Esto es lo que hay
Sumida en estas cavilaciones, que darían tema a un cantautor plasta, me hallaba, y el mocho sumido en su cubo, cuando, todavía reflexionando, sentí el latigazo de mi lumbar rota y calcificada
¿Qué quedará de cuanto ahora vivimos? ¿Servirán nuestras reflexiones? ¿Serán los canallas de hoy escarnecidos mañana? ¿Nos ocurrirá como a gran parte de los alemanes salidos de la I Guerra Mundial? ¿Seremos indiferentes al dolor ajeno, crueles y violentos? Oh, my goodness.
Sumida en estas cavilaciones, que darían tema a un cantautor plasta, me hallaba, y el mocho sumido en su cubo, cuando, todavía reflexionando, sentí el latigazo de mi lumbar rota y calcificada. Lo cual ocurrió en tres fases durante unos cuatro años: 1, al pisar mal mientras metía una coliflor en la nevera; 2, al tropezar precisamente con un cubo, y 3, al apoyarme en lo que tomé por una pared de cristal y resultó ser una puerta de vaivén, en el hotel llamado La Venganza de no digo dónde, pero vosotros sabéis.
Dejé, pues, la faena doméstica y la reflexión, y tumbé mi espalda en el lecho de sube y baja que tengo, ideal para mayores con problemas de huesos. ¿Verdaderamente aprovecharemos la lección?, seguí, mientras me desplomaba transversalmente, alzando las rodillas (a la vez: tiene su mérito) para obtener el acostumbrado alivio. ¿Esto de ahora, tan terrible…?
Ahí me tuve que interrumpir. Los dos extremos de mi cama se elevaban con una sincronía implacable. En cuestión de segundos me convertí en una hamburguesa, un sándwich, una croqueta. Comprendí que mi propia vértebra se desquitaba de mí oprimiendo mi propio mando a distancia.
Mientras me liberaba, algo di por seguro: seguiré igual de torpe. Y riéndome a solas conmigo misma.
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