La oscuridad del aborto en Chile
La legislación castiga la interrupción del embarazo, pero se estima que se producen entre 70.000 y 140.000 clandestinos al año
El aborto en Chile está penalizado en todos los supuestos, incluso por violación. El año pasado Belén, una chica de 11 años, quedó embarazada por los abusos reiterados de su padrastro. No tuvo otra opción que tener al niño, pese al riesgo para su salud y la situación de pobreza que la rodea. Su caso provocó la reacción de varios países que organizaron manifestaciones para apoyar a Belén.
Se sabe muy poco de esta pequeña madre cuyo verdadero nombre nunca se ha conocido. Vive al cuidado de su abuela en una localidad de escasos recursos al sur de Chile. Y se ha transformado en un símbolo de una realidad dramática que viven las mujeres de este país sudamericano desde 1989, cuando entró en vigor una de las leyes más restrictivas del mundo en esta materia. En la región, otros cuatro países están en la misma situación: El Salvador, Honduras, República Dominicana y Nicaragua. La presidenta Michelle Bachelet busca despenalizar el aborto en tres supuestos: cuando peligra la vida de la madre, malformación fetal y violación.
En Chile existía el derecho al aborto terapéutico desde 1931. Seis meses antes de que terminara la dictadura de Augusto Pinochet, en septiembre de 1989, se dictaminó: “No podrá ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto”. La ley lo prohíbe y también lo persigue.
De acuerdo con los últimos datos disponibles, en 2012 había 221 chilenas cumpliendo algún tipo de pena por abortar o ayudar a realizar esta práctica. Los gobiernos democráticos en 24 años no han evitado que se realice el aborto de manera clandestina. Según los registros del Ministerio de Salud, cada año existen unos 33.000 egresos hospitalarios por aborto, tanto en el sistema público como privado, aunque no se distingue entre los espontáneos y provocados. Estos números son solo la punta del iceberg.
Las chilenas que se lo pueden permitir optan por viajar a Miami, Argentina o Cuba
La mayoría de las mujeres que interrumpe su embarazo no llega a los centros de salud. Se estima que cada año se producen 70.000 abortos provocados, según el informe anual de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales (UDP). Por su parte, Ramiro Molina, académico de la Universidad de Chile y fundador del Centro de Medicina Reproductiva y Desarrollo Integral del Adolescente, calcula que estos llegan a los 140.000.
Los métodos para llevar acabo un aborto provocado son variados. La presidenta del Colegio de Matronas de Chile, Anita Román, señala que existen mujeres que aún se autorealizan abortos con mecanismos de alto riesgo: utilizan hierbas, sondas, tijeras, lavados y alambres. “Sobre todo en lugares apartados, de alta vulnerabilidad y extrema pobreza. Son casos aislados”, específica Román.
Las chilenas que se lo pueden permitir optan por viajar a Miami, Argentina o Cuba, según un ginecólogo que trabaja en una zona acomodada de Santiago y que prefiere guardar el anonimato.
En Chile también hay médicos que realizan raspajes y aspiraciones uterinas en sus propias consultas. Las mujeres que optan por este camino generalmente tienen más de 12 semanas de gestación. De acuerdo con la profesora Lidia Casas, una de las autoras del informe de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, un procedimiento puede costar hasta 7.000 dólares.
La clandestinidad, sin embargo, se presta para grandes abusos. “Lo que más me espantó fue escuchar que un médico, además de exigir dinero para realizar un aborto, intentó cobrar un favor sexual. O el relato de otra mujer que desmayó y el médico la amenazó con que, si le ocurría de nuevo, no le iba a realizar el aborto. Las mujeres en Chile están sometidas a este tipo de violencia estructurada”, cuenta Casas.
El método más barato y de mayor acceso es el misoprostol, un fármaco para tratar úlceras gástricas y que ha sido reconocida por la Organización Mundial de la Salud (OMS) para su uso ginecológico. El medicamento, sin embargo, no se puede comprar en farmacias y se consigue en el extranjero o a través del mercado negro.
Una búsqueda sencilla por la web conduce a páginas que lo ofrecen y distribuyen en todo Chile y su precio por dosis, es de unos 70 dólares. Y aunque existe cierto consenso médico en que se trata de un mecanismo seguro si se controla por un experto, la falta de información aumenta considerablemente el riesgo para la mujer. No existen organismos del Estado que ayuden a saber la dosis recomendable, ni las semanas de gestación que se debe tener como máximo para su utilización, (tres meses). En 2009, una red de lesbianas y feministas se organizaron para difundir información telefónicamente sobre el uso del medicamento a mayores de 18 años, un proyecto conocido como Línea aborto seguro. No venden misoprostol ni ayudan a conseguirlo, pero han sido objeto de tres investigaciones policiales.
En 1998, una mujer casada de 28 años murió por una sobredosis de misoprostol. Se había introducido 56 pastillas en la vagina. De acuerdo con las cifras del Instituto Chileno de Medicina Reproductiva, de las 50 defunciones maternas que se produjeron en 2009, tres fueron por aborto. La ministra de Salud, Helia Molina, ha señalado que “es la tercera causa de mortalidad materna en Chile”. Y aunque los métodos inseguros afectan más a las mujeres con menos recursos, el drama llega a todos los estratos socioeconómicos.
El informe de la UDP recogió el testimonio de una mujer que ayudó a abortar con misoprostol a una pariente de 16 años. La joven era de una familia conservadora, iba a un buen colegio y mintió sobre la cantidad de semanas de gestación, ya tenía alrededor de 14. “La niña se encerró en el baño y cuando entró [la persona que la estaba ayudando] la encontró sentada con el feto colgando”.
Las mujeres que abortan en Chile tienen miedo a morir, a sufrir graves daños colaterales y a ser perseguidas penalmente. Un estudio de la Defensoría Penal Pública que abarca el periodo 2001-2009 indica que las tres cuartas partes de las denuncias de las mujeres imputadas por aborto fueron efectuadas por los centros médicos. Para el investigador Ramiro Molina, “no se trata sólo de un problema de salud, sino de un asunto de derechos”.
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