China encierra a las prostitutas en centros de trabajo forzoso
Las mujeres deben pagar por la estancia y no cobran por las tareas realizadas
La mujer, bañada por la luz rosa fluorescente que señalaba que estaba disponible, recitaba de un tirón los riesgos laborales que existen al trabajar como prostituta en China: clientes que las maltratan, el fantasma del VIH y las miradas de odio de los vecinos que desgarran el alma. “Mi vida está llena de ansiedad”, se lamentaba la mujer, conocida como Li Zhengguo, entre cliente y cliente hace unas mañanas. “A veces mi corazón se siente culpable por haber entregado mi cuerpo”.
Pero lo que más teme es una visita de la policía. La última vez que se la llevaron a la comisaría local, Li fue enviada, sin juicio ni representación legal, a un centro de detención en la vecina provincia de Hebei, donde pasó seis meses haciendo flores de papel decorativas y recitando las normas que castigan la prostitución. Su encarcelamiento en el Centro de Detención y Educación de Handan acabó con una última humillación: tuvo que reembolsar a la cárcel sus gastos de estancia, unos 60 dólares (44 euros) al mes. “La próxima vez que la policía venga a llevarme, me cortaré las venas”, afirmaba Li, una mujer soltera de 39 años con dos hijos.
Los partidarios de una revisión legal cantaron victoria en noviembre después de que el Gobierno chino anunciase que aboliría “la reeducación a través del trabajo”, el sistema que permite a la policía enviar a campos de trabajo hasta cuatro años, sin juicio, a los delincuentes de poca monta y a las personas que protestan demasiado por las actividades ilícitas de las autoridades públicas.
Pero siguen existiendo dos mecanismos paralelos de castigos ilegales: uno para los que cometen delitos relacionados con las drogas y otro para las prostitutas y sus clientes. “Se siguen produciendo abusos y torturas, solo que de una forma diferente”, señala Corinna-Barbara Francis, una investigadora sobre China de Amnistía Internacional.
El turbio sistema penal para las prostitutas, “detención y educación”, se parece sorprendentemente a la reeducación a través del trabajo. En los centros dirigidos por el Ministerio de Seguridad Pública se encierra a las mujeres hasta un máximo de dos años, y a menudo se les exige que trabajen duro en talleres siete días por semana sin sueldo, para fabricar juguetes, palillos desechables y pañales para perros, algunos de los cuales, según dicen las mujeres, se empaquetan para ser exportados. Los clientes masculinos también son encarcelados en estos centros, pero en un número mucho más pequeño, según un informe publicado el mes pasado por Asia Catalyst, un grupo de defensa de los derechos humanos.
Las mujeres que han pasado por alguno de los 200 centros de detención y de educación del país afirman que sus guardias les cobran unas cantidades elevadas de dinero y son violentos.
Al igual que con la reeducación a través del trabajo, la policía impone penas de cárcel y de educación sin juicio y con pocas posibilidades de recurrir. “Es arbitrario, abusivo y desastroso en lo que se refiere a salud pública”, señala Nicholas Bequelin, un investigador de Human Rights Watch que publicó un informe el año pasado sobre los peligros a los que se enfrentan las mujeres que trabajan en el floreciente comercio sexual chino. “Es otra parte corrupta del sistema legal chino, y debería suprimirse”.
El informe de Asia Catalyst describe la detención y la educación como una inmensa empresa lucrativa que se hace pasar por un sistema para rehabilitar a las mujeres. Los centros de detención, que fueron creados por la legislatura china en 1991, están dirigidos por agencias de seguridad pública locales, que tienen la última palabra sobre las penas. Algunas exreclusas aseguran que las autoridades policiales exigen a veces sobornos para poner en libertad a las detenidas.
El Gobierno no publica habitualmente estadísticas sobre el programa, pero los expertos calculan que cada año se envían entre 18.000 y 28.000 mujeres a los centros de detención. A las reclusas se les exige que paguen la comida, los reconocimientos médicos, la ropa de cama y otros artículos básicos como el jabón y las compresas, y la mayoría de las mujeres se gastan unos 400 dólares (casi 300 euros) por una estancia de seis meses, señala el informe.
“A las que no podían pagar solo les daban bollos cocidos al vapor para comer”, contaba una mujer a Asia Catalyst.
En algunos centros, se exige a los visitantes que paguen una entrada de 33 dólares (24 euros) para ver a los familiares encarcelados.
Los que han estudiado el sistema aseguran que los organismos de seguridad pública locales obtienen unas ganancias considerables con un trabajo que es básicamente gratuito.
El planteamiento del Gobierno chino con respecto a la prostitución es contradictorio. Después de la victoria comunista en 1949, Mao Zedong convirtió en prioritaria la rehabilitación de las prostitutas, que los comunistas consideraban víctimas de la explotación capitalista. Durante sus primeros años en el poder, erradicó realmente el comercio, pero la introducción de reformas de mercado a principios de la década de 1980 provocó el resurgimiento de la prostitución, y según un informe de Naciones Unidas, se calcula que en los últimos años hasta seis millones de mujeres trabajaban en la industria sexual.
Actualmente, las ciudades chinas están repletas de supuestos salones de peluquería con habitaciones traseras separadas por cortinas en las que no se ven tijeras; en los karaokes de lujo, las jóvenes empleadas hacen las veces de prostitutas. Muchas de ellas dicen que a menudo se paga a la policía para que haga la vista gorda.
Pero esa aparente permisividad desaparece durante las campañas periódicas de mano dura en las que se detiene a un gran número de prostitutas, con frecuencia antes de reuniones políticas importantes. Un mando policial en la provincia de Liaoning aseguró a Asia Catalyst que se exigía a los Ayuntamientos y a los municipios cumplir unos cupos, lo que daba lugar a batidas contra el vicio para volver a llenar los talleres de las cárceles.
Con la colaboración de Shi Da.
© 2013 New York Times News Service.
En la edición de papel aparece este texto traducido por María Luisa Fernández Tapia cuando no es así.
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