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TRIBUNA SANITARIA
Tribuna
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Salud pública: la brújula y el calendario

La creación del Sistema Nacional de Salud lleva implícito el germen de sus problemas

Cuando en los años sesenta y setenta del siglo XX se creó el grueso de la red hospitalaria, la sanidad pública en España dio un enorme salto cualitativo. El cambio en el ejercicio de la medicina basado en la formación de especialistas mediante el sistema de residencia inspirado en el modelo de EE UU significó pasar del autodidactismo y la mediocridad general a la medicina moderna y poder compararse con el de los países occidentales avanzados. Ello sin olvidar que el posterior desarrollo de la red de centros de salud, acercó una correcta atención sanitaria a toda la población.

La organización del sistema sanitario público llevaba en su seno los gérmenes que lo herirían de gravedad. Algunos no previsibles, otros sí. Así, en primer lugar, no se atisbó que la medicina pudiera llegar a convertirse en un bien de consumo. La idea de que la salud es un derecho universal, ilimitado y gratuito prendió con facilidad. Como consecuencia, se trivializaron las visitas a los consultorios y servicios de urgencias, los motivos de consulta llegaron al absurdo y el consumo de fármacos creció sin medida. Aunque el turismo sanitario también aumentaba cada año y las cifras globales eran cada vez más preocupantes, las Administraciones miraron para otro lado. Junto a la gratuidad del acceso, los usuarios, salvo pocas excepciones, dejaron de valorar lo que recibían. La masificación de la demanda incrementó enormemente la burocracia y obligó a aumentar las plantillas del personal sanitario que, a pesar de todo, aguantó la avalancha en demasiados casos con contratos muy precarios.

En segundo lugar, la idea mágica de la vida y la oferta tecnológica convirtieron los aparatos en protagonistas. La palabra, las manos y el fonendoscopio perdieron valor para los usuarios, necesitados de escáneres, resonancias magnéticas y endoscopias de todo tipo. La fe en las máquinas y la ausencia de cualquier freno potenciaron la hipocondría y la demanda de exámenes innecesarios.

En tercer lugar, no era fácil prever que los avances científicos iban a permitir diagnosticar y tratar muchas más enfermedades, con el incremento paralelo en el gasto tecnológico y farmacológico. Como tampoco se atisbó el envejecimiento de la población y el aumento de enfermedades crónicas, ingresos hospitalarios y tratamientos gratuitos durante décadas e independientemente del peculio del paciente.

En 10 años se han importado 43.000 médicos"

En cuarto lugar, no se consideraron las necesidades de médicos que íbamos atener, dándose la paradoja de que muchos buenos estudiantes no han podido acceder a las facultades de Medicina, mientras en los últimos 10 años se han importado 43.000 médicos extranjeros, la gran mayoría sin ninguna especialización.

Finalmente, las políticas de personal y de gestión fueron, y siguen siendo, suicidas. Recordemos que la Ley General de Sanidad de 1986 significó, además de burocratización e hipertrofia de la gestión, el derroche de recursos y, junto a algunos aciertos, la pérdida de poder de decisión del médico. Los estamentos no médicos pasaron a tener sus jerarquías, en general más reivindicativas que colaboradoras, y el médico pasó a ser “uno más”. En muchos caso, el sistema estatutario-funcionarial degradó los hábitos, facilitó el absentismo y la elusión de responsabilidades. La funcionarización llevó a la homogenización, a la injusticia inherente al llamado igualitarismo, a la pobreza intelectual, la merma de calidad y la falta de referentes éticos y profesionales. No es exagerado decir que en demasiados casos el esfuerzo, el sentido del deber yla labor bien hecha han perdido valor.

Muy probablemente, pocas profesiones en España ha sufrido un descalabro semejante a la medicina en los últimos 30 años, y ello con el silencio de sindicatos profesionales, colegios de médicos, facultades de Medicina y academias. Y, si a todo lo anterior añadimos el nombramiento de directores, coordinadores, jefes y mandos intermedios por criterios espurios y el dislate de 17 sistemas sanitarios inconexos, es lógico que hayamos llegado a la grave situación actual.

Guste o no guste, ha de ponerse coto a tal demanda"

Y, sin embargo, la sanidad pública funciona...aún. No solo porque los medidores de opinión la pongan arriba en la consideración de los españoles. Sino, sobre todo, porque en un ambiente hostil, todavía muchos médicos de cabecera saben prescindir de burócratas, protocolos y ordenadores para escuchar, desbrozar y resolver a diario infinidad de problemas médicos y no médicos. Porque muchos médicos de urgencias se desgastan a diario con hipocondríacos y desocupados que consumen su energía para detraérsela del enfermo real, del que necesita sus cinco sentidos para precisar un diagnóstico o indicar un tratamiento. Y porque muchos médicos de hospitales, a pesar de verse obligados a utilizar programas informáticos muy mejorables y perder tiempo en labores propias de auxiliares administrativos, aún mantienen el hábito del estudio y un alto nivel profesional.

Debemos evitar la deriva hacia la nada. Como la belleza o la inteligencia, la salud no es un derecho. A lo sumo, un bien a conservar o ayudar a recuperar cuando, antes o después, se pierde. La atención sanitaria no puede ser libre, porque nada valioso puede serlo. Cuando la oferta es gratuita la demanda tiende al infinito y la sanidad pública de un país adocenado y envejecido como el nuestro, debe defenderse del abuso.

Guste o no guste, y más bien antes que después, ha de ponerse coto a tal demanda, sencillamente porque los recursos nunca llenarán un pozo sin fondo. A pesar del grave momento actual, muchos españoles lo asumen. La didáctica es fundamental y los ciudadanos deberán concienciarse de que todo lo que consumen, cuesta.

No podemos seguir creyendo en la magia. Junto a la poda de burocracia y la selección de las jerarquías por criterios deconocimientos, valía, dedicación y ejemplaridad, es necesario el llamado copago. Sin duda, y nunca mejor dicho, pagarán justos por pecadores; pero, procurando evitar injusticias y una vez estudiados los modelos asentados en países próximos, aquí deberá implantarse un método que evite el derroche en lo superfluo para que pueda proteger en lo esencial. Y quizá no fuera mala idea que lo ahorrado se dedicara a investigación científica.

Por otra parte y por su repercusión directa en la sanidad, debe corregirse el disparate actual de la educación pública hacia las ideas clásicas de trabajo, sentido del deber, orgullo de la labor bien hecha, respeto bidireccional, justicia y libertad. La educación como la medicina no son actividades democráticas, sino jerárquicas. Es esencial seleccionar bien a los que enseñan y a los que dirigen. Como escribió Marañón, “nada de lo que ocurra en el mundo realizará el sueño de la igualdad, porque nada podrá igualar los deberes de cada ser humano. Y es el deber y no el derecho lo que marca las diferencias esenciales y las categorías entre unos hombres y los otros”.

Asimismo, tras observar la evolución de nuestra pirámide de población, debemos favorecer la natalidad y estudiar cómo se puede atender dignamente en su domicilio, en residencias o en centros básicos, a un número cada vez mayor de ancianos, sin que lleguen a ocupar gran parte de las camas de los hospitales de tercer nivel.

Por otro lado, es necesario calcular bien el número de especialistas que España va a necesitar y formarlos bien. Como también se debe descargar al médico de labores burocráticas y revisar el culto a la informática, no solo por costoso y su demostrado fracaso en otros países como Inglaterra, sino por su repercusión negativa en la forma de ejercer la profesión y, por ende, sobre el enfermo.

Finalmente, muchos españoles deben decidirse a actualizar un calendario detenido hace setenta años. En este, como en tantosotros problemas, la solución no ha de venir de Europa. Hemos de cambiar el rumbo, utilizar la misma brújula y poner el reloj en hora de una vez para siempre. Sería imperdonable que nuestra sanidad pública, como tantas cosas valiosas creadas con el esfuerzo de generaciones, se fuera a pique por la desidia de unos, el egoísmo e ignorancia de muchos y la irresponsabilidad de todos. La tarea vale la pena y quizá haya lugar para la esperanza. Y es que, como escribió Unamuno, a la hora de rectificar “mañana aún es todavía”.

Santiago Prieto es médico internista del hospital 12 de Octubre de Madrid.

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