahora en boga, en la boca de políticos y expertos que reclaman, aunque no haya una prohibición total, limitar al máximo los movimientos. La tercera ola acecha.

Zona perimetrada. El virus levantó más fronteras físicas que nunca. Por países, con aeropuertos casi cerrados a cal y canto; por comunidades, como agentes de policía cortando el paso; hasta por barrios, áreas de salud o residencias de ancianos. Zonas perimetradas para acotar la circulación del virus cuando la incidencia se disparaba en una zona concreta.

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Jessica Mouzo
Jessica Mouzo es redactora de sanidad en EL PAÍS. Es licenciada en Periodismo por la Universidade de Santiago de Compostela y Máster de Periodismo BCN-NY de la Universitat de Barcelona.

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