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“El problema es que se ha perdido el papel del librero”

El autor es optimista respecto a la salud de la literatura española

Crusat está acostumbrado a cambiar de ciudad cada año.
Crusat está acostumbrado a cambiar de ciudad cada año.m. valerón (Efe)

Pasan casi 10 segundos entre la pregunta —“¿Dónde está su casa?”— y la respuesta —“No sabría decirlo”—. Cristian Crusat, que acaba de ganar el Premio Europeo de Literatura 2013, cambia de residencia cada año y medio. Solo recuerda el número de teléfono de casa de cuando era pequeño, “el que dabas en el cole por si te pasaba algo”. Este escritor no tiene gentilicio. Sus padres eran trabajadores del turismo —él, catalán y ella, holandesa— y le acostumbraron a lo que hoy sigue haciendo: cambiar de ciudad cada año y medio. Ahora da clases de español en una universidad al sur de Marruecos.

La escena tiene lugar en un restaurante del barrio europeo de Bruselas. Uno de esos a los que acuden cada día decenas de trabajadores de las instituciones comunitarias, comen algo, la mayoría solos, y después se van. Un desierto artificial como los que aparecen en el libro que le ha dado tantas alegrías, Breve teoría del viaje y del desierto. “La soledad es horrible”, comenta Crusat frente a un platazo donde el pobre escalope está también muy solo, pequeño frente a un montón de patatas fritas y ensalada. “Entre otras cosas, porque yo me siento muy solo”. Toda esa amargura se traslada a sus personajes; todos buscan algo que no encuentran. “Porque, como nosotros, ellos tampoco saben lo que quieren”. Nunca tuvo una vocación clara. Le gusta escribir, le gusta dar clases de español, de literatura, seguir estudiando.

Lunch corner. Bruselas

  • Escalope: 13,30 euros.
  • Salmón a la plancha: 15,90.
  • Dos coca-colas: 4,40.
  • Un café con leche: 2,80.
Total: 36,40 euros.

A este escritor sin patria, las mejores ideas le llegan cuando desconecta solo. “Me apunté a un gimnasio porque cuando me metía en la ducha me venían ideas geniales”. Mientras habla, del escalope ya no queda ni rastro, las patatas fritas están a medias y, de momento, la ensalada queda intacta. Y, aunque uno se enfrente solo —y a poder ser de noche, opina— al folio en blanco, al final, la escritura “siempre es un acto comunicativo”.

No se sentirá de ninguna parte y puede parecer un personaje sombrío y fatídico, pero aunque él no lo diga, conserva el acento y la picaresca malagueña en algún lugar de la memoria —Crusat creció en Estepona—. Su libro está plagado de referencias escatológicas, desde culpar al sol del color de la orina hasta dedicarle un relato a un hombre sin semen. “Tengo ese punto de graciosillo”, dice con una sonrisa de medio lado, característica de quien ha roto tantos platos como palabras ha escrito. Le encanta escribir. Se nota en cuanto describe cómo ha dejado de sentarse ante la máquina con una idea exacta de lo que contar, para acercarse a ella poco a poco, “como un niño se acerca a sus juguetes”. Porque escribir tiene que ser, sí o sí, divertido.

Una vez rota la barrera de las formalidades, se embala. Lanza críticas sin rodeos a las grandes distribuidoras. Trabajó en una gran librería y tenía que “ordenar los libros en los mostradores por colores y tamaño”. “Lo cómodo es decir que la literatura española va mal, cuando el problema es que se ha perdido el papel del librero. Pero hay los suficientes escritores buenos, como Luis Tizón o Ángel Zapata, para seguir siendo optimista”. Con ellos termina este almuerzo. ¿Y la ensalada? “En Marruecos me he acostumbrado a no comer alimentos crudos”, contesta. El escritor sin cuna tiene más raíces de las que aparenta.

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