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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Maldición y examen

Estoy encerrada en mi apartamento y añoro mi estudio, situado a unas 40 cuadras. Tengo la fantasía de que si estuviera allí podría escribir mejor

Vecinos confinados por el coronavirus, en una vivienda de Santa Cruz de Tenerife.
Vecinos confinados por el coronavirus, en una vivienda de Santa Cruz de Tenerife.Ramón de la Rocha (EFE)

Hoy, más que nunca, tengo el sentimiento de compartir la maldición de dioses arbitrarios o el merecido castigo de un ser supremo en quien muchos no creemos. A millones de humanos, nos están tomando un examen que parece final. Pero no todos somos iguales ante la peste.

Están quienes no tienen casa ni apartamento donde encerrarse a meditar o desesperar. En estos días se le prohíbe circular a la anciana que pide monedas con su perra; al hombre que suele dormir a metros de una de las grandes avenidas de la ciudad; a la chica que se arregla con lo que le dejan para ella y sus tres hijos. Ahora han desaparecido de la calle y los imagino hacinados en un hogar de tránsito donde, según se dice, suelen perder los pocos trapitos que poseen.

Yo, en cambio, estoy encerrada en mi apartamento y añoro mi estudio, situado a unas 40 cuadras. Tengo la fantasía de que si estuviera allí podría escribir mejor. La mitad de mis libros está en el estudio. Los paquetes de mis cigarrillos preferidos, de esos que ya se acabaron en los quioscos, también están allí. Mis apuntes, ¿para qué decirlo?, desperdigados sobre la mesa o las repisas de ese lugar que hoy es inaccesible.

Desde que pude pagármelo, siempre defendí la separación de casa y estudio. No hay una sola foto mía tomada en mi casa, por ejemplo. Los amigos dicen que soy secretista y probablemente tengan razón: me gustan los espacios donde valen regulaciones firmes que yo misma establezco. También me gusta vagar sola por la ciudad.

Largos tramos de mi historia podrían explicarlo todo. Estudié hasta graduarme en Letras en los bares cercanos a la facultad, donde me atoraba con Menéndez Pidal o balbuceaba Góngora sin entenderlo. Para resarcirme, pedía una copa de vino blanco. Al caer la tarde, los viernes, llegaban al bar dos institutrices inglesas que aprovechaban su franco para salir a tomar gin, y nos convidaban. Un español, que se proclamaba noble, también pagaba un trago de vez en cuando, y nos sentaba a su mesa, que compartía con un astrólogo, a quien oculté mi fecha de nacimiento con esmero, porque me aterraba la idea de conocer el futuro. Hoy conservo ese terror.

Con este régimen elegido a los 17 años, me acostumbré a trabajar en un lugar diferente a aquel donde dormía. La separación se mantuvo, por seguridad, durante las dictaduras militares. Paradójicamente, vivía encerrada en lugares públicos, porque no tenía acceso a muchos lugares privados. Por eso me acomodo en casi cualquier espacio para leer o escribir, para mejorar lo escrito o empeorarlo con correcciones. Ahora estoy escribiendo en la cocina de mi apartamento. La cuarentena me prohíbe desplazarme hasta el estudio.

Pero tengo compensaciones. Mi música está aquí, en discos que no compactan ni aplanan los sonidos. Puedo ponerme meditativa con la obertura de Tannhäuser o seguirlo a Salvatore Sciarrino por las sendas de su Quaderno di Strada. Tengo casi todo Miles Davis y Cecil Taylor. Puedo decidir, finalmente, si Mahanthappa me suena como el mejor saxo alto de las últimas décadas.

¿Qué más pedir? Una cosa: no perder mi lapicito, como le pasa a Malone, el agonizante personaje de la genial y tétrica novela de Beckett.

Beatriz Sarlo es una escritora argentina, autora de La intimidad pública.

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