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Por qué deberíamos leer a Marina Keegan

Tenía 22 años cuando un accidente de coche acabó con un futuro brillante: licenciada ‘cum laude’ en Yale, le esperaba un trabajo en el ‘New Yorker’. Un libro recopila sus textos

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Tardé en conocer (bien) a Marina Keegan dos días. Concretamente, las cinco horas y 40 minutos que compartí con ella en dos viajes de AVE Madrid-Barcelona. En los dos lloré. Primero, junto a un simpático treintañero con gafas de metal redondas que no se desprendió de su Ipad en todo el trayecto. Ni se enteró de los lagrimones que caían por mi cara mientras me aferraba a un libro amarillo supuestamente inofensivo, con una portada de una pelirroja despierta y con un abrigo amarillo vibrante. Dos semanas después me tocó llorar junto a una atractiva rubia que llevaba las mismas zapatillas que yo y (hacía ver que) leía a Lena Dunham mientras miraba de forma nerviosa su móvil cada cierto tiempo. No es que yo sea especialmente emocional. Es que después de leer a esta joven brillante, tierna e inconformista no serás la misma persona.

La primera vez que leí un texto de Marina Keegan fue en las páginas de la edición dominical de El País. Sabía que Alpha Decay había publicado Lo contrario de la soledad, un recopilación de escritos de una brillante joven de nosequé universidad de la Ivy League que murió justo cuando tenía todo su futuro por delante. Sabía que su último texto se viralizó poco después de su muerte y tenía curiosidad por conocer un poco más de la historia. El País publicó ese famoso discurso que corrió como la pólvora en 2012 y que tuvo más de un millón de lecturas en la web del Yale Daily News. Una avalancha de clics cinco días después de que Marina Keegan, graduada magna cum laude en escritura creativa y a la que le esperaba un trabajo en ese santuario de escritores que es el New Yorker, diese ese celebérrimo discurso. ¿La razón? Marina acababa de morir en un accidente de coche de camino a casa de sus padres en Cape Cod. Su novio, que no iba demasiado rápido ni había bebido, se durmió al volante. Su familia la esperaba en casa con langostas y tarta de fresas casera sin gluten, porque Marina era celíaca. El coche salió de la carretera y dio dos vueltas de campana. Ella murió al instante. Su novio salió ileso.

Marina posa con sus padres, Kevin y Tracy, el día de su graduación en Yale.

Cortesía de Alpha Decay

"Los padres de Marina le invitaron a casa al día siguiente y le recibieron con los brazos abiertos. Escribieron a la policía del estado para no interpusieran una denuncia contra él por homicidio involuntario porque '[a Marina] le destrozaría que su novio tuviera que sufrir más de lo que ya estaba sufriendo'. Cuando fue a juicio, los Keegan le acompañaron. Retiraron los cargos". Todo esto lo explica en la introducción del libro su mentora en Yale, Anne Fadiman. Marina se presentó por correo electrónico poco antes de matricularse en una de sus clases y le confesó que ella esperaba "impedir que muera la literatura".

Fadiman habla de una joven "brillante, amable e idealista"; pero también enfatiza en su lado "feroz, osado y provocativo". Habla de una chica que no escribía, como la mayoría de sus alumnos, como si tuviese cuarenta años. "Marina tenía veintiún años y escribía como una persona de veintiún años: veintiún años que entendían que pocos temas hay mejores que ser joven e idealista y sentirse inseguro, frustrado y lleno de esperanza". Eso es lo que te pasará cuando leas a Marina Keegan. Sentirás una envidia tremenda por toda esa elocuencia, por esa vitalidad incurable, por esas ganas de aferrarse a la vida y compartirlo con el resto del mundo. O como dijo Kevin Roose en el New York Magazine a propósito de su trabajo: "Marina no es que fuese una estudiante talentosa. Tenía talento. Punto".

Te identificarás con sus personajes de ficción, como cuando en Fría Pastoral, la historia qué narra cómo una joven se enfrenta a la muerte súbita de un medio rollo/medio novio, te explica de entrada cómo iba la cosa ("reprimíamos el impulso de contestar inmediatamente a los mensajes") o cómo se pasa la noche stalkeando el Facebook de la ex de su medio rollo/medio novio ("quise meterme en la cama, pero no podía dormir, y de pronto me vi repasando las setecientas fotos del Facebook de Lauren, hasta que me quedé traspuesta con la mano apoyada en el portátil").

En su viaje a India, que narra en ‘El arte de la observación’, uno de los ensayos de ‘Lo contrario a la soledad’.

Cortesía de Alpha Decay

La nostalgia de tu juventud te invadirá con Estabilidad en Movimiento, porque nadie podrá emocionarte más escribiendo sobre su primer coche. ("Mi coche sabe lo que le pasó a Allie en Puerto Rico, entiende la diferencia entre la forma en la que miro a Nick y la forma en que miro a Adam, y se acuerda de la primera vez que probé a hablar conmigo misma. He ensayado para audiciones, entrevistas universitarias, éxamenes orales de español y debates. De algún modo resulta reconfortante soltar tacos mientras se conduce a solas").

El retrato generacional de la juventud dividida entre la comodidad de fichar por Wall Street o descubrir las incógnitas del idealismo llegará con el imprescindible Las alcachofas también dudan. Es ahí donde Marina te conquista plenamente. Donde podría reírse con sorna de los compañeros que dicen que "quiero escribir y dirigir películas o formar parte de un grupo indie famoso", pero que que ella traduce en un enternecedor "Oxímoron aparte, percibí sinceridad en sus palabras. 'Quiero crear algo duradero y de lo que me sienta realmente orgullosa'". Por ese texto diría Harold Bloom (Keegan fue su protegida en Yale): "Hace un llamamiento vital a sus compañeros de generación para que, en lugar de malgastar su dotes en una mera profesionalización, inviertan su orgullo y exuberancia juvenil en desarrollarse como personas y en mejorar nuestra atormentada sociedad". Su optimismo demoledor y naíf te sacudirá cuando dice "a lo mejor peco de ignorante y de idealista, pero siento que puede ser cierto. Siento que lo sabemos. Siento que podemos hacer algo chulo por este mundo. Y tengo miedo de que –a los veintitrés, veintecuatro o veinticinco años– se nos olvide". Leer a Marina Keegan te partirá el corazón, porque, precisamente, te hará darte cuenta de que a ti, como ella temía, se te ha olvidado.

Puede que muchos, sin conocerla, piensen que la historia de Marina Keegan es la de una pija americana de la élite universitaria que falleció y simplemente escribía bien. Menudo drama, dirán. Pero la historia de Marina Keegan es la de una mente privilegiada. Cuesta comprender, y maravilla a partes iguales, cómo una joven que apenas pasa de la veintena puede hacer lecturas sobre el comportamiento y la empatía humana como en Por qué nos preocupan las ballenas. ("Cuando nos enteramos que una la vecina tiene cáncer, no acude todo el pueblo a su casa. Nos pasamos el día empujando y excavando y humedeciendo ballenas, y luego volvemos a casa atravesando el centro y pasamos junto a vagabundos acurrucados en bancos –arrastrados a la cuneta cual ballenas–. La luna los ha hecho emerger y boquean en busca de aire entre las alcantarillas. Ellos también se están asfixiando, pero no hay cadena humana de comida en el pueblo. No se respira la palpable urgencia, ni despegan aviones").

Marina Keegan quería trascender. Dejar huella. En Canción para los especiales lo recalca. "Quiero que lo que pienso y lo que soy quede recopilado en una antología complaciente que quepa cómodamente en algún estante de una biblioteca laberíntica". Eso lo consiguió. Lástima que su hueco sea para un único tomo.

('Lo contrario de la soledad' está editado por Alpha Decay)

De niña, en una foto familiar junto a sus hermanos.

Cortesía de Alpha Decay

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