La muerte de María Pascual: 20 días de hospital, 20 minutos de entierro
La hija de una fallecida relata sus últimos días en soledad: “Es duro no besar a tu madre”
María Pascual Peña, de 76 años, se perdió la sesión de baile con las amigas el fin de semana en el que Pedro Sánchez anunció el estado de alarma. Los primeros síntomas aparecieron el viernes 13: fiebre y escalofríos. Llamó a su hija, Olga Campos, para explicárselo. No le dio mayor importancia. Pero empeoró rápido. “El sábado, diarrea; el domingo, tos... El lunes ya vi que se ahogaba”, explica Olga.
Había empezado la lucha desigual de María contra el coronavirus. También la de su hija con la burocracia sanitaria. “Llamé al 112 para que la vieran en casa. Me dijeron que llamase al ambulatorio. Pero en el ambulatorio me contestaron que ellos no se ocupaban. Al final vinieron, le pusieron oxígeno y la mandaron en ambulancia al hospital”.
Con buena salud salvo por una diabetes “controlada a rajatabla” y una reciente operación en una mano, María ingresó en Urgencias del Parc Taulí de Sabadell. Tras confirmar el positivo, la llevaron a la planta 8. “Podía verla dos veces cada día. Pero esa semana solo fui un par de veces… Me dio un poco de miedo. Y me sabía mal estar ahí, parecía que quitábamos a las enfermeras el poco material que tenían”. Para entrar, le dieron dos guantes, doble mascarilla y una bata desechable. “Te piden que te quedes a un metro del paciente. Lo más duro es no poder tocar ni besar a tu madre”.
Los primeros días, María aguantó el tipo. “No llegaron a intubarla, solo le pusieron un respirador con máscara de oxígeno. Ella lo pasaba muy mal, es agobiante”. El hospital, además, estaba aún lejos del colapso. Pero el virus siguió su avance el sábado 21 la mujer estaba ya en muy mal estado. “La neumonía se extendió a los dos pulmones”. Aguantó otra semana larga hasta que las cosas se pusieron feas también en el hospital. Se restringieron las visitas.
“El aumento de infectados fue brutal. Ya no dejaban ver a los familiares porque los equipos de protección escaseaban. Fue muy doloroso. Ella no podía coger el teléfono. Te quedas pendiente de lo que te digan los médicos”, explica. A Olga le queda un consuelo: pudo despedirse. “Me llamaron cuando le quedaba un hilo para irse. Llevé de casa una mascarilla con filtro. Pude tocarle las manos. Es lo único que le toqué”.
El 1 de abril, María, una mujer “muy activa” que había trabajado en la industria textil, falleció en el hospital. Su muerte deja a la hija sumida en las preguntas, en los infinitos “y si…” que la conducen a una resignada aceptación de la realidad. “No la llevaron a la UCI porque vieron que por su estado no... Tampoco te dicen por qué. Solo te dicen que no hay posibilidad de UCI. ¿Por qué no la llevaron? Quizás allí, más relajada, hubiese aguantado”.
A la muerte le acompaña también su lúgubre papeleo. La frialdad que Olga sintió en el hospital se acentúa en ese trance. “No sé dónde ha estado su cuerpo. Supongo que ha ido del hospital a las cámaras de la funeraria y de ahí al cementerio. Solo me han dado a elegir el féretro”. Quería incinerarla, pero tampoco ha podido. “Me dijeron que tardarían una semana. No iba a permitir que mi madre estuviera una semana quién sabe dónde”.
A las 11.15 del viernes, Olga llega con su marido al pequeño cementerio de Polinyà (Barcelona). El coche fúnebre ya espera dentro. La pareja (con máscara) y el sepulturero son los dos únicos testigos del último adiós a María. Podría haberse sumado un tercer familiar, pero no pudo ser. “Soy hija única, y mi tía está enferma. No sé por qué lo restringen tanto; si el bicho está en una caja, no creo que pase nada”. La ceremonia se limita al trabajo mecánico de introducir el féretro en el nicho. Apenas 20 minutos. “Es duro, no puedes velarla, ni dejarle un recordatorio, ni celebrar una triste misa. No me dieron la opción ni de llevarle flores”, se lamenta.
La última voluntad de María sí se ha cumplido. “Quería estar sola en un nicho. Y este sitio es bonito, desde aquí se ve todo el valle”.
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