“Oiga, ¿dónde va usted a estas horas?”
La ruta habitual por Madrid está plagada de atascos, pitidos y frenazos. Pero estos días no. Estos días, en Madrid, hay atasco de tristeza. Y un gran vacío
El recorrido entre Lavapiés y la sede de El País, de cerca de 10 kilómetros, se hace en unos 40 minutos en bici. La ruta habitual está plagada de atascos, pitidos, humo de los tubos de escape y frenazos ante gente que camina despreocupada por los escasos carriles bici. Pero estos días no. Estos días, en Madrid, hay atasco de tristeza. Y un gran vacío.
¿Por qué sigo haciendo esa ruta? Aunque la gran mayoría de periodistas del diario trabajan ya desde casa, desde donde siguen las ruedas de prensa virtuales y hacen preguntas en concurridos grupos de WhatsApp, un pequeño retén de seis personas —normalmente seríamos más de un centenar— seguimos acudiendo a la redacción para asegurarnos de que nada falle al elaborar el periódico impreso. Ese que, mientras todo se tambalea, transmite una mínima sensación de normalidad cuando lo encuentra cada día en el quiosco.
En el camino de ida, sobre las tres de la tarde, las calles se han transmutado en un domingo de agosto, aunque todavía queda lejos el olor a verano. La glorieta de Atocha, punto negro para cualquiera que se mueva en bicicleta —¡qué difícil es atravesar esos seis carriles colapsados!—, está ahora despejada, como árida. Las grandes avenidas por las que transito parecen un enorme carril bici. Los coches, en su mayoría, se han esfumado. Solo se ven taxis y autobuses que, pese a ser enormes, no trasladan más que a dos o tres personas. Y muchos, muchos repartidores en bicicleta. Y es que la precariedad no conoce de confinamientos ni de cuarentenas.
Una mujer mayor camina con pasos lentos con la bolsa de la compra que le sirve de excusa para el paseo matutino. Un joven pasea a su perro y lo exhibe como si fuera un salvoconducto oficial emitido por el Gobierno durante una guerra. Cinco personas hacen cola —guardando un metro de distancia— en la puerta de una farmacia en la que, como en todas, se han acabado las mascarillas y el gel para lavarse las manos. Nadie cruza por el paso de peatones cuando la luz del semáforo se pone en verde.
El secreto privilegio de atravesar diariamente el parque del Retiro está ahora vedado: todos los parques municipales permanecen cerrados para evitar aglomeraciones como las que vimos hace una semana -¡una semana ya!- cuando todavía pensábamos que esto no iba con nosotros, que podíamos seguir sintiéndonos invulnerables. Las cintas de la policía municipal acotan cualquier zona verde, por mínima que sea.
Desplazarse en bicicleta es, a prori, más seguro que hacerlo en cualquier transporte público, pues es sencillo guardar la distancia con otras personas y no se corre el riesgo de tocar superficies con virus. A pesar de ello, Madrid, Barcelona y otras ciudades han cerrado estos días sus sistemas de bicicletas públicas —Bicimad y Bicing—, probablemente por no tener recursos para desinfectar los vehículos a diario o por concentrar los esfuerzos en metro y autobuses. En cambio en Wuhan, epicentro de la epidemia en China, reforzaron las bicis públicas para que la gente no cogiera el transporte público. En España, el decreto de alarma impide salir a pedalear para hacer deporte, pero no cuando se trata de desplazamientos laborales. Hay que usar la bici propia, eso sí.
A la vuelta del trabajo, alrededor de las diez de la noche, el escenario se vuelve absolutamente tétrico. ¿Dónde está la gente? ¿Para qué sirven los semáforos cuando nadie los mira? Aquella escena de Abre los ojos en la que el actor Eduardo Noriega caminaba por una Gran Vía vacía ya no parece un mal sueño, sino la nueva cotidianidad a la que tendremos que acostumbrarnos. Nunca me he sentido más solo en medio de la calle.
Tan solo se ve, a lo lejos, una patrulla de la Policía Municipal.
- Oiga, ¿dónde va usted a estas horas? ¿No sabe que no se puede hacer deporte?
- Vengo de trabajar y voy a casa- respondo.
Y el agente me mira fijamente, con desconfianza, y yo le aguanto la mirada, aunque al final me deja marchar sin necesidad de enseñarle el justificante de la empresa que llevo siempre conmigo. Por segunda noche consecutiva, moverme en bici me hace parecer culpable. Llego a casa y, tras lavarme las manos —será difícil perder ese hábito—, pienso que esto, como todo, pasará. Y volveré a pedalear en una ciudad viva y bulliciosa.
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