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“Una mujer ha fallecido y nadie se ha dado cuenta”: el relato de un trabajador de una residencia

En ‘Historias de la pandemia’, este lunes EL PAÍS ha seleccionado entre las cartas de los lectores el testimonio de un empleado en un asilo

Ilustración de Denís Galocha.
Ilustración de Denís Galocha.

EL PAÍS publica una selección de las historias personales enviadas por los lectores sobre la pandemia. Cientos han respondido con sus relatos y experiencias a la invitación de la redacción.

Diario de la guerra invisible:

Llegas por la mañana a la residencia, rezas por que hoy sea ese buen día que tanto estamos esperando. Acudes a la planta y observas que casi todos los trabajadores son nuevos y no hay organización. Intentas poner orden y, mientas las auxiliares empiezan a repartir desayunos, intentas dar la medicación. Acudes a una habitación y encuentras que una mujer ha fallecido y nadie se ha dado cuenta. El equipo sanitario acude tarde porque solo hay una enfermera, ya que su compañera ha decidido ausentarse en su primer día de trabajo, no hacen más que cubrir con una sábana el cuerpo.

Sales de la planta y empiezas a realizar cambios de habitación para tener a las personas positivas separadas de las negativas. Recogiendo los enseres de un residente avisan de que ha fallecido en el hospital. Pasas los objetos de una bolsa de plástico a una caja con su nombre rotulado.

Ayudas a dar la comida y la señora X te informa de que ha decidido dejar de comer y que mejor se mete en la cama. La señora Y intenta morderte un brazo mientras le retiras el plato y la señora Z te agradece todo lo que estás haciendo y se echa a llorar porque hace más de 50 días que no ve a su hijo.

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Comes. La mujer que lleva el personal se echa a llorar porque no puede con tanto trabajo, tanto desorden y tantos problemas. Los demás la miramos sin ni siquiera poder acercarnos a darle un abrazo, tan solo nuestras palabras de apoyo. Otra llora porque un familiar le ha mandado un vídeo de su sobrino de pocos años y se da cuenta de que hace mucho tiempo que no le ve. Luego tomas un café, recuerdas una anécdota de algo gracioso, te ríes, coges fuerzas.

Intentas dar de merendar a una señora que no consigue tragar. A la séptima cucharada abandonas y sabes que esa persona no va a comer, pero que sigue luchando por seguir viviendo. Acudes a una reunión con todo el equipo, ves que los problemas son muchos y que hay pocas soluciones realistas. Intentas sacar tiempo para realizar unas pocas videollamadas para que los familiares vean a esa persona que quieren sin saber que quizás es la última vez que le ven con vida. A los pocos minutos aparecen las preguntas: ¿Cómo vais? ¿Cuánta gente tiene coronavirus en la residencia? ¿Se han muerto muchos? ¿Mi madre está a salvo? No sabes bien qué responder. Muchos nos mandan ánimos, otros nos juzgan desde la distancia.

Llega la cena. Repartes, das la comida en boca, vigilas que todo vaya bien. Ayudas a lavar los platos mientras los auxiliares van acostando a los residentes tras un día duro. Tiras el EPI [equipo de protección] y notas que tienes el cuerpo empapado en sudor.

Vas por la calle y escuchas los aplausos, pero por dentro sabes que las personas que nos dedicamos a la geriatría somos la quinta mierda y que cuando pase esta crisis, lo seguiremos siendo.

Te acuestas y rezas por que mañana sea un buen día, de esos que tanto estamos esperando.

Los sanitarios se merecen más

María Luisa Muñoz Sanz / Cuenca

Soy la madre anónima de un sanitario anónimo que presta sus servicios como enfermero en un hospital madrileño desde hace ya cinco años. Como tantas madres, padres y familiares de múltiples de sanitarios, hoy, al escuchar la noticia de que este Gobierno concede el Princesa de Asturias de la Concordia a todos los sanitarios, no he podido evitar una emoción infinita y un orgullo por todos ellos, por mi hijo, por la labor que han hecho todos estos meses desde que comenzó la crisis sanitaria causada por la covid-19. Un reconocimiento enorme pero insuficiente.

El hijo de la lectora con un equipo de protección.
El hijo de la lectora con un equipo de protección.

Como tanta gente, llevo sin estar presencialmente con mi hijo desde el mes de febrero, concretamente, desde el día 1 hasta hoy. Él está solo viviendo en Madrid, lejos de su familia, de sus amigos, de todo su entorno. Pero no con miedo. Él nunca ha sentido miedo, todo lo contrario, siempre ha sido él el que nos ha estado animando y alentando en estos duros días, semanas, meses. No nos dejaba pensar que estaba atrincherado en primera línea de fuego, con pocos recursos, con una pistola sin balas, exponiendo su vida solo porque le gusta su trabajo, lo que hace, por su gran humanidad.

Cuando todo esto vaya remitiendo, los hospitales se descongestionen, en las UCI queden camas libres, las ambulancias dejen de sonar sus sirenas, en los tanatorios queden salas libres para velar a los fallecidos… Entonces ellos, los sanitarios, seguirán ahí en sus puestos de trabajo precarios, con contratos mes a mes, trimestre a trimestre, de vacaciones de verano, de ampliaciones de plantillas en tiempo en que, en los grandes hospitales, aumentan las camas por gripe común. Sin poder hacer planes de futuro, sin poder alquilar solos un piso en Madrid por su coste exorbitado, compartiendo vivienda con gente desconocida. Esperando una OPE (en algunas comunidades autónomas) 10 años para ni siquiera tener opciones de aprobarla y obtener una plaza ni aun sacando un sobresaliente.

Muchos de estos sanitarios, con su Princesa de Asturias de la Concordia conseguido por haberse jugado la vida una y otra vez al ir al hospital o al centro de salud, tendrán que volver a examinarse una, otra y otra vez en diferentes comunidades autónomas, con tropecientosmil aspirantes más. Tendrán que contestar las 100 o 200 preguntas tipo test, algunas absurdas, dicho sea de paso. Y tendrán que demostrar así, con este examen (convocado por cada Comunidad Autónoma cuando tengan suficiente presupuesto para ello), que son aptos para ejercer su profesión, que son dignos de una plaza fija, de un trabajo seguro.

Y yo me pregunto, ¿no han demostrado con creces ya, después de estar luchando contra el coronavirus en esta pandemia, que lo son? ¿No han demostrado que tienen competencia suficiente en su profesión? ¿No han cumplido con su trabajo sin desfallecer? ¿No nos han mostrado de la pasta que están hechos? ¿No se merecen no pasar por esa criba de OPE cualquiera?

A quien corresponda pido que los premien, que los premien de verdad, como se merecen, con contratos decentes, plazas fijas, dándoles un incentivo que les merezca la pena, ampliando los presupuestos de Sanidad para que nunca más falten medios materiales y humanos. Para que cada paciente que ingrese en un hospital no encuentre el servicio de urgencias colapsado, para que puedan darle de inmediato una cama en planta, para que los sanitarios no tengan que reutilizar mascarillas y no se hagan los EPI con bolsas de basura. Para que nunca tenga que enseñarnos una pandemia el precario estado en el que se encuentran los hogares de nuestros mayores, las residencias.

Son merecedores de ese premio, pero se merecen más, mucho más.

Firma: La madre de un sanitario cualquiera

Todo el amor del mundo en una tortilla de patatas

David Vicente / Madrid

La madre del lector.
La madre del lector.

Mi madre soñó con ser modista. También con leer muchos libros. Pero no siempre desearlo, en contra de lo que cuentan algunos, es suficiente para poder conseguirlo. La vida a veces nos tiene reservados sus propios vericuetos y sus propias trampas. A ella le regaló una posguerra en una zona deprimida con todo lo que eso conlleva. La escuela no es una prioridad cuando hay que arrimar el hombro en casa: trabajar en el campo recogiendo la poca cosecha y cuidar de tus hermanos, niños igual que ella.

Mi madre seguía soñando que era modista mientras zurcía con poca luz y mucho amor las prendas de faena y daba de comer al cerdo y las gallinas que, con suerte, les alimentarían todo el año; y al caballo que colaboraba en el arado. Después, si tenía tiempo, cosía botones en ovillos de lana y fingía que eran muñecas con ojos con las que jugar por las noches. Ya de mayor, mi madre nos tejía jerséis, gorros, bufandas y guantes de colores. Incluso muchos más de los que necesitábamos. Prendas de lana gruesa que te hacían sudar en invierno. Las madres, mi madre, siempre quieren que estés caliente. Supongo que es una forma como cualquier otra de abrazarte (esos abrazos que ahora tanto se echan de menos).

Hoy creo, sin duda, que debe ser la mejor manera. Se empeñó en que yo estudiase todo lo que ella no había podido y en que leyese todos los libros que quiso leer y, cuando lo consiguió, me pidió que la enseñase a ella. Una lección de coraje y valentía, sin duda. Ahora escribo los libros que ella soñó leer, porque en realidad le pertenecen más a ella que a mí. Mi madre hacía tortillas de patatas con espinacas para sus nietos porque sabía que les encantaban y les recogía en el colegio con galletas y caramelos en los bolsillos. Hacía tantas tortillas como jerséis tejía. Hoy sé (siempre lo supe) que todo el amor del mundo se puede condensar en una tortilla de patatas.

Mi madre se desprendió de sus sueños y cuidó de los nuestros, porque eso es lo que siempre hizo desde niña, porque eso es lo que le enseñaron, porque eso es lo que mejor sabía: cuidar de su gente. Mi madre era feliz cuando se miraba en un espejo, que éramos nosotros, y nos veía felices. Era feliz cuando debatíamos alrededor de una mesa, un domingo cualquiera mientras preparaba café, de cosas que no entendía. No le hacía falta para comprender cuál era el verdadero significado de esas reuniones. Ayer se fue sola, de manera cruel, inhumana, presa de sus miedos y sin el afecto de los suyos. Con un funeral indigno. Una prueba más de que la vida no entiende de justicia, ni poética ni de ningún otro tipo. Nos queda todo lo que ella nos dio, que es todo lo que las palabras no alcanzan a expresar y puede que lo único verdaderamente importante. Como sus sueños de modista, como sus tortillas de patatas con espinacas, como sus jerséis, como sus zurcidos, como sus bolsillos llenos de galletas y caramelos... Nos queda todo esto, que no es poco, y un mísero homenaje, que nos redima de este sinsentido, en una red social que jamás conoció y jamás necesitó; sabía que cualquier cosa importante nunca se puede encerrar en ningún lugar virtual. Te echaremos mucho de menos y te querremos siempre, mamá. Allá donde vayas, estará papá esperándote. ¡Qué la tierra te sea leve!

Fernando, mucho más que un entrenador

Blanca Castro Valdivia / A Coruña

Fernando, el entrenador de baloncesto.
Fernando, el entrenador de baloncesto.

A Fernando, un maestro:

Década de los 70. Lugo. Colegio religioso femenino Compañía de María. Reunión de la asociación de padres en el salón de actos. Se presenta Fernando, unos 30 años, pelo negro rizado, gafas gruesas de pasta negra. Ante unos desconcertados y recelosos padres propone organizar una actividad deportiva extraescolar: baloncesto. Con su entusiasmo, determinación y carisma logra convencer a los padres y, días después, a un buen grupo de niñas de todas las edades. Niñas que hacían gimnasia con zapatillas de lona sin cordones se compran sus primeras deportivas. Empiezan los entrenamientos, los partidos y las ligas escolares. Y de paso, ¿por qué no? campeonatos de atletismo y carreras de campo a través, bajo la lluvia, corriendo sobre barro. El deporte, y sobre todo el baloncesto, ocupó un lugar muy importante en nuestra adolescencia y nos dejó un montón de recuerdos inolvidables.

Cuarenta años después un número desconocido me incorpora a un chat de wasap. Fernando, nuestro querido Fernando, está en la UCI con coronavirus; lleva tanto tiempo que sus ánimos flaquean. Una de aquellas niñas, Nuria, toma la iniciativa de conectarnos para mandarle nuestro cariño. ¡Cuántos recuerdos se agolpan en mi mente! Y se suceden los vídeos en el chat. Somos ya mujeres de más de 50 años, con recorridos vitales distintos, pero con un sentimiento común de afecto y agradecimiento. Una enorme gratitud porque Fernando fue mucho más que un entrenador; fue maestro, amigo, confidente y referente. Contribuyó a nuestra formación como personas al inculcarnos la afición al deporte y, a través de él, los valores del compañerismo, el trabajo en equipo, la disciplina, el esfuerzo, la tenacidad y el afán de superación.

Fernando, el único hombre en un colegio de mujeres, inició un proyecto que años más tarde culminaría con la fundación del equipo Ensino, que llegó a jugar en primera división. Pero sobre todo, fue una de esas personas que cuando pasa por tu vida te deja huella, moldea tu forma de ser y formará siempre parte de tu historia.

Gracias Fernando.

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