¿En Alemania os dejan salir a la calle?
Aquí estamos más al principio de la maldita curva. Mientras llega el meteorito, hay que hacer como si no pasara nada
¿En Alemania os dejan salir a la calle? Las preguntas de la familia de Madrid a la videollamada de WhatsApp son un síntoma inequívoco de lo marciano que es todo esto. De cómo ha cambiado nuestra vida en pocos días y de cómo somos capaces de acostumbrarnos a casi cualquier cosa.
Aquí estamos más al principio de la maldita curva. Parece que lo pillaron antes y que empezaron a hacer test sin parar para tratar de aislar a la gente. Aun así hay más de 40.000 positivos y el país se prepara para lo peor. El ministro de Salud ha dicho que esta es la calma antes de la tormenta. Es una sensación muy extraña, como de estar esperando a una catástrofe natural. Sabes que el meteorito terminará por impactar, aunque desconoces la dimensión de la tragedia y si te va a tocar a ti, claro.
Los alemanes trabajan ahora con cierto tiempo para evitar el peor escenario. Amplían hospitales, hacen cientos de miles de test e intentan mientras limitar al máximo el contacto social. Sería estupendo si lo consiguen, pero con tanto horror alrededor, las superaciones nacionales significan ya más bien poco.
Mientras llega el meteorito, hay que hacer como si no pasara nada. Hacer como que llevas una vida normal en medio de la anormalidad más absoluta. Los comercios están cerrados y los restaurantes y las tiendas también, pero la vida sigue. Los periodistas lo tenemos más fácil. Seguimos subidos a la rueda informativa, escribiendo artículos, marcando distancia mental, como si esto fuera con otros.
Trabajamos más de lo normal, pero ahora desde nuestras casas. Porque hace falta y porque parar da vértigo. Somos grandes privilegiados que podemos abstraernos y mantener una cierta apariencia de normalidad laboral. Mi hijo no lo tiene tan claro y protesta. Dice que el resto de los padres trabajan menos que antes del coronavirus. Tiene razón, pero no tiene ni idea de la suerte que tiene de que sus padres estén sanos y de que conserven su puesto de trabajo.
La falsa normalidad es también más fácil en Alemania que en España. Aquí se puede salir a la calle, aunque como máximo de dos en dos. A hacer deporte y a tomar un poco el aire. Hasta ahora no se han atrevido con un confinamiento que temen que pudiera disparar los suicidios y la violencia de género, en un país ultrasensible por razones históricas a las restricciones de movimiento y de la libertad individual. Veremos si este semiencierro funciona.
En Berlín hace estos días un sol brillante, el mismo que hemos echado de menos este invierno largo y oscuro. Es una bendición, pero da hasta cargo de conciencia salir a disfrutarlo mientras medio mundo se derrumba.
En la calle, la gente se esquiva. Hay que mantener un metro y medio de distancia mínimo y obligatorio. Pero puede que tampoco suponga un cambio tan radical en un país acostumbrado a mantener cierta distancia física. Aquí la gente no se da dos besos cuando se ve, ni palmotadas en la espalda. No se amontona en las barras de los bares, ni sale en grandes grupos de marcha. El roce es en general menor y ahora resulta extraño pensar que la falta de estrechez física de serie vaya a tener su recompensa.
A la hora de salir a la calle, las misiones periodísticas vuelven a ser un regalo. Hay que salir a tomar el pulso a la ciudad, para contarlo. Y la bici es como siempre, la mejor aliada. Estos días, aún más. Subida en la bicicleta, la sensación de libertad es bestial. Desde la bicicleta se respira aire fresco y se puede envidiar mucho a los que tienen balcón, y a los del ático, ni te cuento.
Berlín está más vacío, con menos coches de lo normal. Los comercios están cerrados y se escucha con claridad a los pájaros trinar. Los padres pasean a sus hijos y hay mucho corredor suelto bajo el sol. Es todo tan idílico, que da miedo. Todos somos conscientes de la tétrica razón por la que esta placidez es posible. Nunca la primavera ha sido tan insípida.
En el parque todavía venden droga, pero un poco más separados, que no es cosa de enzarzarse con la policía por unos centímetros aquí o allá. La pradera está llena de gente más o menos distanciada. Juegan con la pelota, se mecen en una hamaca instalada entre dos árboles. Todo bien, pero resulta inevitable pensar que tal vez al final lo acabaremos pagando.
La disciplina mental impone venirse arriba. Disfrutar de privilegios como un paseo en bici y saborearlos por mí y por los millones de personas que estos días no pueden. La efímera felicidad asoma al ritmo de la música que sale a toda pastilla de un coche, pero dura poco. El miedo, tenaz acompañante estos días, vuelve a hacer su aparición. Si el virus queda suspendido en el aire, me lo estoy tragando todo.
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