Lynda Benglis, entre lo sólido y lo líquido para hacer una alegoría sobre el papel del agua en la vida del planeta
La obra de esta visionaria, cuyo lenguaje artístico ha definido el arte contemporáneo en el siglo XXI, se expone por primera vez en Madrid. Cuatro de sus fuentes monumentales, que exploran la tensión entre los estados líquido y sólido, pueden verse en Jardín. Banca March hasta el 29 de junio
No deja de contener una enorme poesía intrínseca la presencia del agua en una ciudad tan seca y mesetaria como Madrid en plena crisis climática: por eso la obra de Lynda Benglis resuena de una forma especial en Jardín de Banca March. Filtraciones, derramamientos, chorros, borbotones: todas esas cosas son parte esencial en el vocabulario de esta escultora estadounidense, una figura clave para comprender la deriva del arte contemporáneo a principios del siglo XXI.
Sus trabajos a menudo parecen accidentes, demasiado espontáneos para ser intencionados, y sin embargo lo son. Ha logrado esa magia gracias a un exhaustivo estudio de los materiales con los que trabaja y a su experimentación con diferentes fundiciones.
Esta artista de 84 años llegó a Nueva York en 1964, con 22 años, después de haber estudiado pintura en Nueva Orleans. Su madre, una ama de casa con vocación artística, que hacía cursos de pintura por correspondencia del Instituto de Arte de Chicago, y su padre, dueño de una empresa de materiales de construcción, fueron influencias importantísimas para ella. La madre por la vocación y el padre porque su muestrario de productos se convertiría en extraña fuente de inspiración. Los ríos, los océanos, los misteriosos lechos de las grandes superficies acuáticas con sus fangos, todo eso forma parte del universo de una mujer que se crio rodeada de agua en Louisiana. Benglis hizo su primer viaje al mar a los 11 años, cuando su abuela la llevó a la casa familiar donde ella y sus antepasados se habían criado en Grecia.
La artista ha recordado esta experiencia en varias ocasiones como absolutamente seminal: los recuerdos de sus pies cubiertos de barro en su camino a través de los pinares hacia la playa, el reflejo de las aguas al surcarlas en una humilde lancha motora, la fascinación con las algas y su luz fosforescente. Una de sus obras más conocidas, Contraband, se llama así precisamente en un homenaje a la cabaña donde su familia materna guardaba en Grecia los adminículos de pesca. La primera vez que la artista la iba a mostrar al público, a finales de los sesenta, la acabó retirando porque el Whitney Museum, institución donde está en la actualidad, no le dejaba mostrarla como ella quería: aquella superficie extraña de goma de látex que formaba una especie de lengua de lava de colores verde lima, amarillo, rojo y azul, se extendía sobre el suelo, de manera que era a la vez pintura y escultura, natural e industrial, agresiva y sensual.
Sería solo una de las primeras incursiones en un lenguaje que explora la tensión entre los estados líquido y sólido, y que alcanza su máximo apogeo en las fuentes, elementos característicos de su producción. “Siempre quise hacer fuentes. Haberme criado en un lago, cerca del agua fue lo que me llevó a querer trabajar con ella y con su movimiento”, le contaba a Andrew Bonacina en el monográfico que escribió sobre ella en 2002. “El agua fluye sobre ellas y a su alrededor. Son como erupciones que brotan de la tierra, y el agua articula ese carácter explosivo. Esto es algo que se siente en el cuerpo, la succión de la gravedad. Siempre he sido muy consciente de ello, y se manifiesta en mi trabajo, probablemente en todo mi trabajo, de una forma u otra”.
The wave of the world, creada para la Exposición Universal de Louisiana de 1984, es una de las cuatro piezas que estará en Madrid hasta el 29 de junio. Pink Lady (for Asha) (2013) es la única fuente de la exposición realizada en poliuretano. De un sorprendente color rosa fluorescente y su superficie rugosa recuerda a los montones de arena y barro expulsados por los cangrejos y crustáceos a la orilla del mar. Después Bounty, Amber Waves y Fruited Plane, tres fuentes idénticas que constituyen una única obra, hacen referencia a la idea patriótica de abundancia natural de Estados Unidos. Los dos últimos están extraídos de la letra del himno America the Beautiful. La más pequeña de las cuatro fuentes, Knight Mer, toma la forma de un crustáceo. Todas las piezas, con su fluir constante, juegan con la idea de la fuente clásica como si fuese un monumento contemporáneo a la naturaleza y una alegoría de una tierra en crisis donde el agua es el recurso en peligro.
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