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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La educación de nuestros pobres

La escuela pública, los enseñantes y los pobres no son tan importantes para el Estado como, por ejemplo, los bancos

Antonio Cazorla

La reciente aprobación de la LOMCE sin más apoyos parlamentarios que los del Partido Popular ha dado lugar a otra de esas recurrentes polémicas sobre por qué España sigue siendo uno de los países europeos con mayor abandono escolar y cuyos estudiantes obtienen resultados bajos en los baremos internacionales de competencias académicas. Repitiendo y simplificando lo dicho, algunos sectores conservadores de la sociedad española, y hasta el ministro Sr. Wert, han echado la culpa de esta situación a la falta de búsqueda de la excelencia por parte de los Gobiernos de la democracia. Por parte de la izquierda, ha apuntado como principal culpable a la pesada losa de la herencia del franquismo y ha pedido que se reconozcan los grandes avances que en materia de educación e investigación se han producido en España desde el final de la dictadura.

Un artículo de The Economist (“What can you do?”, publicado el 12-18 de octubre) sugiere que el Sr. Wert tiene algo de razón, pero también que parece ignorar otros factores claves del problema. Basándose en datos de la OCDE, este artículo señala que España e Italia son dos países en los que es más alta la proporción de adultos de entre 16 y 65 años de edad que carecen de habilidades matemáticas y literarias. A modo de contraste, se señala el enorme progreso de la educación en Corea, un país donde los mayores de 55 años se encuentran entre los menos educados del estudio pero cuyos hijos y nietos están entre los mejor preparados. Evidentemente, como defiende el Sr. Wert, con políticas ambiciosas y constantes, las herencias del pasado se pueden superar. Sin embargo, como señala el mismo artículo, y eso ya no lo hemos oído del Gobierno, también es evidente que hay una relación clara entre el nivel de igualdad social y el alto rendimiento de sus estudiantes. A mayor igualdad, mejores resultados, y viceversa. Los países escandinavos son un ejemplo positivo de esto, mientras que el Reino Unido, Alemania, los Estados Unidos son la otra cara de la moneda. Que la educación en España siga siendo, en términos relativos, deficiente quizás tenga algo que ver con lo que ha señalado otro informe que acaba de hacer público Cáritas y que nos ha revelado que somos el país de Europa con mayores desigualdades sociales; o con las noticias que han aparecido en la prensa detallando cómo la crisis ha enriquecido aun más a nuestros ricos y ha empobrecido a los demás. Es decir, que la salud de nuestra educación mucho tiene que ver con las desventuras de nuestro reciente y ahora malherido estado del bienestar. Y luego está nuestra historia.

El franquismo sirve a la vez de ejemplo y de causa de muchos, pero no de todos, de nuestros problemas educativos. La dictadura creía en la excelencia para unos pocos y la sumisión de los demás, en los que no estaba dispuesta a gastar dinero. El proyecto educativo franquista tenía un objetivo: sostener el sistema culturalmente reaccionario y socialmente cruel que emergió de la guerra civil. Por ello, primó a sus aliados, empezando por la Iglesia. No por casualidad, durante los años cuarenta apenas si se construyeron escuelas e institutos, mientras que florecían los centros de pago, casi exclusivamente religiosos. El resultado fue una catástrofe. Según cifras oficiales de la propia dictadura, en 1955 solo el 67% de los niños estaban matriculados en la escuela primaria; otra cosa es que fueran regularmente a clase. En comparación, ese año estaban matriculados en las escuelas primarias el 98% de los niños de Austria, 97% de Alemania, 90% de Noruega y el 72% de Italia. Siempre según datos oficiales, el poder adquisitivo del sueldo de los maestros de primaria se había reducido a un 20% del que tenían en 1936. Estos datos no se pueden separar ni del enorme sufrimiento social causado por las políticas económicas del régimen, y en particular la autarquía, ni de las decisiones conscientes de excluir a los pobres del futuro del país.

La apuesta social y cultural de la dictadura era por la excelencia de las minorías acomodadas. En 1957, por ejemplo, se graduaron casi cuatro veces más alumnos de institutos privados que de los públicos (205.974 y 62.422 respectivamente). Este elitismo en la educación secundaria pervivió hasta bien entrados los años sesenta, y aún después. En 1965 solo el 18,5% de los jóvenes de entre 11 y 16 años estaban matriculados en institutos. Este era uno de los niveles más bajos de entre los países desarrollados; incluso India tenía en ese momento un porcentaje mayor de alumnos de educación secundaria. El elitismo franquista, el filtro social y cultural, también produjo una universidad anémica y retrasada. El porcentaje de estudiantes universitarios españoles en 1970 era mucho menor que el de países mucho más pobres como Grecia.

Con el desarrollo económico de los años sesenta, la situación mejoró, pero aún en las postrimerías de la dictadura el retraso de nuestro nivel educativo, que insisto estaba ligado a las profundas desigualdades sociales del país, era todavía enorme y se concentraba de forma intensa y masiva en las capas sociales pobres y en las áreas deprimidas del país. Según datos oficiales, en 1970 aproximadamente solo el 75% de los niños en edad escolar iba a clase regularmente. El absentismo era particularmente intenso en provincias marginadas como Málaga y Tenerife (menos del 60% de asistencia a clase) pero también en los barrios de inmigrantes de Vizcaya, Madrid y Barcelona, donde además había una déficit masivo de plazas escolares. Éste se estimaba que era de 250.000 plazas en Barcelona, 155.000 en Madrid, 90.000 en Coruña, 87.000 en Valencia, 74.000 en Sevilla. Estos niños de 1970 son los padres y abuelos que tienen unos 50 años hoy.

¿Dónde estaban en 1970 estos niños perdidos para el futuro? Estaban trabajando y pagando con el sacrificio de su futuro, como sus padres lo habían durante nuestra larga y miserable postguerra, “el milagro” económico de España. Trabajaban porque tenían que ayudar a alimentar a sus familias, a quienes el progreso del país les llegó tarde y mal. En 1972 los españoles todavía empleaban el 44% de sus ingresos en alimentación, la cifra más alta entre los países de la OCDE, bastante por encima de, por ejemplo, Italia. Y esta es la media: la realidad de los pobres eran muchísimo peor. A éstos, a cambio de trabajar para subsistir, el estado ofrecía más de la misma discriminación: beneficios para las rentas más altas a través de un sistema impositivo injusto y reducido, lo que significaba que, a diferencia de la mayoría de los países europeos, aquí las familias más ricas disponían proporcionalmente de más dinero y las familias con rentas más pobres recibían proporcionalmente menos transferencias en la forma de servicios y beneficios sociales. La anemia del gasto público significó que hasta el día final de la dictadura, el consumo privado como parte del PIB era en España más alto que en ningún otro país europeo. Dicho de otra manera, la inhibición del Estado a la hora de recaudar impuestos y hacer inversiones públicas, en educación por ejemplo, significó que a los pobres se les condenó a recibir poca educación y, ante la falta de transferencia de recursos vía beneficios sociales, se les indujo o forzó al abandono escolar,

La llegada de nuestra democracia corrigió muchas de estas deficiencias e injusticias. Las reformas fiscales que pronto se adoptaron permitieron la expansión de nuestro sistema de enseñanza e investigación, aunque no pudieron cambiar el pasado: la catástrofe educativa de los pobres en España. Es cierto y lamentable que después de tres décadas y media de democracia, no hayamos conseguido ponernos de acuerdo en el modelo educativo que queremos, empezando por la relación entre la educación católica y privada por un lado y, por otro, la laica y pública. Pero más lamentable nos parece a muchos ciudadanos que la crisis que comenzó en el 2008 haya puesto de relieve que la escuela pública, los enseñantes y los pobres no son tan importantes para el Estado como, por ejemplo, los bancos. Y no deja de ser muy triste que se le siga pidiendo excelencia a la escuela, como si ésta, además de motor del progreso, no fuese también espejo y consecuencia de la sociedad a la que sirve.

Antonio Cazorla Sánchez es catedrático de Historia Contemporánea de Europa en la Trent University (Canadá). Su próximo libro es Cartas a Franco de los españoles de a pie (Barcelona, RBA)

 

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