¿Es posible morir después de Internet?
Con su celebrada 'victoria' sobre Google, el español Mario Costeja se ha convertido en un personaje trágico del mundo contemporáneo
El español Mario Costeja encarnó la paradoja de esta época al conquistar el “derecho al olvido” y, por ello, ser más recordado que nunca. Nacido en São Paulo, en Brasil, país donde vivió hasta los nueve años, el abogado se quejaba de que, al teclear su nombre en Google, encontraba destacado un texto que manchaba su reputación. Era una página del periódico La Vanguardia , publicada en 1998, que relacionaba su nombre con la subasta de una propiedad por deudas con el Gobierno. Pidió que los enlaces a la noticia fueran eliminados, pero tanto el periódico como Google rechazaron la solicitud. El pasado 13 de mayo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea determinó que buscadores como Google deberán permitir que las personas sean “olvidadas” cuando las informaciones ya superadas de su pasado sean consideradas lesivas o sin relevancia. El “olvido” sería consumado por la supresión de enlaces en internet, excepto en situaciones en las que existan razones específicas para ser mantenidos, como el papel asumido en la vida pública por aquel que reivindica la eliminación o un interés público que se solape al interés individual. La decisión solo vale para Europa. Pero abre un precedente, tal vez peligroso, y una discusión fascinante. ¿Tenemos derecho a ser olvidados? E incluso aunque llegáramos a la conclusión de que sí, como decidió el tribunal europeo, ¿es posible ser olvidado?
Mario Costeja será para siempre recordado por conquistar el derecho a ser olvidado"
Mario Costeja, de 56 años, probablemente vaya a descubrir que no. Él obtuvo una victoria inédita –no sobre cualquiera, sino sobre un gigante, Google–. Pero, al haber garantizado su derecho a ser olvidado, nunca fue tan recordado, especialmente en Google. Desde la decisión del tribunal, cuando su nombre es tecleado en el buscador, el número de menciones es muchas veces mayor. A lo largo de varias páginas hay noticias en la prensa de diferentes partes del mundo sobre su victoria. Lo que él quería que fuera olvidado es recordado en todas ellas, ya que es la razón por la cual acudió a la Justicia. Si antes ese episodio podía, eventualmente, ser recordado por un público interesado, al entrar en Google, ahora jamás será olvidado por un número mucho mayor y más variado de personas, al entrar a la historia del derecho digital, un campo en disputa encarnizada.
Incluso yo, una brasileña que nunca había oído hablar de Mario Costeja, y mucho menos de sus supuestas deudas en 1998, estoy escribiendo aquí otra página que será sumada a la lista de Google. En entrevista a la Folha de S. Paulo, Costeja afirmó que hablaría por última vez con la prensa: “Nunca pensé que podían existir tantos medios de comunicación en el mundo, me llaman de lugares cuya existencia casi desconocía. Y recibo invitaciones de televisiones de todo tipo. Pero deseo volver a mi vida y al anonimato”. Un deseo ingenuo, tal vez, para algunos un golpe de marketing. Costeja será siempre recordado por conquistar el derecho a ser olvidado.
Nuestras páginas personales en internet no son lo que somos, y sí lo que queremos parecer que somos.
Hay varias implicaciones en esa decisión del tribunal europeo. Sin contar el debate complejo que ha contrapuesto los derechos a la información y la libertad de expresión al derecho a la privacidad. Pero hay una, subyacente, que me interesa más: la construcción de la memoria después de Internet. O, siendo más específica, no solo si es posible ser olvidado, sino algo más: ¿es posible morir?
Me parece que Mario Costeja no quería ser olvidado, sino controlar la narrativa de su vida. Él quería editarla, cortando las partes que consideraba vejatorias y manteniendo las más edificantes. Para él, no bastaba con superar personalmente un mal momento, era necesario que nadie supiera que lo había vivido. Costeja no está solo en ese deseo. Muchos hacen eso todos los días en Internet, ese campo en que cabe todo, al escoger qué publicar en Facebook, en Twitter, en otras redes sociales, en blogs y webs personales en forma de texto, vídeo, fotos y audio. Solo publicamos aquello que creemos que hace bien a nuestra imagen –y, en última instancia, a nuestra memoria en construcción–.
Sabemos que las páginas individuales no son lo que somos, sino lo que queremos aparentar que somos –lo que también revela lo que somos más allá de lo que queremos mostrar–. En ellas tenemos la posibilidad concreta de borrar, como una herramienta disponible, lo que estimula una ilusión de control que Internet ha hecho aún mayor. No se borra, sin embargo, lo que de nosotros fue reproducido o guardado por un otro en su propio espacio o en un espacio colectivo, que una vez publicado está para siempre fuera de nuestro control, y de nuestras contraseñas, y de nuestro limitado poder. Aunque se borre de los lugares más visibles, quedará un trazo, un rastro, la acción que no puede ser revertida porque ya ha sido consumada. Si el individuo no hace de ella una marca con la cual pueda vivir, tendrá que enfrentarla como un fantasma siempre listo para atormentarlo.
El cuerpo fluido de internet permite algo más permanente que una grabación en piedra: una en la nube
Como en Internet todo es rápido, instantáneo, inmediato y, principalmente, “fácil”, existe tanto la ilusión de control como la tentación de control. No me refiero al embate político en la construcción de la narrativa de hechos por grupos interesados –en la construcción de la historia que, de cierta forma, solo puede existir como interpretación–. Me concentro en la narrativa del individuo, de cada uno de nosotros, sobre su propia vida. Lo que se olvida, con mucha frecuencia, es la permanencia que Internet amplió como nunca antes, a la vez que se olvida de la temporalidad nuestro ser y estar en el mundo. Se olvida del constante descubrimiento de que, tal vez de aquí a algunos años, podemos no querer ya ser aquellos que fuimos –o de nuestro deseo de ser otros en nuestra constante recreación de los sentidos a lo largo de una existencia–. Hemos tomado el instante como un tiempo absoluto, sin percibir quizá que el cuerpo fluido de Internet permite algo más duradero que una grabación en piedra: una en la nube.
Mario Costeja quería eliminar una página de periódico, misión mucho más complicada. E imposible, a pesar –y también por causa– de su estruendosa e inédita victoria en un tribunal tan importante. En ese deseo él expresa la ilusión contemporánea, que comparte con todos nosotros, de poder borrar las marcas de una vida ante la mirada del otro –o controlar como el otro nos ve–. Enorme ilusión, en la medida en que las marcas pueden ser resignificadas, pero jamás borradas. El señor Costeja, a quien solo unos pocos y cercanos tal vez conozcan en persona, es un personaje trágico de nuestro tiempo.
Él comparte con todos nosotros la ilusión de poder borrar las marcas de una vida a la vista del otro – o controlar como el otro nos ve.
Aún más trágico por la euforia demostrada en las entrevistas a la prensa. “Luchar contra Google es como ir contra Dios”, dijo en 2013 a EL PAÍS, con alguna razón. El señor Costeja cree ahora haber vencido a “Dios”, pero quizá descubra que la omnipotencia humana es una batalla mucho mayor, y desde siempre perdida. En algún momento, usando un término psicoanalítico, nos descubrimos “castrados”. Y es mejor que así sea.
Aun así, es importante percibir que, de un modo retorcido, él consiguió sustituir en lo alto de la lista de Google la noticia específica que tanto lo perturbaba. Interfirió y produjo una nueva narrativa sobre sí mismo. Una en que el perdedor de 1998 se convirtió en el victorioso de 2014. No es poco. Pero tal vez descubra que las versiones sobre su vida estarán para siempre fuera de su control. Es en el embate narrativo, ligado a la esfera pública, pero también en el interior de los conflictos privados a lo largo de una existencia, que se construye la memoria de cada uno. En ese movimiento de constante creación y recreación de sentidos para lo vivido, aquel que es solo puede ser dudando de lo que es.
Tal vez Mario Costeja descubra que la omnipotencia humana es una batalla mucho mayor y desde siempre perdida.
Es fascinante que nosotros, aquellos que luchan cotidianamente en los espacios de Internet para existir, para ser recordados y constantemente reasegurados de su valor en el mundo –gustados, retuiteados, seguidos, compartidos–, en una eternidad que se absolutiza en el instante, comencemos a desear el olvido. De cierto modo, es necesario ser olvidado para poder ser recordado de otras maneras. Es necesario tal vez olvidarse de uno mismo por un momento para poder inventarse de otro modo, movimiento constante e inherente a una vida que se supone viva.
El mundo postInternet nos impone una dificultad mucho mayor en esa tarea de reinvención de uno mismo. El exceso de registros que, en gran medida, nosotros mismos producimos, hace más difícil dejar atrás recuerdos, echarlos a la basura o confiarlos en una caja que podemos escoger cuándo abrir o jamás volver a hacerlo. No es posible ni deseable negar lo vivido, ni tampoco y especialmente en grandes tragedias, pero es preciso poder transformar aquello que sangra en marca para poder seguir adelante. Y ahora que sangramos para siempre en un lugar sin tiempo, tal vez sea más difícil.
Recordado un reportaje que leí en los años noventa. Internet no era una realidad para la mayoría, lo que hacía una fuga y una desaparición algo con más oportunidades de funcionar que hoy, cuando somos fotografiados, filmados y registrados en la calle, dentro de los edificios, en todas partes. A partir de una lista de desaparecidos –aquellas personas que van a comprar tabaco a la esquina y nunca más vuelven–, el periodista intentó localizar a esos personajes para descubrir lo que había sucedido con cada uno. Descubrió que, en una parte significativa de los casos, por lo menos de su muestreo, los que desaparecieron querían desaparecer. Hicieron realidad una fantasía, que pasa por la cabeza de muchos, de renacer en otros términos, ser otro en otra vida, sin tener que responder por la existencia anterior. Tenían mujer o marido, hijos, padre o madre enferma, deudas, hipotecas interminables, un trabajo menos emocionante del que les gustaría. Querían librarse de un pasado que determinaba el presente y ensombrecía el futuro.
Es fascinante que aquellos que luchan cotidianamente en internet para ser recordados – queridos, retuiteados, seguidos, compartidos – comiencen a desear ser olvidados.
El problema, como descubrió el periodista, es que no es posible dejar atrás las marcas. Mucho menos a uno mismo. El problema, quizá, es que cargamos con nosotros en la fuga, con todo lo que somos, incluyendo nuestras cicatrices y nuestras neurosis. En la tentativa de desaparecer de una vida para reaparecer en otra, que sonaba más atractiva y adecuada a sus grandes expectativas, esos fugitivos fracasaron. El reportaje mostraba que aquellos que intentaron reinventarse en la literalidad de una fuga, muriendo para el mundo que los conocía para renacer en lo desconocido, supuestamente sin pasado y sin deudas simbólicas y reales, acababan por crear una vida muy semejante a aquella que dejaron. El reportero los encontró prendidos a una existencia en casi todo igual a la anterior. Y ya sin la ilusión de una posible fuga. Aún no habían comprendido que, si quisieran vivir varias vidas en una sola, era necesario enfrentar la tarea trabajosa, constante y jamás terminada de crear y volver a crear sentidos para estar en el mundo.
Con Internet, como tal vez descubrirá Mario Costeja, borrar el pasado se hizo una ilusión aún mayor. Sitios de búsqueda como Google jerarquizan nuestras marcas por caminos que nos son extraños y la importancia de nuestros actos y palabras se rige por lo que aparece en primer lugar, como lo que tanto asustó a Costeja. Algunos de nosotros, que, como la mayoría, siempre quisieron vivir para siempre, vivir más allá de la vida, comienzan a preocuparse por morir para el mundo, aún en vida. Pero, después de Internet, ¿es posible morir?
Algunos de nosotros, que querían vivir más allá de la vida, comienzan a preocuparse en morir para el mundo, aún en vida.
Esta es la pregunta que mueve una obra de teatro muy original, concebida por los libaneses Rabih Mroué y Lina Saneh. Asistí a “33 rpm and a few seconds” (33 revoluciones por minuto y algunos segundos) en el Pen World Voices Festival de este año, en Nueva York, evento literario creado por el escritor Salman Rushdie (que recientemente estuvo en Brasil) en el que participé como autora invitada. No hay previsión de exhibición del espectáculo en Brasil, lo que es una lástima. Los autores, Rabih y Lina, consiguieron realizar algo de enorme impacto sobre la platea, sin colocar ni a un solo actor en el escenario, algo también muy revelador de esa época en que escenificamos nuestra vida como realidad –y creemos continuamente que es la realidad–.
En el escenario no hay ninguna persona. Solo objetos. No hay ninguna persona porque la persona que había en esa oficina dentro de una casa acaba de suicidarse. Somos informados de que el muerto que habitaba en aquel lugar, Diyaa Yamout, era un joven activista de derechos humanos que filmó su muerte. Pero somos informados por los objetos que continúan moviéndose –viviendo y manteniéndolo vivo– tras su extinción física. La televisión continúa conectada, así como el aparato de sonido y el fax. La pantalla del ordenador proyecta la repercusión de su muerte en Facebook. Una amiga (¿o amante?) va dejando recados en su contestador. Otra amiga (¿o novia?), que está viajando para encontrarse con él, deja mensajes en su celular. Las narrativas sobre su vida y su muerte van siendo construidas, solapadas unas a otras, pero él ya no está. ¿O está?
Somos extranjeros en la propia vida, pasajeros de una existencia en la que el destino está siempre más allá, inalcanzable, incluso cuando parece que está aquí al lado.
En las redes sociales se desarrolla lo que cualquiera que sigue Facebook o Twitter ya está acostumbrado a testificar –y a participar–. Ahora el muerto es un héroe, ahora un villano. Ahora es un cobarde, ahora un valiente. Ahora una víctima, ahora un verdugo. Frases, ideales e intenciones son atribuidos a él por diferentes personajes. A partir de esas inferencias se diseña un país que sería Líbano, pero con clichés que acostumbran ser atribuidos a Brasil e imagino, también a otros países, como “república bananera” o “este país no tiene remedio”. Luego hay una disputa en las redes sociales, violenta y ofensiva, por la memoria del muerto. En la pantalla, se crean sentidos para su muerte y para su vida y se vuelven a crear en una encarnizada contienda política, cultural y religiosa. Están los furiosos, están los líricos, están los que intentan trascender y los que intentan pacificar. Hay una enorme banalidad instantánea, previsible y repetitiva como solo la banalidad puede ser.
En la pantalla de televisión asistimos a los reportajes costumbristas, siempre repetidos en casos como este. Se entrevista a los padres que lloran, se entrevista a compañeros y supuestos amigos, al final está siempre el “especialista”, en la figura del psiquiatra o psicoanalista, que daría la interpretación final al suicidio y para el legado del suicida. Conocemos ese enredo, hasta lo esperamos, como si no hubiera otra posibilidad, más profunda y menos reductiva, de ver una vida –y una muerte–.
Mientras, la mujer que intenta desesperadamente desembarcar en el país del muerto para verlo, sin saber que él murió, va contando sus desventuras en ningún lugar. Primero el avión tiene problemas, después las autoridades la retienen, son incontables los percances y ella, una palestina, encarna la propia tierra al nunca conseguir alcanzar su destino. En la búsqueda por él y por el territorio, ella permanecerá en tránsito. En esa narrativa, ella radicaliza nuestra condición de extranjeros en la propia vida, pasajeros de una existencia en la que el destino está siempre más allá, inalcanzable, incluso cuando parece inmediato.
La única forma de morir (o de ser olvidado) es estar fuera del lenguaje – o no haber hablado nunca.
¿Y el muerto-vivo? ¿O el vivo-muerto?
El joven activista que escoge matarse (es lo que él dice, fue una elección), escribe en su carta-testamento: “La vida es una prisión. La única libertad posible es la no existencia”. Es en los mensajes del contestador, dejados por la misma voz femenina, por alguien que lo conoce, en el sentido profundo de conocer, no en el superficial que desfila en la pantalla del Facebook o en las noticias de televisión, que la paradoja de esa época se desvela. En cierto momento, ella dice: “Es posible estar fuera del cuerpo, pero no fuera del lenguaje. Amigo mío, la única forma de morir es estar fuera del lenguaje –o no haber hablado nunca–. Tú hablaste mucho, demasiadas palabras. Para siempre estará atrapado en el lenguaje”.
Él murió, su cuerpo no está ahí. Pero, igual que nosotros, está vivo en múltiples narrativas en movimiento que, con Internet y la tecnología, se han vuelto la eternidad que buscamos con tanto ahínco y finalmente alcanzamos. Solo para descubrir que la tragedia era otra.
Esta es la trampa. Ya no es posible morir.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém ve, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos y de la novela Uma Dos. Correo electrónico: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum
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