Lynda Benglis: la giganta del arte estadounidense de posguerra expone por primera vez en España
La artista, azote de expresionistas y minimalistas, muestra varias esculturas en Madrid, la ocasión ideal para redescubrir una obra a contracorriente
Qué difícil es sentarse a escribir sobre Lynda Benglis… Es fácil empezar con lo obvio: que es una giganta del arte americano de posguerra y que ayudó a construir (o terminó de derribar) el romanticismo pinturero del expresionismo abstracto, el cool sibilino del minimalismo (y sus innumerables posts), la socarronería golfa del pop. Sus pares indiscutibles son Donald Judd, Robert Morris, Jasper Johns o Richard Serra. Eso nadie se lo niega a estas alturas. O no, pero un poco sí (y este podría ser el motto de su arte, y aquí empiezan las dificultades), porque su obra es menos visible y se menciona con menos reverencia que la de sus colegas masculinos. Aquí en España, sin ir más lejos, ha tenido que cumplir más de 80 años para que puedan verse por primera vez obras suyas, hasta junio, en los jardines madrileños de la Banca March, abiertos solo los viernes y sábados para la ocasión: fuentes-esculturas a la vez hermosas y perturbadoras incluso en un entorno tan imponente y tan serio.
¿Por ser mujer? Un poco sí, claro, eso siempre, pero tampoco con los años le fue rodeando el halo luminoso y casi beatífico de colegas como Louise Bourgeois o Eva Hesse. ¿Por ser como es? Un poco también: la persona, y desde luego la obra: burlona, esquiva, no etiquetable, rápida en regateos que llevan 50 años dejando a críticos y comisarios jadeantes y siempre a la zaga. A finales de los años sesenta se lanzó a derramar látex líquido y colorido sobre los suelos y las esquinas de las galerías, y a la vez (esto importa mucho) se hizo fotografiar en el acto con el mismo poderío de un Pollock al que no sabemos aún si parodiaba, plagiaba u homenajeaba. Desde entonces nadie en el mundillo pudo negarle el nervio y la calidad, pero muy pocos se lanzaron abiertamente a defender su trabajo: salpicaba, manchaba, y podía dejarles pringados en cualquier momento con una de sus mil metamorfosis.
Sus obras, sus esculturas que son pinturas, sus pinturas que son esculturas, sus vídeos, sus fotografías, tratan sobre todo del movimiento, y no han parado nunca de alterar sus escalas, sus materiales y sus técnicas. Benglis ha derramado, moldeado, retorcido, fundido, quemado, estirado o destrozado cera, caucho, látex, bronce, algodón, purpurina, alambre, pan de oro, vidrio, papel, cerámica. Y lo peor (lo mejor para nosotros, por supuesto) es que lo ha hecho siempre sin respeto, sin obedecer las leyes no escritas (y por eso mucho más férreas) del mundillo, sin consideración alguna por el buen gusto o la seriedad o el argot teórico que cada década consideraba de rigor.
Ella misma ha contado que trabajaba como asistente (secretaria, se decía entonces) en la primera galería neoyorquina que expuso sus coágulos de látex derramados por los suelos, y que parapetada en el mostrador tras la máquina de escribir pudo darse el gusto de ver a Clement Greenberg, el crítico todopoderoso del informalismo, merodear desconcertado y casi atemorizado en torno a ellos, rascarse la coronilla y alejarse al fin mosqueado por un trabajo que parecía burlarse de sus preceptos tomándolos demasiado en serio, llevando más allá de lo razonable sus exigencias de un arte que literalmente desbordaba el marco de lo establecido.
Y siendo una joven artista desconocida tuvo las agallas de retirar su obra del Whitney porque Marcia Tucker, la poderosa comisaria de la exposición Anti-Illusion (centrada en los procesos y alérgica a las intenciones estéticas) la pilló diciendo que quería ver los colorines de su obra destacando contra el frío pavimento negro del edificio de Breuer. Le ofrecieron colocar la obra en una especie de rampa de madera apartada, y ella se negó… a tiempo, eso sí, para que su obra sí apareciese en el catálogo ya impreso y su ausencia flotase sobre toda la exposición como un espíritu burlón.
La obra, claro, es reflejo de la persona: astuta pero directa, desobediente y provocadora. Pero provocadora de verdad, de las que realmente causan crisis de incomodidad y cismas entre teóricos sesudos y entre espectadores de a pie. Lo dejó muy claro cuando en 1974 publicó como un anuncio pagado de su bolsillo en la por entonces sacrosanta Artforum la que acabó volviéndose, para bien o para mal, su obra más famosa: un autorretrato muy hardcore (procaz se queda corto) que imitaba las poses y la estética de las revistas porno y la mostraba desnuda, desafiante, lubrificada y quinqui, enarbolando un dildo descomunal que parecía brotar de su vello púbico.
La foto es a la vez famosísima e infame: las directrices editoriales de The New York Times no permiten reproducirla en sus páginas ni siquiera en 2024, y levanta ampollas y silencios incómodos, al parecer, cuando se muestra en clase a alumnos de historia del arte ya curados de todos los espantos. En su momento provocó protestas airadas de los propios editores de la revista. Rosalind Krauss, la papisa de la escultura posmoderna, dimitió para fundar la más estricta y ortodoxa October y dijo que “convertía en putas” a los críticos de Artforum. Llegaba en plena segunda ola del feminismo y en plena cruzada contra la pornografía patriarcal, y dividió al movimiento. ¿Aquello era una burla feminista del porno, o una burla porno del feminismo? Seguimos sin saberlo, pero quizá dio en el clavo su paisano sureño Tennessee Williams, que ya más allá del bien y del mal aceptó escribir años más tarde sobre ella para un catálogo, sin casi conocerla y muy lejos de las trifulcas teóricas del mundillo del arte neoyorquino. Era una pareja inopinada, sí, pero no tanto, porque caló a Benglis a la primera: “Todo arte comete siempre una indiscreción”, escribió aprobadoramente, y nunca está de más acordarse de algo a la vez tan simple y tan espinoso como la propia obra de Benglis.
‘Fuentes’. Lynda Benglis. Jardín de la Banca March. Madrid. Hasta el 29 de junio (solo viernes, sábados y el primer jueves de cada mes).
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