Un dosier para Merkel y Lagarde
Entre el catastrofismo de Krugman y el optimismo insensato que mostró Rajoy cuando le concedieron el ya denostado préstamo tiene que haber un clavo ardiendo al que agarrarse
Hace tres años escribí en esta misma columna en la que estoy sentada (si me pusiera en pie, daría un mitin) que antes de la crisis yo tiraba las páginas ocres de los suplementos de economía a la papelera. Despeluchaba el periódico como se despelucha un pollo antes de llegar a casa. Exageraba, como pueden imaginar, pero detrás de cada exageración se atisba la verdad, y lo cierto es que las páginas de economía me daban pereza. O perezón, que describe mejor la galbana dominguera. Llegó la crisis, y una se sentó, como se sentaron muchos de ustedes, pertrechada con las gafas de ver (como antes se decía) para ilustrarme sobre lo que nos estaba pasando y sobre lo que nos quedaba por pasar. En un principio me sentí motivada, por aquello de que la dichosa manía de racionalizarlo todo conduce a pensar que la información es el primer paso para el hallazgo de soluciones, pero una vez que los analistas nos han dejado claro que los economistas llevan camino de encabezar el ranking de diagnósticos garrafales y predicciones incumplidas, y una vez que se nos ha contado que algunos de ellos, muy notables, han sido cómplices de la situación en la que nos encontramos aliándose con la perversión financiera, ya no leo las páginas ocres con el ansia de encontrar información que incluya un halo de esperanza; todo lo contrario, lo que siento yo, lo que usted siente, es zozobra y temor. Incluso los artículos del laureado
Krugman me han empezado a dar susto: aun estando de acuerdo con él en lo esencial, que las sociedades ahogadas por las deudas no tienen posibilidad de recuperación, me espanta cada vez que le leo la palabra corralito, y pienso que, sabiendo como él sabe que esta puñetera economía se basa en la confianza y en la especulación, amenazar con corralitos es añadir tres barrotes a la valla en la que podríamos vernos acorralados. Un amigo economista me decía el otro día que los premios Nobel son muy peligrosos, por cuanto provocan demasiada fe en los lectores. Digo yo que entre el catastrofismo de Krugman y el optimismo insensato que mostró Rajoy cuando le concedieron el ya denostado préstamo tiene que haber un clavo ardiendo al que agarrarse.
Últimamente me centro en la sección de Sociedad, así me informo de cómo nos afecta la economía
En los últimos tiempos procuro centrarme en la sección de Sociedad. Al menos me informa de cómo afecta a los seres humanos la puñetera economía. Inmigrantes que han de regresar a su país de origen porque pierden el trabajo, desahucios, comedores de Cáritas, niños que sufren el paro de sus padres, familias que viven de la pensión de los abuelos, abuelos que tienen que abandonar la residencia y volver a casa, jóvenes que regresan a la casa paterna, trabajadores interinos de hospitales que se quedan sin trabajo a los cincuenta años, profesores interinos que han de abandonar una escuela pública que ve aumentar su ratio de alumnado por clase. Todo eso a diario. Para entender esa realidad no hace falta tener formación de economista ni trabajar en un organismo europeo. “Esto es simple, querida, como un globo de luz del hotel en que vives”, como decía el poeta González Tuñón. Deberían guardarse convenientemente todas esas historias y archivarlas en una carpeta, clasificadas por países, según el orden de intervención: Portugal, Irlanda, Grecia, Italia, España. Los países castigados. Y una vez que estuvieran recogidas esas penurias individuales que expresan tanto de las consecuencias de este puñetero martirio económico, le mandaría el dosier a personas como Christine Lagarde, directora del FMI, que debe de observar desde muy lejos el desamparo en el que se encuentran muchas familias europeas del sur como para atreverse a decir que hemos de reservar la piedad para los niños africanos. O a Angela Merkel, en la que no conviene personalizar la decisión de este castigo, puesto que ella obedece a una ideología concreta, o a una idea respaldada por muchos: los países mediterráneos solo aprendemos la letra cuando nos la inculcan con sangre.
Son muchas las ocasiones en las que he escrito sobre el despilfarro español. Tantas como para que no se me pueda acusar de defender ahora lo que sin duda fue un disparate económico. Basta con salir al extranjero, pisar un aeropuerto de una ciudad europea y compararlo con la T-4 para percibir cómo el gasto en España ha sido irritante. También he defendido que la austeridad debe llegarnos a todos y que debemos enseñar a nuestros hijos de una vez por todas que los derechos no existen sin deberes. Hay que aprender a vivir de otra manera, sabiendo lo que cuesta un curso en la universidad o una visita al médico. Pero eso no tiene nada que ver con que nos vayan encogiendo la sanidad pública o empeorando el sistema educativo. Porque somos también muchos los ciudadanos que hemos trabajado duro, pagado nuestros impuestos e inculcado a nuestros hijos que nadie les debe nada y que la democracia es un ejercicio recíproco de generosidad. Hacer que una parturienta griega no tenga comadrona o que un español de casi sesenta años pierda un trabajo que es a su vez necesario en la sanidad española es hacer pagar a justos por pecadores. Cada vez que nos rebajan el sueldo sentimos como que estamos pagando la factura de esa irresponsable clase política que dilapidó el dinero de nuestros impuestos. ¡Encima!
Cuando nos rebajan el sueldo sentimos que pagamos la factura a la irresponsable clase política
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