“Moriré si no tomo mis pastillas”
Un inmigrante en situación irregular y con VIH se queda sin medicación
A Manuel le han pillado los recortes en sanidad por tres días. El real decreto se publicó el 24 de abril, y su tarjeta sanitaria caducó el 27. Desde entonces lucha por abrir la puerta que se le ha cerrado. Y es que este venezolano de 30 años que lleva tres y medio en España tiene VIH, y sin tarjeta no tiene acceso a la medicación que necesita desde 2011 para mantener el virus bajo control.
Manuel, que utiliza un nombre supuesto, llegó a Madrid por amor. Nacido en Barquisimeto, había estudiado Publicidad. Cuando la relación se rompió, se quedó a estudiar diseño gráfico, “que tiene mucho que ver” con su carrera. Para mantenerse, trabaja de camarero ocasionalmente. “El dinero que traje duró ocho meses, lo que tenía que durar”.
Se hizo las pruebas del VIH hace dos años. “No esperaba que fuera positivo. Un año antes me había dado negativo. Siempre me cuido”, dice. “Me cayó muy mal. Me sentí sin rumbo. Para mí era algo desconocido, creía que me iba a morir”.
Pero, pasado ese primer momento, Manuel no tuvo más problemas. La prueba se la había hecho en el Centro Sandoval, un dispensario del Ayuntamiento de Madrid que las hace de manera anónima y gratuita. “El médico, Jorge del Romero, me dijo incluso que podía ir a un psicólogo”. Tras la prueba se hizo una analítica competa, y, como estaba bien, el virus solo le supuso hacerse revisiones periódicas.
En una de esas, hace un año, sus defensas estaban tan bajas que el médico le aconsejó que empezara a tomar antivirales. Con su padrón y su tarjeta sanitaria, no tuvo problema para que le atendieran en la Fundación Jiménez Díaz. Hasta esta vez. “Fui como siempre, con el padrón, el número de afiliado a la Seguridad Social (sin recursos) y el pasaporte, a renovar la tarjeta sanitaria al ambulatorio, pero me dijeron que sin DNI o NIE [el número de inscripción de extranjería que solo se da a los residentes legales] no podían hacerlo”. Lo más que consiguió en el centro de salud fue un papel de que le habían estado atendiendo ahí. “Como en teoría la revisión de las tarjetas no se hará hasta el 31 de agosto, intentamos a ver si valía”. Eso no sirvió para que el servicio de farmacia del hospital le diera la medicación. “Lo intentaron, pero no les dejaron”. Califica la atención como “muy buena”.
“No puedo estar sin tomar las pastillas. Si no lo hago, moriré”. Manuel se planteó incluso comprarlas. Varios amigos le dijeron que le ayudarían a ello, pero cuando vio el precio se asustó. “Lo que tomo cuesta 790 euros al mes. Es mucho dinero”. Y, además, “aunque pudiera pagarlo, no se pueden comprar”. Se trata de medicación de exclusiva dispensación hospitalaria, y las farmacias no pueden suministrarla.
Manuel no se rindió. Cuando ya llevaba dos días sin pastillas, recaló en una ONG. Ahí le dieron una caja. Un responsable de la organización cuenta que la consiguieron de otro paciente. “Tiene muchos problemas personales, y eso hace que no cumpla bien con la adherencia [fidelidad a la pauta de tomarse una pastilla al día]. No sé si lo que hicimos es legal, pero era la única solución para Manuel”. Otra posibilidad será que personas como este paciente u otras con más visión de negocio empiecen a venderlas en el mercado negro, un riesgo del que los expertos ya han advertido.
El joven sabe que esto es solo un parche. “Dentro de 10 días, cuando empiecen a acabarse, me volveré a angustiar”. Antes de eso, el 19, le toca revisión. “No sé si me van a atender”, dice. De momento, ya ha pedido la nacionalización por arraigo. “¿Y si hay presiones internacionales para que el Gobierno cambie la situación?”, pregunta esperanzado.
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