“Los niños sirios mueren por armas convencionales”
La portavoz de Unicef trabaja en un campo de refugiados en Jordania
Su vida no está aquí. No está en España, ni siquiera en Túnez, su país natal. No es conjetura, lo dice ella, Najwa Mekki (Sfax, 1971), siempre risueña, siempre con mirada de agradecimiento y unos ojos grandes que pasan del brillo a la lágrima según la charla roza el corazón. Y no es que ande muy escondido. La vida de esta portavoz de Unicef en Jordania, vocera de la agencia de la ONU para la infancia en los campos de refugiados sirios, está allí, en Zaatari, megaurbe jordana de techos de plástico que acoge a más de 100.000 huidos de la guerra en Siria. “Estoy tan metida en la crisis, que sé que estar aquí es un paréntesis; sé que mañana voy a coger un avión y voy a volver a mi vida”, dice Mekki, a la carrera entre citas y reuniones.
Está involucrada, no de paso, y para muestra, una de esas preguntas puñeteras que enfrían la taza: ¿está preparada Nawja Mekki, la persona, ante la visión del drama de miles de familias deshechas por la guerra? “Quizá tendría que llegar ese momento, pero aún no ha llegado…”. Y se corta su relato. El café respira, el té se queda quietito mientras la conversación toma algún atajo hasta que se escondan las lágrimas. Y de nuevo: ¿logró ponerse algún escudo para que no le afecte? “No lo he logrado porque me afecta muchísimo, me pongo en lugar de esas madres, veo a mis hijos y pienso en lo que yo haría”.
Y eso que no va de nuevas. Mekki trabajaba allá por 2004 en la Embajada británica en Túnez. Vio una oferta de empleo en la Unicef, se postuló para probar y poco después desembarcó en Nueva York con un contrato bajo el brazo. Allí estaría hasta su traslado en 2009 a Jordania, centro neurálgico de la región desde donde ha volado a Yemen, Yibuti, Sudán e incluso la Siria prebélica. Y llegó la primavera árabe y la portavoz de Unicef saltó hasta la frontera libio-tunecina para relatar el periplo de los que corrían delante de las bombas que daban caza a Muamar el Gadafi.
A su vuelta, una anécdota: “Cuando llegué a Jordania tras estar en Túnez”, recuerda Mekki, pausada, en un impecable castellano de voz baja, “el taxista me dijo: ‘Mira lo que está pasando en Siria’, y yo le dije que no pasaba nada. Él me respondió: ‘No, no, hay manifestaciones y gente herida”. Y de aquellos polvos, estos lodos. Y ahora, casi tres años después de iniciada la revolución, Mekki dice que no está nada contenta con lo que se cuenta sobre la guerra siria. Entra en harina. “Hablamos de las armas químicas y está muy bien”, afirma esta tunecina, tirando ahora de razón, “pero los niños siguen muriendo por las armas convencionales”.
Esa es la guerra que ella ve, la del otro lado del telón. Pero hay más. Se acuerda de la familia que vio llegar de Deraa, provincia cuna de la revuelta, el último día en el que pisó Zaatari. Tardaron 10 días en atravesar un trozo de tierra que normalmente no requiere más de tres horas. “Tenían la piel tan deshidratada”, tuerce el gesto mientras hace memoria, “tan seca que se podían ver las grietas; toqué la cara a un niño y parecía papel de lija por haber estado tanto tiempo al aire libre; cuando pienso en la guerra es eso en lo que pienso”. Ella sí, pero otros muchos ni sienten ni padecen. Mekki trata de ser correcta por dos segundos: “Entiendo que haya gente que piense que…”. Que piense que Siria no es tan importante, iba a decir, pero… Corrige. “No, no, no entiendo que la gente no piense que Siria es lo más importante en este momento”. Y punto.
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