Las esclavas sexuales al servicio de Ejército Imperial japonés y otros homenajes inesperados de ‘Pachinko’
La ficción de Apple TV pone el foco sobre varias generaciones de mujeres que la historia omitió. Engancha con empatía y ratifica que los ingleses no tienen el monopolio de los dramas históricos.
La serie Pachinko, estrenada hace unas semanas en Apple TV, me ha contado más cosas sobre el mundo interior y doliente de las mujeres coreanas que vivieron la ocupación de Japón en 1910, que todos los documentales que he visto sobre el tema. Bueno, es una manera de hablar, claro, pero es la que toca. La serie, majestuosa, basada en el libro igual de soberbio, tiene unos personajes femeninos, (con Sunja la niña, la joven, la anciana, a la cabeza), muy bien dotados, llenos de historias pequeñísimas y enormes, tiernos, potentes, poco vistos en el panorama audiovisual.
Pachinko es un drama histórico que cuenta los ochenta años de la vida de Sunja, la protagonista, y de las cuatro generaciones de esa familia coreana, que vio cómo la paz vital se quebraba en 1910, tras la invasión de Japón. La creadora Soo Hugh (The Terror) narra el periplo que recorre la familia de Sunja a través de casi un siglo, el XX, de 1910 a 1989, y rinde un homenaje a esas mujeres que la historia ha escondido u omitido tantas veces. Hugh cuenta de una manera nueva el horror, el amor, la soledad, la pesadumbre, la entereza de la protagonista femenina, que es el eje de todo, y de su entorno familiar, personal.
Todo es poesía en Pachinko, para la que hay previstas cuatro temporadas. Esta primera, de ocho capítulos, es hermosa, durísima, contundente y sobre todo, sosegada, digna de ser consumida poco a poco, para comprobar que cada gesto amagado, de las protagonistas sobre todo, encierra un mundo entero de contrariedades, de silencios y de miedos. Habíamos visto otras obras audiovisuales producidas en Corea del Sur sobre la invasión –que se alargó 35 años, hasta 1945– y sus horrores, pero pocas con la mirada puesta en las mujeres que aguantaron, que emigraron y que sufrieron, como siempre, el doble.
Ahí está por ejemplo la historia no contada en el cine (que yo recuerde) de las llamadas “mujeres confort” o “mujeres de consuelo”, las esclavas sexuales surcoreanas al servicio de Ejército Imperial japonés durante la ocupación de Corea del Sur y de China. Pese a que este asunto, su recuerdo, complicó mucho las relaciones de Japón con varios de sus vecinos asiáticos, nadie en la ficción se ha fijado en ellas, como protagonistas, más allá de meros adornos en historias bélicas de acción, de espionaje, etc. Muchas de ellas murieron en burdeles militares sin recibir nunca disculpas por parte de las autoridades japonesas. Corea del Sur reveló en 2017 la primera filmación conocida de estas mujeres.
Así que Pachinko es especial también por eso. Por poner el foco sobre lo que nadie lo había puesto antes. La serie está construida con esa estética oriental que nos está empezando ya a resultar cercana en lo audiovisual, pero que todavía podemos considerar insólita en muchos aspectos (el ritmo, por ejemplo). Basada en la poderosa novela del mismo nombre, que publicó en 2017 Min Jin Lee, coreana de origen y afincada en EE.UU. desde los 7 años, y que se convirtió en un fenómeno inmediato, te deja clavada sin remedio en el sofá, por pura empatía, por ganas de saber más, de conocer los entresijos, de entender por qué tanta infelicidad. La sinrazón de la guerra, de las ocupaciones, de las invasiones, cautivaron entre otros a Obama, que leyó el libro por recomendación de un miembro de su equipo: “Es una poderosa historia sobre la resilencia y la compasión”.
Y al igual que la novela, (cuyas más de 500 páginas devoré hace dos veranos sin remedio, bajo la buganvilla), la serie de Apple TV, que ayer viernes estrenó el penúltimo episodio de la primera temporada, tiene lirismo a raudales. Nunca paisajes tan bellos podrían resultar más desoladores. Allí vemos la Corea ocupada por los japoneses a principios del siglo XX, el Japón de los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, y el de finales de 1980. Y en esos paisajes inmensos, en esos escenarios que acompañan a los protagonistas en la adversidad, en el amor, en la tenacidad frente al horror, lo encontramos todo: la identidad, la patria, la pertenencia, el desarraigo y su dolor. Y por encima de todo eso, la resistencia. Lo dice claramente la frase con la que arrancan ambos relatos, el escrito y el audiovisual: “La historia nos ha fallado pero no importa”.
Recupero lo que dijo The New York Times sobre la novela, traducida a 30 idiomas y editada con esmero en España por Quaterni, especialista en literatura oriental: “Lee sugiere que detrás de las fachadas de personas totalmente diferentes se esconden innumerables deseos privados, esperanzas y miserias, si tenemos la paciencia y la compasión para mirar y escuchar”. Podemos decir exactamente lo mismo de esta epopeya coreano-japonesa, intimista como pocas y tan grata de ver.
Lee, la autora de la novela, columnista en diferentes medios de Corea del Sur, fue designada en 2018, una de las “diez escritoras que están cambiando la conversación social” y dedicó buena parte de su vida como escritora a componer esta novela que tituló Pachinko con una clara intención: ese es el nombre de unas popularísimas y tradicionales máquinas de juego coreanas y japonesas, algo así como nuestro pinball. Es un juego donde el azar es importante y donde el jugador apenas tiene algo que decir. Lo mismo que sucede en la vida de las mujeres protagonistas.
Ellas, las mujeres de esta historia, representan a tantas otras que se han ocultado. Amagadas, arrinconadas, solo eran dignas, trabajadoras, fuertes. Merecían esta serie, que nos las muestra por fin dándoles todo el protagonismo. Merecían esta historia audiovisual que se recrea en los detalles para explicar bien la hermosa relación paterno filial, el lazo fortísimo que une a Sunja y a su madre, y a las otras mujeres con las que convive, la inocencia quebrada, el dolor insoportable de las ausencias. Hay emociones desbordadas, (esa escena de la despedida entre madre e hija, cuando esta parte recién casada, en barco, rumbo a Japón, te rompe el corazón), y contenidas. Imágenes perturbadoras, evocadoras y unas formidables analogías visuales entre las distintas épocas que abarca la serie.
La creadora de la serie, igual que la autora del libro, se han empecinado en homenajear a las mujeres que no se rindieron teniéndolo todo en contra, y también a las que no tuvieron más remedio que rendirse. Aquellas que se quedaron en la Corea ocupada, sufriendo la invasión en sus vidas, y aquellas que se marcharon y que nunca más regresaron. Un serie rodada en Corea del Sur, Japón y Canadá, en japonés, coreano e inglés, sin que eso suponga ningún problema, con un elenco inmenso de protagonistas y secundarios, que representan a las cuatro generaciones de la misma familia y que cuenta nada más y nada menos que la historia asiática del siglo XX.
Luego está su cabecera, que es un alivio de luz y de color para la historia que nos espera, que rompe con la ropa triste y gris que nos va a dar Pachinko. Es una fantasía visual, musical, al son de ese buen grupo americano de finales de los sesenta, The Grass Roots. La canción con la que ponen a bailar a los protagonistas, Let’s Live for Today, con 15 millones de escuchas en Spotify, recuerda a los Byrds, a los Zombies, a los Monkees, a los Beach Boys, a ese pop rock posterior a los Beatles. A ese son se muestra divertida la veterana actriz Youn Yuh-jung, que interpreta a Sunja de anciana y que ganó un Oscar en 2021 por Minari. Y esa cabecera consigue que entres en la serie con el viento a favor.
Una vez allí, no se escatiman escenas duras, pero sin excesos, no hay violencia gratuita, todo se sugiere, nada es hiperbólico. Bastan un par de miradas de la protagonista para entender las desmesuras de aquella colonización, el sometimiento que sufrieron los ciudadanos coreanos. Hay una escena, ya en 1989, en la que el jefe americano de Solomon, el nieto de Sunja afincado en Nueva York, le dice, tras un momento incómodo de tensión: “Ah, sí, toda la situación esa de los coreanos contra los japoneses. ¿Por qué la gente no supera eso de una vez?”, dejando clara la falta de empatía que a estas alturas de la serie no puedes dejar de sentir.
La mujer y el arroz
La inmigración y su dureza, la discriminación racial, las divergencias generacionales… el peso de la tradición, de la opinión de los otros, los lazos entre mujeres que salvaban literalmente la vida, o cuanto menos disminuían la angustia, la zozobra vital. Para eso están las escenas culinarias, el arroz, las especias, la cebada, el ajo, los rábanos blancos, el pescado, la lonja, el mercado, el trasiego en la cocina. A través de un cuenco de arroz blanco (de poder tenerlo o no tenerlo), Lee sabe contarnos una parte de la historia familiar. Un pescado, una sopa, una arrocera de barro negro cociendo el arroz, muestra un universo entero.
Hay un momento en el que Sunja, recién llegada a Japón, a los 16 años, instalada en la casa de su amable cuñada (que será una figura clave el resto de su vida), se sienta a la mesa y descubre ese cuenco de arroz blanco que la remite a la infancia, a su madre. Ella llora y el espectador también.
Me entero en la serie que el arroz blanco estaba vetado para los coreanos durante la ocupación. Se reservaba solo, debido a la escasez, a los japoneses colonizadores. La madre de Sunja quiere ofrecerle a su hija arroz y no mijo, ni sorgo, esos sucedáneos que les está permitido a los coreanos, para la última cena antes de su partida. Acude al mercado y le suplica al vendedor que le venda dos cuencos, sabiendo que está prohibido. El vendedor se niega, “si me descubren, yo pagaré las consecuencias, le dice”. Pero ella le cuenta que no tiene dote que darle, que no tiene nada, que solo puede ofrecerle ese cuenco de arroz, preparado con mimo por ella, para que la niña se lo lleve en la boca. El vendedor se apiada de la mujer y a escondidas se lo vende. Es un escena poderosa, de amor absoluto, que te conmueve.
Cuando llega a casa lava el arroz, lo prepara con dulzura, con esmero, y se lo sirve a su hija, que llora cuando lo descubre. Sabe bien lo que ese cuenco supone. Atrás va a dejar a las mujeres de la casa y sus relaciones armoniosas, sus idas al río para ocuparse de la colada, las visitas al mercado, el amor absoluto de la madre. No volverá a su país, y ella lo sabe. Y con ella se marchan miles de coreanas que tampoco regresarán jamás al país de la infancia. Lo único que puede llevarse, en efecto, es el sabor del arroz blanco de la madre.
¿Ha llegado para quedarse la ficción coreana?
Para la directora de Consultoría de producción y contenidos de Geca, Gloria Salo, esta serie responde a una apuesta de Apple tv “por productos locales en aquellos territorios que destacan por su interés a nivel creativo o de negocio”. De hecho, se hizo con los derechos tras una batalla dura con otras empresas que también estaban interesadas en el libro (que por cierto había sido seleccionado entre los diez mejores del 2017, según The New York Times) y la serie ha posicionado a la plataforma en un lugar privilegiado en el mundo de las grandes producciones audiovisuales. “Hay una tendencia de adaptaciones literarias que se está dando a nivel global. Se busca contar historias conocidas del público con éxito en su versión literaria”.
En Corea del Sur se estrenó en noviembre de 2021 la primera ficción original hecha en Corea y de habla coreana, Dr. Brain una serie dramática de ciencia ficción basada en el webtoon del mismo título (los webtoon son historietas digitales creadas en Corea del Sur, que se publican en una sola imagen vertical para facilitar la lectura en móviles y dispositivos electrónicos). Es una muestra de la innovación audiovisual de ese país.
Según Salo, “el elemento familiar está presente en varias producciones coreanas, especialmente en las llamadas ‘chaebol drama’ que se centra en familias poderosas dueñas de grandes consorcios y conglomerados empresariales como Main de Netflix. Las relaciones familiares aparecen en producciones como Sarangui Kkwabaegi o Hyeonjaeneun Areumdawo, ambas de KBS2, un importante canal de televisión surcoreano”.
Tras la irrupción de Parásitos, que se llevó el Oscar a mejor película hace dos años, en 2021 llegó a Netflix El Juego del calamar, que revolucionó el mundo audiovisual un rato largo y nos dijo que Corea del Sur, su intención en la ficción, iba en serio. Ahora mismo, en Netflix también, la comedia romántica Propuesta laboral está en el top de lo mas visto.
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