Nuestro abuelo el Metaspriggina
El precursor de los vertebrados campó por los primeros océanos en la noche de los tiempos
Este bicho de 6 centímetros de largo, llamado horriblemente Metaspriggina walcotti, se ha revelado como uno de nuestros ancestros –tatarabuelo de todos los vertebrados— en los océanos primitivos del Cámbrico donde surgieron los primeros animales, hace unos 500 millones de años. Solo se conocían dos especímenes incompletos, y ahora el líder del campo, Simon Conway-Morris, ha descubierto en Canadá un centenar, de los que muchos se preservan en buen estado.
Metaspriggina walcotti tiene un notocordio (el precursor de la columna vertebral), ojos como los nuestros (tipo cámara) y unas branquias de las que proceden nuestras mandíbulas, todo lo cual vuelve boca abajo el cuadro de la evolución de los vertebrados: esencialmente, ya existíamos en el cámbrico. Amigos, somos mucho más antiguos de lo que creemos.
Toda la investigación, desde su objeto de estudio hasta sus autores, remite a uno de los enigmas más importantes –tal vez el más importante— de la evolución biológica. Las primeras bacterias aparecieron en la Tierra hace 3.500 millones de años, no mucho después del impetuoso origen del planeta y del resto del Sistema Solar, lo que habla de la rapidez de la evolución. Durante el 75% del tiempo que ha transcurrido desde entonces, sin embargo, no ha habido ningún incremento de complejidad. Los primeros animales solo surgieron hace unos 550 millones de años, en un suceso tan espectacular para las escalas de los geólogos que, incluso en la literatura técnica, recibe el nombre de explosión cámbrica. A esa era de innovación furiosa se refiere el descubrimiento que se presenta ahora en Nature.
La anatomía comparada clásica, capitaneada por el naturalista francés del siglo XVIII George Cuvier, consideraba tan insalvables las diferencias entre un molusco como el mejillón, un artrópodo como la mosca y un vertebrado como la gallina, por no hablar del lector, que dictaminó que esos planes corporales eran obras independientes del Creador, surgidas del laboratorio divino como ideas esencialmente distintas, como si procedieran de diferentes subcontratas. En tiempos de Darwin, sin embargo, ya estaba claro que todos esos planes de diseño surgieron simultáneamente en la explosión cámbrica. El científico británico siempre consideró ese origen brusco de todos los animales como una grave objeción a su teoría de la evolución.
Hoy sabemos que no lo es, y en buena parte gracias a Simon Conway-Morris, de la Universidad de Cambridge, y primer autor del trabajo de Nature. Sus investigaciones en estas mismas rocas canadienses, hace más de 30 años, llevaron al evolucionista neoyorkino Stephen Jay Gould a publicar su obra más leída e influyente: It’s a wonderful life, o La vida maravillosa, uno de los grandes best-sellers científicos de la segunda mitad del siglo XX. Y uno de los más equivocados, según sabemos ahora.
Gould pensó –como también el propio Conway-Morris— que la explosión cámbrica revelaba la inmensa capacidad de innovación de la vida, al crear una veintena de planes corporales radicalmente distintos de los que solo sobrevivieron media docena, como el nuestro (los vertebrados). Pero Metaspriggina walcotti es la última de una serie de evidencias que, en realidad, revelan todo lo contrario: que los aparentemente disparatados planes de diseño de la explosión cámbrica no son más que las versiones iniciales de los animales actuales, como Metaspriggina lo es de nuestro cuerpo.
Y que, de hecho, los mejillones, las moscas y nosotros tenemos un origen común poco antes del cámbrico, y que no somos más que sutiles variaciones de una arquitectura elemental de asombrosa simplicidad. De ahí que la explosión cámbrica fuera una explosión: una sola idea versátil y fructífera, una sola respuesta al gran incremento de oxígeno de la época.
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