Desperdicio masivo de alimentos
Cada español tira 163 kilogramos de comida al año La basura es el destino de un tercio de los alimentos que se producen
Una señora mayor, encorvada, se acerca al montón de frutas que se amontonan en los pasillos de un céntrico mercado de Madrid. Son las que se van a tirar porque están pasadas y ya no se pueden vender. No importa, la mujer, con una bolsa colgada del brazo y las manos enfundadas en unos guantes de plástico, inspecciona el género y selecciona las piezas que se llevará a casa. A la bolsa. La imagen no es nueva, pero en los últimos años se ha convertido en una estampa cada vez más frecuente. Los cubos en los que los supermercados tiran los productos a punto de caducar son un punto de encuentro en la madrugada para aquellas personas que no tienen recursos, y cada vez son más.
Mientras algunos están dispuestos a comer lo que recogen de los contenedores, el resto de la sociedad despilfarra alimentos que serían perfectamente consumibles, nada menos que 179 kilogramos al año de media en Europa. Pese a que muy pocos accederían a tirar una de las bolsas de la compra según llega a casa del supermercado, los europeos tiramos al año 89 millones de toneladas de alimentos comestibles, como denuncia un informe del Parlamento Europeo. España desperdicia una media de 163 kilos por persona, lo que suma 7,7 millones de toneladas al año. En términos absolutos es el sexto país que más comida tira después de Alemania (10,3), Holanda (9,4), Francia (9), Polonia (8,9) e Italia (8,7).
Toda la cadena alimentaria es responsable de este derroche, desde la producción hasta la mesa, aunque son los particulares los que más desperdician, un 42% del total. “La falta de conciencia, un mal empaquetado y la confusión con las fechas de caducidad son las causas detrás de este derroche”, apunta Salvatore Caronna, eurodiputado responsable del documento. “En un momento en el que más de 70 millones de personas sufren la pobreza en Europa tenemos que encarar y solucionar este problema”, pide Caronna.
El tamaño de los envases, la falta de planificación y la fecha de caducidad son los motivos del derroche
El primer eslabón de la cadena alimentaria son los productores y la industria agroalimentaria. Según el informe del Parlamento Europeo en esta fase se pierden el 39% de alimentos. Lorenzo Ramos, presidente de la Unión de Pequeños Agricultores (UPA), asegura que en el campo no se tiran alimentos, salvo en situaciones de crisis cuando el mercado de hunde. La más reciente fue la de la E.coli, el verano de 2011, que acabó con toneladas de pepinos y hortalizas de temporada en el contenedor porque la alerta sanitaria lanzada desde Alemania lastró los precios y el consumo de estos vegetales. “Nosotros normalmente recogemos y entregamos todo”, afirma. “Son las centrales hortofrutícolas las que hacen el escandallo -selección del género apto para la venta - y dicen qué porcentaje de frutas no cumplen los requisitos”. Los hortalizas que no pasan el examen, una especie de certamen de belleza, no acaban en los mostradores de la fruterías, pero tampoco regresan al productor, dice Ramos. “O realmente sí que las venden aunque no nos las paguen, o las tiran”.
A Francisco González no le hacen falta grandes crisis para tirar la mitad de su producción de acelgas en Villa del Prado, al suroeste de Madrid. “Cuando el precio está muy bajo, a 20 o 30 céntimos el kilo, no cubro ni los costes de producción y aguanto las hojas en la mata a ver si sube”. Pero si el precio no sube pronto, a las hojas de sus acelgas les empiezan a salir unas pequeñas manchas marrones. “Se podrían comer, pero esto no se vende”, dice González mientras muestra un fajo de hojas moteadas que acaba de cortar. Así que las recoge para que no se pudran en la mata y las tira. El problema para este agricultor, que cada vez planta menos en sus 20.000 metros cuadrados de tierra, es que los jóvenes ya no comen verduras. Y si caen las ventas, caen los precios y aumenta el desperdicio. “Es una pena con la de gente que pasa hambre”, se lamenta González mientras recuerda la cantidad de gastos que tiene trabajar el campo y lo poco que él mismo gana.
Los hogares son responsables de un 42% de las pérdidas de alimentos
Las acelgas (la verdes y sanas) del agricultor acabarán unos días después de su recogida en un mostrador o en el menú de cualquiera de los 85.230 restaurantes de España. En sus cocinas se desperdician más de 63.000 toneladas de comida al año –el doble que hace dos décadas-, según un informe de Unilever Food Solutions avalado por la Federación Española de Hostelería y Restauración (FEHR). Según el estudio, el 60% de este derroche es producto de una mala previsión a la hora de hacer la compra. Otro 30% se desperdicia durante la preparación de las comidas y solo el 10% es lo que los comensales se dejan el plato, es decir, los verdaderos desperdicios.
Grandes cadenas de restauración, como el Grupo Vips, cuentan con sistemas informáticos para calcular las cantidades de cada plato que venden al día, lo que les permite estimar la cuantía necesaria de comida que se va a preparar antes de realizar el pedido. “Para reducir la cantidad de desperdicios también recurrimos al happy hour: los productos frescos que no tienen devolución (sándwiches, ensaladas, wraps, pastelitos, etcétera) se venden a un precio único de 1,50 euros a partir de las 23.00”, comentan fuentes del grupo. Pero los restaurantes familiares, de menú del día, tapas y cañas, no cuentan con esos recursos y tiran de experiencia. “Vamos más al día, pero unas veces nos sobra y otras nos falta”, explica el responsable de un restaurante de una zona industrial en el extrarradio de Madrid.
José María Rubio, presidente de la FEHR, cree todas fases en las que se desperdicia serían mejorables. “Deberíamos ser capaces de inculcar al sector que no se debe tirar comida y que la frase de que hay mucha gente pasando hambre no se quede en un decir”. Para Rubio este problema debe abordarse desde una triple perspectiva: “Primero desde el punto de vista ético, porque hay mucha gente que no tiene para comer; segundo, porque en dos décadas se ha duplicado el volumen de desperdicios y hay que ser socialmente responsables con el medio ambiente; y tercero, por razones económicas”. El sector pierde en alimentos mal aprovechados 255 millones de euros al año.
Los restaurantes españoles tiran 63.000 toneladas de comida
Con una buena previsión se reduciría este derroche, según Rubio. También los alimentos que se pierden durante las preparaciones se podrían aprovechar: “Los restos de verduras para hacer purés, las espinas de pescado para salsas, y los sobrantes de frutas para mermeladas”. Otro tema son las cantidades de comidas que se quedan en los platos. Rubio llama a la reflexión: “Si te devuelven la mayoría de los platos con la mitad de la comida, lo correcto sería bajar la ración, el precio y con ello, los desperdicios”.
El otro destino de los alimentos es el mostrador de los comercios, como Dimas y Pepi en el Mercado Maravillas de Madrid. Sus dueños, que dan nombre al local, han visto cómo han caído las ventas en los últimos años: “Yo calculo que vendo la mitad que antes de la crisis”. Por eso compra menos, pero tiene que llenar el mostrador y algunas frutas empiezan a ponerse feas. Este frutero ha optado, como otros, por poner unas canastillas bajo el expositor con frutas variadas a 40 céntimos. Aunque no lo pone en ningún cartel, los compradores habituales lo saben. “Si es que están buenísimas”, dice una señora mientras paga una de esas cestas de naranjas cuyo precio original era de 99 céntimos el kilo.
La mayoría de comercios de este mercado, el más grande abierto al público de la capital, asegura que intentan no tirar sus productos porque si no “no salen las cuentas”, repiten. Como Constantino De Anta, dueño de una carnicería. “Cuando veo que la carne se seca se la doy a una mujer que viene pidiendo los viernes por la tarde”, dice De Anta. Los sábados, además, una ONG de ayuda a drogodependientes, la Fundación Reto, recoge los alimentos que donan los comerciantes de este mercado en el centro de Madrid. Muchas tiendas querrían hacer lo mismo, pero las organizaciones de acción social no siempre tienen los medios para recoger todo lo que les ofrecen.
El final del viaje de cualquier alimento, fresco o procesado, son los consumidores, los mayores derrochadores de toda la cadena (42% del total). Responsables de una mala planificación pero víctimas de envases que no se ajustan a sus necesidades y un etiquetado confuso. “Hay que ponerles las cosas más fáciles a los consumidores”, pide Enrique García, portavoz de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU). “No hay una variedad suficiente de formatos y las etiquetas no indican bien cómo conservar los alimentos”, afirma García, que también reconoce que hace falta más educación y conciencia por parte de los compradores. La recomendación de la OCU es tan sencilla como hacer una lista antes de la compra para no acabar adquiriendo lo que no se necesita.
Laura Garrido, de 29 años, vive sola en un apartamento de Madrid y reconoce que desaprovecha “bastante”. A menudo abre su frigorífico y ahí está esa lata de maíz que empezó hace días. Olvidada. Lo que le sobró ahora tiene moho, así que lo tira. “Los botes tienen demasiada cantidad para una ensalada y terminan condenados a la basura ya que su vida útil desde la apertura es muy corta”, se lamenta. A Garrido le encanta que la fruta fresca se pueda comprar en piezas individuales “ya que asegura un precio razonable independientemente de la cantidad que compre”. Pero el resto de alimentos los compra envasados. Cuando encuentra bandejas para un comensal, son muy caras. “Por menos cantidad de comida pagas lo mismo que si compraras en formato familiar”.
“Hay que poner en valor el papel del envase”, reconoce Paloma Sánchez Pello, directora del departamento de medio ambiente de la Federación de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB). “Es fundamental para que el consumidor compre la cantidad correcta”. Según Sánchez Pello la industria trabaja para mejorar el aprovechamiento de las materias primas, pero aún tiene margen en lo que a empaquetado se refiere.
Un error muy frecuente, que también influye en que los particulares desperdicien innecesariamente, es confundir la fecha de consumo preferente con la de caducidad. La primera se refiere a la fecha en la que es recomendable haber consumido el producto y a partir de la cual pierde alguna de sus cualidades organolépticas (olor, sabor, vitaminas, propiedades) pero que sigue siendo comestible. La segunda indica el momento a partir del cual el producto podría estar en mal estado y suponer un riesgo para la salud. Un 18% de los europeos declaró no entender esta diferencia en una encuesta. En España poner una fecha u otra es decisión del productor, pero la Comisión Europea trabaja en una directiva para instaurar un doble etiquetado con fecha límite de venta y fecha de caducidad, y así evitar que se tiren alimentos que podrían haberse consumido después de su fecha preferente. Fuentes del ministerio de Sanidad aseguran que cualquier iniciativa de la UE para clarificar las fechas en el etiquetado “será bienvenida”.
Los excedentes, mejor en un Banco de Alimentos
No son pocas las empresas, que conscientes del drama del hambre, han optado por donar sus excedentes en vez de tirarlos. La red de Bancos de Alimentos de España no dan abasto para gestionar la gran cantidad de alimentos que les llega: más de 90 millones de kilos en 2011, según la federación que los agrupa. “No estamos preparados para recoger todo, necesitamos más infraestructuras, camiones, cámaras de frío”, afirma el presidente del Banco de Alimentos de Madrid, Javier Espinosa.
Pese a que el investigador y activista Tristram Stuart, autor de Despilfarro, acusa en su libro a los supermercados de rechazar el 30% de la fruta y verdura por cuestiones estéticas, Espinosa no cree que haya irresponsabilidad por parte de las distribuidoras. “No vale decir que no son solidarios, es que es muy complicada la organización”, puntualiza. En un día normal de actividad, en las naves del Banco de Alimentos al norte de la comunidad, hay una centena de voluntarios trabajando para seleccionar, organizar y repartir la comida que les llega, aunque sea febrero y el frío siberiano agarrote las manos.
En el departamento de clasificación, tres personas ataviadas con mono azul inspeccionan las mermas que les llegan, es decir, todas esas latas abolladas o cajas de puré medio rotas que no se pueden vender. “¡Pero la comida está en perfecto estado!”, indica una de las voluntarias. Montones de productos con marca o arroz, leche, cebollas, mandarinas, muchas mandarinas, llenan las interminables estanterías del almacén. Así, sí.
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