La vida de Foday después del ébola
Cuatro de cada 10 enfermos superan la infección pero afrontan el estigma en sus comunidades
Foday Nallo, de 42 años, está preocupado por su campo de arroz, allá en Segbwema (Sierra Leona). Es la época de lluvias y es importante que vaya a arrancar las malas hierbas, porque si no perderá la cosecha de este año. “Una semana para recuperarme y luego al campo”, dice con media sonrisa nada más salir del centro de aislamiento para pacientes de ébola de Kailahun. Durante las dos semanas que ha permanecido ingresado, nadie ha ido a trabajar la tierra por él. Nueve miembros de su familia se contagiaron de la enfermedad, entre ellos su mujer, que sigue dentro. Cuatro murieron. Pero Foday lo ha superado. Muestra orgulloso la última prueba negativa que le han hecho y el certificado que acredita que está curado. Por fin. Esta es la cara B del ébola, su rostro más amable, la historia de los que logran curarse.
Atrás quedan los días difíciles. El primero en enfermar fue su hermano Ibrahim, enfermero. Fue a mediados de julio. Durante una semana lo atendieron y cuidaron y, cuando finalmente murió, lavaron su cadáver, lo amortajaron y lo velaron durante tres días hasta que le dieron sepultura. Nada sabían entonces de la epidemia. “A los pocos días empecé a sentirme mal, tenía mucha fiebre y me dolía la cabeza. Me costaba hasta beber agua”, asegura. Una ambulancia lo trasladó desde Segbwema hasta el centro de aislamiento. La primera prueba confirmó que se trataba de ébola, el mal que a buen seguro se había llevado a su hermano.
Esos días, otros ocho miembros de la familia corrieron la misma suerte. La mujer de su hermano, dos de sus hijos y la esposa de uno de ellos, otro hermano más llamado Idrissa, su propia mujer, un cuñado y una sobrina. Nueve en total. Todos con vómitos, dolores y fiebre de hasta 40 grados. “Apenas podía moverme, me dolía todo el cuerpo, no sabía si iba a sobrevivir. Si lo he conseguido es gracias a los médicos y enfermeras, que me han atendido en todo momento. Sólo puedo estar agradecido a Dios y a estas personas que han venido a ayudarnos”, dice mientras viajamos en el coche de Médicos sin Fronteras hacia Segbwema.
Le acompaña la estadounidense Emily Veltus, responsable de Promoción de la Salud de la organización que lleva un mes en Kailahun recorriendo los municipios y pueblos más remotos explicando a la gente qué es el ébola y cómo enfrentarse a él. A nuestro paso, los niños y la mayoría de los adultos nos saludan con la mano en alto y una sonrisa. “La actitud ha cambiado radicalmente. Al principio notábamos su rechazo, pero ahora nos aceptan y saben que estamos aquí para luchar contra la enfermedad”, explica. “Nos encontramos con rumores de todo tipo, que en el centro les inyectábamos cosas para matarlos, que los fumigábamos con veneno, que manipulábamos las pruebas para encerrarlos y asesinarlos, pero esa hostilidad, que en Guinea por ejemplo provocó que nos atacaran, ha desaparecido y su percepción ha cambiado”.
El equipo de 300 trabajadores comunitarios locales que Médicos sin Fronteras ha ido formando ha contribuido a este cambio, no sin algunos problemas de comprensión. “Al principio queríamos explicárselo todo, como que esta enfermedad se llama así porque surgió en un pueblo situado junto al río Ébola, en Congo. Pero algunos interpretaban que había que huir de los ríos, porque el virus viajaba por ellos. Me di cuenta de que los mensajes tenían que ser directos y claros, sin mucha retórica”, explica Veltus mientras recorremos el camino hasta el pueblo de Foday. Aquí y allá, árboles de cacao, mangos enormes, palmeras, arrozales, cafetales, plataneras y gente que viene y va en sus tareas cotidianas. El verde lo domina todo.
Ya casi nadie come monos, murciélagos o ratas que antes cazaban en el bosque
La primera parada es en el Ayuntamiento. El presidente de comunidad rural, James Fafia, recibe a Foday con un apretón de manos. “Estábamos muy preocupados por él, cuando se lo llevaron tenía un aspecto terrible”, asegura. Sólo de este pueblo han enfermado 12 personas. “Claro que tenemos miedo”, asegura el líder local. “Estamos tomando todas las precauciones y nos lavamos las manos en todo momento. Pero ver que no todo el mundo muere, como ahora Foday, nos da esperanzas”. En los pueblos están cambiando los hábitos lentamente. Por ejemplo, ya casi nadie por aquí come monos, murciélagos o ratas que antes cazaban en el bosque, un complemento nutricional del que, según los científicos, procede este mal que ahora diezma los pueblos de la región.
Casi nadie se acerca demasiado a Foday, al menos de momento. Le saludan, le sonríen, pero a cierta distancia. Pocos le estrechan la mano, como ha hecho James. Durante un tiempo tendrá que vivir con un cierto estigma que, sin embargo, se diluye a la misma velocidad con la que avanza la información sobre la epidemia y los sanados. Cuatro de cada diez de los que contraen la enfermedad, vuelven a casa. “Aquí también notamos el cambio”, dice Emilly, “aunque el trabajo a realizar sigue siendo enorme. Hemos visto cómo se estigmatiza a pueblos enteros”. Segbwema es un ejemplo. Mucha gente de otros pueblos no quiere ni pasar por aquí estos días. El miedo, una vez más.
Al fin, llegamos a la casa. Un enjambre de niños rodea a Foday cuando baja del coche. Sus hijas Mabuinda y Musi, de 8 y 13 años, quedaron al cuidado de la madre de su esposa, mientras que Hawa, la mayor, está en la ciudad de Kenema. Pero allí están, contentos de verle, sus amigos y vecinos. Están Adama, Mussa y Cheickh. Y también Francis, superviviente como él a la que el ébola ha dejado viuda con un niño de dos meses; y Jeena, que debe rondar los 80, de tan buena madera que la enfermedad no pudo con ella; y la pequeña Aissanatu, de sólo ocho años y que también tuvo que sufrir la pesadilla del ébola, pero que podrá contar, durante toda su vida, que un día pudo burlar a la muerte que vino a por ella. Son los supervivientes. La cara feliz de esta trágica historia.
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