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Diario viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

La de batallitas que contaremos

Nos toca ser sabios con lo que sepamos. Qué curativa era, de niño, esa despreocupación fingida de los mayores, quitar importancia a las cosas. Ahora eres tú el que te preocupas por ellos

Íñigo Domínguez
Un bombero de Barcelona desinfecta a un compañero tras salir de la residencia de religiosas del Colegio Sant Josep, donde hay varios casos de Covid-19.
Un bombero de Barcelona desinfecta a un compañero tras salir de la residencia de religiosas del Colegio Sant Josep, donde hay varios casos de Covid-19.Alberto Estévez (EFE)

Perder el olfato y el gusto es de lo más intrigante del virus. Parece más bien una idea ingeniosa de guion que algo que pueda ocurrir de verdad, pero está ocurriendo. A un amigo confinado sin oler ni saborear nada le dan el café por la mañana sin azúcar porque, total, no se entera. Y aprovechan para ponerle pescado, que no le gusta. Es como un astronauta tomando preparados insípidos en la estación MIR. Otro amigo sin olfato huele cada día un frasco de colonia, como test, a ver si nota algo. El día que despierten sus sentidos paladeará de nuevo la vida. Una vez ya le pasó, lo primero que olió fue la mierda de sus gatos y le hizo la misma ilusión.

El ángel de El cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987), preciosa película para ver estos días, nos envidiaba por eso. Contemplaba la ciudad, encerrada entonces por un muro, y a sus habitantes, y tomaba notas: “Un transeúnte caminando bajo la lluvia cerró su paraguas y se empapó. A veces me harta mi existencia espiritual. Sería bonito regresar a casa al final de un largo día y alimentar al gato, como Philip Marlowe. Tener fiebre, y los dedos manchados por el periódico, excitarse al fin, con una comida, con la línea de un cuello, con una oreja. O sentir cómo es quitarse los zapatos debajo de una mesa”. Luego se enamora, se hace mortal, siente el dolor, sangra, prueba el café. El otro día compré una piña solo por sentir en mis manos algo aparatoso y tropical. Y una amiga dijo: “Yo que soñaba con las vacaciones, irme a Francia, y ahora sería feliz solo con tomarme una cerveza en el bar de la esquina”.

Ah, Marlowe. Si hubiéramos hibernado a Chandler, en vez de la economía, sería maravilloso verle desenvolverse en la pandemia. O a Areta, de Garci, en la Gran Vía vacía. Pero también estos días serán las batallitas de nuestra generación. No es que no hayamos tenido una guerra, es que muchos de cincuenta para abajo ni siquiera hicimos la mili. Pero ya podremos decir, espero: “Chaval, que yo pasé el coronavirus, no sabes qué fue aquello”. Aunque en realidad ahora andamos perdidos, tendremos que explicárnoslo luego, durante largo tiempo.

Estos días muchos querríamos oír las voces de la madre, del padre, de la abuela, del abuelo, tan tranquilizadoras. Sentías que a su lado no iba a pasarte nada. Ellos se encargaban, no sabías cómo, de que no fuera así. Porque habían vivido más, y creías que tenían algún conocimiento secreto de la vida. Hoy esa voz es la tuya, quizá no habías tenido que utilizarla hasta ahora, notas el efecto que tiene en tus hijos, pero no hay ninguna para ti, por encima de ti. Nos toca ser sabios con lo que sepamos. Qué curativa era, de niño, esa despreocupación fingida de los mayores, quitar importancia a las cosas. Ahora eres tú el que te preocupas por ellos, les llamas, si aún están, temes por ellos.

Menos mal que está Skype. Al principio es tranquilizador, es increíble poder verte. Pero pasado un rato suelen crearse silencios, pausas raras, como en una visita. Todos se miran como diciendo: “Bueno, pues aquí estamos”. Siempre hay alguien que se queda aparte, como que no cree en eso, o no sabe cómo ser natural. En realidad nos vemos encerrados, aunque sea en un recuadro. Peor es cuando alguien está mal, y llora en la palma de tu mano, en el móvil, como atrapado en la lámpara maravillosa, y solo puedes acariciar la pantalla.

Hay otras voces que oímos aunque nunca las conocimos, de otra época. Son mensajes en una botella desde el pasado: lees a Dickens, a Conrad, el Quijote, y los sientes como un susurro en tu oído, cercanos. Porque lo que tienen en común con la voz de los mayores es el sentido común, ese es el ingrediente secreto, el sexto sentido. Por cierto, ¿cuándo llega el cargamento de eso? Porque se nos empieza a acabar. Estos días ya oímos gritos e improperios, tiene que haber de todo y ya tocaba, la verdad, estábamos preocupados por si algunos no se sentían bien. Y ahora que todo va mal ellos no se dejan engañar, no: en realidad va peor. Es todo una conspiración. Es entrañable reencontrar nuestra esencia más reconocible en estos momentos de incertidumbre, también las chapuzas. Ves que todo sigue en su sitio, para que cuando salgamos podamos volver a lo de siempre.

La gente, en todo caso, se orienta sola, con su brújula personal. Supimos de un vecino, que ni conocemos, que ayuda a un familiar y le lleva la compra. Le escribimos un mensaje de agradecimiento y respondió: “No tiene que darme las gracias, es algo que llevo en el ADN que me transmitieron mis padres, ayudar a quien lo necesita”.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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