El agravio ya está hecho
¿Qué derecho conculca el ciudadano que siente atracción por personas de su mismo sexo?
Hay controversias sociales más que comprensibles. La del aborto voluntario, por ejemplo, es una de ellas porque confronta derechos: la libertad de elección de la mujer y la vida de un proyecto de ser humano. Por muy convencido que uno esté sobre el derecho que debe prevalecer, siempre quedará —o debería quedar— el respeto por la opinión contraria de buena fe. Lo difícil es comprender las razones profundas que se esconden detrás de cuestiones en las que no existe tal confrontación de derechos, como la homosexualidad. ¿Qué derecho conculca el ciudadano que siente atracción por personas de su mismo sexo? ¿A quién perjudica el matrimonio homosexual?
Antropológicamente, aparte de la osadía de situarse contra las buenas costumbres de la mayoría, solo encuentro una razón para que persista el estigma: la imposibilidad de procrear. El origen de tanta persecución podría tener relación con esa afrenta contra el bien supremo de la perpetuación de la especie, tan necesaria en las sociedades primitivas carentes de los medios de hoy para combatir la enfermedad y la muerte.
Son razones que están ya fuera de tiempo y de lugar y por eso, afortunadamente, los prejuicios se están deshaciendo como un azucarillo a una velocidad de vértigo. En apenas esta última década una quincena de países ha legalizado el matrimonio homosexual. El último en sumarse a esta corriente ha sido Reino Unido, la semana pasada. España fue, en 2005, uno de los primeros en abrir camino, respondiendo así a los anhelos de una sociedad especialmente abierta a este nuevo tipo de familia.
Pero las resistencias son numantinas. La homosexualidad es un mal bíblico, un insulto a la norma que deploran las religiones con saña y que castigan los regímenes más integristas incluso con la pena capital —todavía hay cinco países que lo hacen—. En un total de 78 países la homosexualidad sigue siendo un delito. Y, a nivel nacional, el Partido Popular se suma a las corrientes homófobas que todavía subsisten, con la Conferencia Episcopal como aliada. El último ataque es la primera propuesta de la ministra de Sanidad, Ana Mato, de restringir los tratamientos de fertilidad a “parejas integradas por mujer y hombre”. Tras las protestas suscitadas, se ha retirado la frase de la discordia, pero la ministra insistió en que los tratamientos con financiación pública serán para mujeres “con problemas médicos” de fertilidad, sean de “él o de ella”. De esta manera, se sigue lanzando un mensaje discriminatorio para las mujeres solteras y las lesbianas. Así que ahí queda el agravio. Ya está hecho. Uno más. Con estos amagos y medias palabras la base del mensaje es claro: la sospecha se vuelve hacia las solteras y lesbianas, que sin necesidad terapéutica alguna quieren acogerse a unas técnicas no baratas por el mero deseo de ser madres.
Alega la ministra Mato que esta norma sanitaria no es ideológica. Es una línea de defensa interesante porque la ideología es legítima. Un político gestiona lo público en razón de su ideología, de las ideas que le animan y que expone a los ciudadanos para ganar su confianza. El problema del PP español es que sustenta una ideología en cuestiones sociales muy rezagada respecto a la que prima en la sociedad española y, de ser expuesta públicamente, podría pagarlo en las urnas. Eso explicaría el rocambolesco recurso contra el matrimonio homosexual, en el que se enredó en la defensa del origen etimológico de la denominación, en vez de rechazar sencillamente lo que no le gusta. Eso explicaría sus fintas dialécticas para restringir el derecho al aborto voluntario en nombre, se alega, del derecho de las mujeres a tener hijos.
No puede haber argumentos presupuestarios para discriminar a los homosexuales y las solteras en las técnicas de fecundación asistidas porque la demanda es mínima. Lo que sí se conseguirá con esta restricción es dificultar lo que la ciencia hace posible: que los homosexuales tengan hijos naturales. El regreso al statu quo legitimaría la continuación de esa discriminación de base antropológica basada en la infertilidad de facto. Curiosa voltereta. Según los nunca nítidos proyectos de este Gobierno, se pretende impedir abortar a la mujer que no quiere parir y poner dificultades a la que está dispuesta a ser madre con fecundación in vitro si no tiene pareja. ¡Cuánto afán por gobernar en cuestiones tan íntimas!
gcanas@elpais.es
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