Un antifeminismo teológico
La cuestión del celibato obligatorio suele florecer por primavera, pero tiene que ver con la agonía del catolicismo romano
La cuestión del celibato obligatorio de los eclesiásticos católicos suele florecer por primavera, con cualquier motivo, pero tiene que ver con la crisis o agonía de la Iglesia romana. En una religión donde más de la mitad de sus fieles son mujeres, algunas ya con mucho poder o dinero, chirrían las viejas teorías de doctores como san Agustín o santo Tomás. Pero el antifeminismo teológico perdura, y se ha contagiado a las capas sociales más conservadoras. “La mujer es espiritual y corporalmente inferior, y la inferioridad intelectual es el resultado de la corporal, más precisamente de su exceso de humedad”, escribió el de Aquino. El improperio lo resumió en este latinajo: “Femina est mas occasionatus”, es decir, un varón fallido.
Hay que ver la lata que se traen los teólogos oficiales desde hace siglos, pese a que el fundador cristiano profesó cariño y respeto a sus muchas discípulas, en las que tuvo el principal apoyo, incluso económico, durante sus tres años de campaña electoral por tierras de Israel, hasta ser apresado por revoltoso y crucificado de mala manera a las afueras de Jerusalén. El sexo fue asunto intrascendente en el cristianismo primitivo, donde la presencia de mujeres fue fundamental. Quien crea o haya leído la Biblia debería preguntarse cómo habrían reaccionado María, la madre de Jesús, o María Magdalena, su amiga del alma, leyendo ahora que la mujer es una especie de hombrecillo defectuoso. Esas ideas, tan ridículas, hunden campañas y famas, pero sobre todo amenazan al tinglado romano, muy mermado en el pasado a causa de esta prohibición. Hay apuestas sobre la fecha en que un Papa con sentido común vaya a derogar una legislación tan insostenible.
Sostuvo Menéndez Pelayo, entre otras tonterías impropias de tan gran sabio, que el protestantismo era "la religión de los curas que se casan". En fin, ganas de simplificar. Es verdad que la ley del celibato facilitó la escisión del cristianismo oriental y del protestantismo, pero también actuó en ambas direcciones. Lo sufrió Enrique VIII de Inglaterra cuando, decidido a crear su propia iglesia y aconsejado por la enérgica Ana Bolena, pensó que gran parte del clero romano se pasaría al bando anglicano con solo dejarlo casarse. No pocos se mantuvieron fieles al Papa porque no querían llevar al altar a sus concubinas. La historia recoge el caso del padre Cornewell, que juró que “él pondría a su hembra frente a la nariz del obispo, veamos si se atreve a lidiar con ella”.
Menéndez Pelayo olvidaba, además, que el estricto régimen celibatario solo ha servido, muchas veces, para incrementar el desenfreno clerical. Santa Teresa de Jesús ironiza con mucha gracia sobre la cuestión, enterada de que un sínodo de obispos había prohibido a las mujeres vivir en la proximidad de conventos. “A partir de la Edad Media, tener un cuerpo significó para las mujeres una especie de deshonra”, escribió casi cinco siglos más tarde Simone de Beauvoir.
Claro está que en la creación de la Iglesia anglicana actuaron muchos otros factores, sobre todo de poder. Bueno era Enrique VIII cuando no se le daba la razón, en ese caso su empeño en casarse con Bolena estando ya casado. En realidad, excepto en la doctrina, los reyes (como Felipe II en España) eran jefes efectivos de las iglesias, que vivían a su sombra.
El sexo y la situación de la mujer fue asunto primordial en la reforma protestante y en el nacimiento del anglicanismo, con la reina Ana Bolena como impulsora y gran admiradora del luteranismo. Parece lógico pensar que a una mujer medianamente ilustrada (Bolena presumía de serlo, y su marido mucho más) le repugnaría oír sermones que, remontándose a san Jerónimo (se apelaba mucho entonces a esa cita de autoridad), sostenían que la relación sexual inhabilitaba a la persona para la oración. “O bien rezamos constantemente y somos vírgenes, o bien dejamos de rezar para hacer vida matrimonial”, dijo el santo, que solo apreciaba a los casados porque engendraban vírgenes. “Los casados viven al modo de las bestias; las personas, cuando yacen con mujeres, no se diferencian en nada de los cerdos y los animales irracionales”, añadió.
Fue la misma línea de san Agustín, que, pese a haber sido un gran libertino en su juventud, impuso desde la sede episcopal de Hipona, y con su impresionante capacidad retórica, la idea medieval de que la cópula es un impedimento para la comunión o la actividad sacerdotal. Olvidaba que su admirado maestro, el apóstol san Pablo, converso tardío –es decir, estaba en el secreto, como suele decirse-, se había proclamado a favor del matrimonio (y del sexo), con una frase, de una de sus cartas a los corintios, que debería escuchar más a menudo el Vaticano: “Mejor casarse que abrasarse”.
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