A la caza de los desalmados que torturaron cuatro yeguas en Galicia
De la recompensa ofrecida por ecologistas a la investigación del Defensor del Pueblo, la muerte a golpes de los caballos salvajes de Oia reaviva el debate sobre su diezmada raza ancestral
El mayor petroglifo zoomorfo de la Península Ibérica, el de Outeiro dos Lameiros (Baiona, Pontevedra), representa 78 supuestos caballos, casi todos avanzando en la misma dirección, hacia una especie de cercado. Tres de los animales están montados por humanos, pobladores de hace 4.000 años. El parecido de la escena rupestre con la fiesta de la Rapa das Bestas es asombroso. Siguiendo la línea del monte unos cuatro kilómetros, al otro extremo de Baiona, el Alto da Groba (648 metros sobre el rompeolas de la carretera de la costa) esconde entre la niebla espesa una de las poblaciones más importantes de caballos salvajes que perduran en Galicia. Son patrimonio natural e histórico vivo, animales con un código genético que hunde sus raíces en el Pleistoceno, antepasados del caballo actual conocidos como garranos (Equus ferus atlanticus), de los que en los años 70 había en la comunidad unos 20.000 y ahora se estima que apenas la quinta parte.
La semana pasada, probablemente varias personas experimentadas y conocedoras de la zona subieron al monte neblinoso, empujaron nueve garranos a un estrecho pasillo de desparasitación para vacas, cerraron los pestillos y la emprendieron a golpes con los animales. Para hundirles el cráneo usaron al menos una barra de hierro que este lunes la Guardia Civil recogió en el lugar como prueba. Cuatro yeguas murieron y otras cinco criaturas inocentes se salvaron supuestamente porque algun ruido espantó a los desalmados autores de la masacre. El Seprona busca a los criminales, pero fuentes del cuerpo reconocen que va a ser difícil encontrarlos. Porque si alguien sabe algo "temerá buscarse problemas" con individuos capaces de tanta y tan absurda violencia.
La brutal matanza ocurrió en Viladesuso (Oia), parte de esta Serra da Groba que domina el territorio habitado hoy por unos 750 garranos que eran 2.000 a finales del siglo XX. Los dos primeros domingos de junio, ganaderos procedentes de cinco municipios (Baiona, Oia, Gondomar, Tomiño y O Rosal) recorren decenas de kilómetros reuniendo los caballos de monte y se concentran en los curros, o grandes corrales circulares de piedra, de Torroña y Mougás (Oia). Allí las "bestias" son desparasitadas, rapadas, marcadas y algunas vendidas, sobre todo machos y potros, para carne. El resto del año viven en manadas entre los árboles y se alimentan de la celulosa de los toxos, los arbustos espinosos que tapizan el monte gallego, en una gratuita y callada campaña antiincendios equina.
Las cuatro yeguas apaleadas quizás no hubieran acabado nunca en un guiso. La abuela de las garranas de A Groba tenía 24 primaveras y murió el año pasado tras el último parto. Las hembras se conservan vivas para garantizar la cabaña y de ellas nacen unos 250 potros al año que apenas compensan la cantidad de garranos que sucumben por falta de alimento a principios de invierno. "No remediamos nada con subirles de comer", explica Modesto Domínguez, presidente de la Asociación de Gandeiros de Cabalos do Monte da Groba, "porque en la zona también viven 300 vacas que se lo comen todo. Aquí las vacas son las que mandan, porque tienen cuernos".
Un 'cortafuegos' que siempre regresa a casa
En Viladesuso los dueños de los garranos no son los propietarios de la tierra, pero la Comunidad de Montes defiende a los caballos salvajes porque sabe que son sus mejores aliados contra los incendios y les ahorran miles de euros en desbroces. Entre los caballos actuales y los garranos hay enormes diferencias. Unos se adaptaron al llano y comen hierba. Los otros tiran al monte y consumen arbustos leñosos, toneladas de biomasa. Los equinos silvestres son más pequeños, más peludos y hasta han desarrollado una especie de bigotes que les protegen los belfos de los pinchos del toxo que le sirve de sustento.
A diferencia de la mayoría de los équidos del mundo, los garranos son territoriales hasta la extenuación. Aunque los trasladen a otro monte a kilómetros de distancia, si el terreno no está cercado los de A Groba acaban regresando "al lugar donde nacieron", en busca de su propia manada. Si los sorprende el invierno, según los ganaderos "buscan abrigo, se encogen" y aguardan, y en primavera retoman el camino. En Baiona y Oia sus dueños evitan que sus pequeñas yeguas lleguen a cruzarse con un caballo común. Si esto ocurre, las crías vienen al mundo demasiado grandes y sus madres pueden morir en el parto.
Muchos propietarios de ejemplares de esta subespecie identificada por Felipe Bárcena como Equus ferus atlanticus empezaron a deshacerse de sus garranos aún cuando se estaba tramitando la ley que obligó a identificarlos con microchip. Las nuevas exigencias de la Xunta son "incompatibles con la supervivencia" del caballo de monte "salvo en un museo" y desembocarán necesariamente en su "extinción", auguraba la Sociedade Galega de Historia Natural. El colectivo, integrado en buena parte por científicos y presidido por el edafólogo del CSIC Serafín González califica la ley como "una de las más graves agresiones medioambientales de los últimos años en Galicia".
En una desesperada busca de pistas sobre los torturadores de las garranas de Oia, la Asociación Naturalista do Baixo Miño (Anabam), en colaboración de la Comunidad de Montes de Viladesuso, ha prometido confidencialidad y una recompensa de 500 euros a quien rompa el silencio sobre la matanza. Mientras las asociaciones animalistas reabren el debate acerca de la conservación de esta subespecie equina del noroeste peninsular, el Defensor del Pueblo en funciones, Francisco Fernández Marugán, ha abierto una investigación de oficio. Reclama información sobre la muerte de las yeguas y exige a la Xunta que aclare "el régimen jurídico en el que se ampara la protección de los garranos, en peligro de extinción".
Según los veterinarios que inspeccionaron los cadáveres hallados en la manga de desparasitación, una de las yeguas murió en el acto, dos resistieron algo más de tiempo y trataron de luchar. La cuarta agonizó sin auxilio, empapada por la lluvia, durante unos cinco días. Se cree que el ataque se produjo entre el miércoles y el jueves, y el domingo esta potranca todavía respiraba. Pero ya no movía más que una oreja.
"Tenía los ojos secos. Su cerebro había muerto con los golpes", lamenta el presidente de la Asociación de Gandeiros, que agrupa a los 82 propietarios (varios muy mayores y sin relevo generacional) de los 750 caballos salvajes. Este vecino de Baiona es el socio que más garranos posee en la comarca, 78, tantos como los animales del petroglifo. Modesto Domínguez va por el monte y entre la niebla impenetrable reconoce a cada una de sus yeguas. Tiene nombre "para todas": Careta, Baia, Ubre Pinta, Ubre Branca. Cuando las ve muy flacas las baja largas temporadas a su casa y luego las vuelve a soltar.
El garrano, pese a tener dueño desde tiempos inmemoriales, es considerado un animal silvestre que forma parte del mismo equilibrio natural que el lobo. Todos ellos están marcados a fuego y progresivamente, a consecuencia de un decreto de la Xunta que puso en pie de guerra a los ganaderos, ahora con microchip. La ley se aprobó en 2012 y desde entonces se produjo un dramático descenso en la que aún se considera la mayor población de caballos salvajes del planeta, muy por delante del takhi mongol o caballo de Przewalski. Cuando entró en vigor el decreto, el chip costaba 40 euros y un garrano, un animal pequeño cuyo valor comercial solo tiene en cuenta los kilos de carne que pesa (200 en ejemplares adultos), ronda los 100 euros.
Hoy el dispositivo cuesta 16 euros, pero hay comarcas de Galicia donde los ganaderos todavía se resisten y la normativa permite a los Ayuntamientos sacrificar cualquier besta sin microchip. La última baza judicial de un par de asociaciones es el recurso presentado en septiembre ante el Tribunal de Estrasburgo. Desde el principio de esta lucha, grupos ecologistas como la Sociedade Galega de Historia Natural o zoólogos como Felipe Bárcena, el mayor experto en garranos, advertían de la amenaza que se cernía sobre el caballo de monte: "La Xunta rechaza al garrano, el valor natural más importante de Galicia", querer ponerle chip es "como querer ponérselo al jabalí".
En la Serra da Groba, los ganaderos se oponen al microchip pero han acatado la norma y aprovechan cada Rapa para implantárselo a las crías. Las cuatro yeguas muertas lo llevaban, y cuando descubrieron sus cadáveres les pasaron el lector por el pescuezo. Eran de Óscar, Vanesa, José y Miguel, cuatro dueños diferentes, de distintos ayuntamientos, lo que hace descartar una venganza personal tras el delito. Con el cráneo reventado, cuando huyeron los delincuentes, la garrana que sufrió varios días sin acabar de morir pateó hasta romper la puerta metálica que cerraba uno de los extremos de la manga de desparasitación.
Detrás de ella, y entre los otros tres cadáveres, quedaron presas y en fila, sin poder escapar de aquella trampa letal, las cinco supervivientes. Las alimañas visitaron enseguida el desolado paraje y emprendieron su banquete con las muertas. La yegua más joven tenía 14 meses. La más vieja,10 años. A una de ellas los depredadores le arrancaron las ubres mientras las vivas relinchaban sin nadie que las socorriese. El sábado, cuando las encontraron, la moribunda seguía golpeando mecánicamente con sus patas el cierre de hierro.
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