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“No podemos dejar que se mueran de cualquier manera, a escondidas, solos”

La mujer y el hijo de un hombre que decidió acabar con su vida ante el deterioro causado por la esclerosis múltiple que sufría cuentan su historia

Ana María Arellano y su hijo Pablo Herreruela posan junto a una fotografia de José María Herreruela marido y padre de ambos en su domicilio en Madrid el pasado 5 de marzo.Vídeo: Víctor Sainz
María Sosa Troya

En el último adiós no hubo lágrimas. Estaban los cuatro: el matrimonio y sus dos hijos. “Te tienes que despedir de él y sabes que tienes unas horas contadas. No queríamos dejar ni un segundo a la tristeza. Queríamos que todo fuera como cuando éramos una familia sin enfermedad”, recuerda Ana María Arellano, que a sus 51 años lleva ya ocho meses viuda. La esclerosis múltiple irrumpió en sus vidas hace 13 años. El diagnóstico, cuatro años después, lo arrasó todo. Poco a poco fue invalidando a José María Herreruela. Hasta que un día ya no pudo más. Tenía 53 años. Le dieron un abrazo y se marcharon de casa para que él acabara con su sufrimiento, solo, cuentan la mujer y uno de sus hijos, Pablo, que apenas tiene 19 años.

La medicación no llegaba a calmar el dolor, insisten. “Era continuo”, afirma Ana. “Si era muy intenso, ese día era un puro aullido. Eso era lo que se oía. Tú no tienes herramientas para poder calmarle”, se lamenta. “Es muy frustrante no poder ayudar a tu padre, que está sufriendo”, continúa Pablo. “Llora. Y eso día, tras día, tras día, agota. Llega un día en que dice que ya no puede más. Y tú lo entiendes”, explica.

Esta familia asegura que la mayoría muere en el anonimato. Sus casos no salen a la luz por temor a repercusiones legales y a la sobreexposición pública. José María quiso contar su historia y ellos lo apoyaron. Pero no habían vuelto a hablar. Se decidieron a hacerlo tras el vídeo de María José Carrasco, también enferma de esclerosis múltiple, y Ángel Hernández, que ayudó a su mujer a morir y fue detenido por ello. “Si ellos fueron tan valientes, ¿cómo no íbamos a dar el paso nosotros?”, dicen madre e hijo. Falta Marina, la mayor de los hermanos, que vive en Londres. Ella también está presente en su relato.

Si era muy intenso, ese día era un puro aullido. Eso era lo que se oía. Tú no tienes herramientas para poder calmarle

“Llega un momento en que ni siquiera con cuidados paliativos se puede cubrir el sufrimiento físico y mental de estos pacientes. Hay que hacer algo. No podemos dejar que se mueran de cualquier manera, a escondidas, solos”, se queja Ana. “No es digno”, sigue Pablo. “Que aprueben una ley de eutanasia de una puñetera vez”, añade su madre. “Ya. No se puede alargar un año, ni dos, ni diez. Ya”, replica el chico.

Cuando todo empezó, Pablo solo era un niño. “Salía todos los días con él a jugar al fútbol. Pero dejamos de hacerlo. No tenía fuerzas. Pasamos de todo a casi nada”, recuerda. “Decíamos que la enfermedad la tenía José, pero el diagnóstico era de toda la familia”, sostiene su madre.

Al año del diagnóstico, él se jubiló. Cuando empeoró, se marcharon a Arévalo, un pueblo de Ávila. Pero su mujer también enfermó. Fatiga crónica. Fibromialgia. Problemas de lumbares y de cervicales. La lista sigue. Mónica, su cuidadora —“nuestro ángel”, matizan ellos— estaba con José de lunes a miércoles. Los fines de semana llegaba su mujer, que vivía a caballo entre Madrid y Ávila.

Él, ingeniero, que había sido deportista, motero, vivía en una doble jaula: su cuerpo y su casa. Era un manitas. Montaba maquetas de barco. Una de ellas preside desde una vitrina el salón de su domicilio en Madrid, donde murió y al que se mudaron en 2006, cuando aparecieron los primeros síntomas. Con el tiempo, sus manos perdieron la destreza. Y sus piernas. “Andaba con mucho esfuerzo. Primero, con bastón. Luego, andador. Después, la silla”, dice su hijo. Había que vestirlo y que desvestirlo. Había que ducharlo. En los últimos tiempos, perdió la sonrisa. Por eso, en el tanatorio, su familia llenó una pared de fotografías suyas riendo.

José lo había advertido muchas veces. “Llegó un momento en que lo dijo sereno. Porque antes sonaba amenazante, como enfadado. Pero un día sonó diferente”, relata su hijo. Lo entendieron. “No hay nada más generoso que dejar que la persona que amas se libere, es un acto de amor”, dice la mujer. Llevaban juntos 26 años.

Él quiso parar antes de verse totalmente incapacitado. Quería poder tomar él mismo la medicación que lo llevara al final. Fue el 25 de julio. Lo había organizado todo, como buen ingeniero. Disponía del pentobarbital sódico desde hacía un año. Dejó un vídeo grabado para el juez. Los informes médicos y psiquiátricos. “¿Que estaba deprimido? Claro”, dice ella. “Pero no tenía ninguna patología mental. Fue una decisión muy meditada”.

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Se fueron juntos de vacaciones y regresaron a Madrid. “Lo que nos llamó la atención de su último día y medio fue su tranquilidad. Nosotros aún lo dudábamos, se mezclan cosas, no quieres que pase, aunque sabes que lo merece”, recuerda Ana. “Es duro porque estás haciendo el luto antes de que muera”, prosigue su hijo. “Tuvimos una charla larga él y yo ese día, nos despedimos”, dice.

“Esa noche, cenamos todos juntos y vimos una película. A la mañana siguiente, desayunó, vio en la tele el programa que quería ver”, cuenta su hijo. “Tenía una hora programada. Cuando llegó el momento, nos dijo: ‘Es la hora’. Nos volvimos a despedir, sin lágrimas. Y nos marchamos de casa”, continúa ella.

José se negaba a hablar de suicidio. “Decía: ‘¿Por qué lo tengo que hacer a escondidas, de esta forma? Yo también tengo derecho a que se me cuide”, recuerda su mujer. “Le daba miedo vomitar, por ejemplo. Pero un día dejó de pensarlo. Si no, no se habría atrevido a hacerlo”. Tuvo que acabar con su sufrimiento en secreto.

Fue ya hace ocho meses. “Aún no nos hemos pegado la hostia”, dice su mujer. “Estamos en el camino. El de acostumbrarnos a que ya no está”, añade. “Yo me he quedado sin marido. Él, sin padre. Es todo nuevo. Cuando me preguntan digo que estamos bien, a pesar de todo”. En el salón, una foto suya muestra la sonrisa que la esclerosis múltiple le había robado.

"Lo peor de la enfermedad es que no te mata"

José María Herreruela contactó con la asociación Derecho a Morir Dignamente. Decidió cómo quería acabar con el sufrimiento que le provocaba la esclerosis múltiple. “Lo peor de esta enfermedad es que no te mata”, dijo a la cadena SER, donde contó su historia. “Lo tienes que hacer tú o acabar en una cama”.

Estaba cansado. Diseñó la manera en que llegaría al fin. “Es una cadena de sufrimiento. El paciente sufre y sabe que su familia también. La familia siente impotencia porque no puede hacer nada”, explica Ana María Arellano, su mujer.

“A mí me hubiera gustado tener a mi pareja mucho tiempo. Disfrutar de él. A ti, de tu padre”, le dice a su hijo, Pablo. “A Marina [su otra hija] también. Pero él estaba sufriendo”, continúa ella. “Habría sido egoísta”, añade el chico. Su familia respetó su decisión. “Tiene que ser una elección libre. Si yo me estoy muriendo y me quiero morir, no tiene sentido que decida por mí gente a la que no conozco de nada”, zanja Pablo.

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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