Juan Antonio Carrillo Salcedo, maestro en derechos humanos
Catedrático de Derecho Internacional, fue nombrado Hijo Predilecto de su Andalucía natal
A Juan Antonio Carrillo Salcedo, fallecido el 19 de enero, le conocí en 1963, al poco tiempo de haber iniciado sus actividades en la Cátedra de Derecho Internacional Público y Privado de la Universidad de Granada. Su trayectoria, al poco de iniciarse, ya era brillante y meritoria. Su magisterio no solo se extendía a sus alumnos y colaboradores (entre los que destacan Elisa Pérez Vera y Alejandro Rodríguez Carrión), sino a todo el ámbito universitario y a la sociedad en su conjunto. Fue mi maestro en derechos humanos y en ciudadanía mundial. Y es que en su conciencia cabía toda la humanidad. Ningún sufrimiento, ninguna injusticia, le eran ajenos. Siempre defendió —con particular firmeza y valentía cuando era especialmente difícil hacerlo— los derechos humanos y la democracia.
Natural de Morón de la Frontera (1934), estudió Derecho en Sevilla, donde fue discípulo de Manuel Giménez Fernández y Mariano Aguilar Navarro. Fue premio Extraordinario de Doctorado. En 1974 se trasladó a la Universidad Autónoma de Madrid de cuya facultad fue decano. En 1980 regresó a sus raíces, a la Universidad de Sevilla.
Dirigió más de 32 tesis doctorales y sus publicaciones superan el centenar y medio. Impartió clases en la Universidad de París, en el Instituto de Derecho Internacional de Ginebra y en el Instituto René Cassin de Estrasburgo. Fue magistrado del Tribunal de Derechos Humanos (1986-1990) y miembro de Curatorium de la Academia de Derecho Internacional de La Haya hasta 2012.
Además de múltiples distinciones académicas, Andalucía reconoció su prestigio otorgándole la Medalla de Oro en el año 2000 y, en 2009, le designó Hijo Predilecto. Era miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, vicepresidente de la Fundación Focus-Abengoa y miembro del Patronato de la Fundación Cultura de Paz.
El perfil de su semblanza puede deducirse de algunas citaciones que transcribo: ya en 1965 me escribía desde Nueva York que “hago incansablemente llamadas de atención sobre población, carrera de armamentos, hambre, subdesarrollo, condiciones espirituales, sociales y materiales”. Nunca olvidaré el entusiasmo con que leía la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII. Trabajó incansablemente, lúcidamente, por “un mundo donde todos los seres humanos, liberados del miedo y de la miseria, puedan disfrutar sin cortapisas de la dignidad inherente a cada persona”.
En la lección inaugural del curso académico 2004-2005 de la Universidad Hispalense subrayó la “pluralidad de dimensiones de la globalización”. “Hay un vacío en el núcleo de la misma: su falta de dimensión moral”. Y al abordar el papel de las organizaciones internacionales del Sistema de las Naciones Unidas en el control político y jurídico de la misma, puso de manifiesto que “para hacer frente a problemas comunes que ni siquiera los más poderosos pueden resolver aisladamente, los Estados precisan de la cooperación permanente e institucionalizada”. Insistía en que lo más apremiante y eficaz sería aplicar la Carta y, más concretamente, los capítulos IX (cooperación internacional económica y social) y el X (Consejo Económico y Social). “Hasta ahora lo han impedido la separación política y funcional de las instituciones de Breton Woods y la creación, a principios de los ochenta, de la Organización Internacional del Comercio fuera del ámbito de las ONU”.
En El mundo de las ideas (1987), escribió: “La expansión de la sociedad internacional se ve obstaculizada por la pervivencia de dos desigualdades básicas: de un lado, la radical desigualdad en la distribución del poder político y, de otro, la desigualdad, igualmente radical, en la distribución del poder económico”.
Ha tenido un papel central, con Karel Vasak, en la redacción del proyecto de la Declaración Universal de la Democracia, que ha contado con la contribución y adhesión de personalidades del calibre de Mario Soares, Javier Pérez de Cuéllar, Adolfo Pérez Esquivel, Ruth Dreifuss, Boutros Boutros Ghali… Estando prevista, una vez perfeccionado el texto, su tramitación a la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Matilde Donaire, su mujer, la madre de sus hijos, escritora de un temple insólito, ha sabido descubrir episodios de su vida durante la dictadura y ha guardado otros en su corazón. Su Largo camino hacia la paz, es un magnífico compendio de quien inspiró, en buena medida, la labor del profesor Juan Antonio Carrillo. Y es que tenemos todos un intransferible deber de memoria. Tenemos que decir lo que hemos vivido, lo que sabemos, lo que sentimos,… Para que se esclarezcan los hechos, para que se conozcan por todos los entresijos de la historia real. Para que todos sepan. Para que nadie eluda. Para que lo aborrecible no vuelva a repetirse.
Como él mismo escribió en la dedicatoria de su libro Globalización y orden internacional, “compartimos convicciones y esperanzas”. Juan Antonio Carrillo supo iluminar tantos espacios de silencio, indiferencia y cansancio, trabajando sin cesar, sin cejar, en favor de la dignidad humana.
La poetisa Pilar Paz Pasamar —que nos designó como “hermamigos”— escribió en 1996: “… porque tú no aconteciste, tú pervives… y guardaremos siempre tu nombre en las alas del viento”.
Federico Mayor Zaragoza es presidente de la Fundación Cultura de Paz.
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