El legado de Claude Montana: ¿por qué se lee como empoderante, libre del fetichismo sexual original?
Claude Montona, el creador que una vez se puso el mundo por hombreras, falleció ayer en París convertido en un fantasma que apenas reconoce la moda actual. La poderosa silueta que propugnó en los años ochenta y definió las hechuras de la supermujer, sin embargo, domina hoy las pasarelas.
Hacía tiempo que en París se hablaba bajito de Claude Montana. Con cierta reverencia, pero bajito. “¿No irás a decir nada malo de él, verdad?”, contaba la periodista y biógrafa de celebridades Natasha Fraser-Cavassoni que le inquirían con insistencia sus fuentes cuando quiso entrevistarlo, en 2013. Una conversación que finalmente publicaría Vanity Fair. Fue la última vez que hubo constancia profesional del diseñador, celebrado en una retrospectiva de su trabajo por Didier Ludot, rey del vintage de luxe parisién, y recuperado para el oficio por su colega Éric Tibush, en cuya colección de alta costura otoño-invierno 2013 contribuyó con la creación de tres modelos. “Soy Claude Montana y hago lo que me da la gana”, proclamó entonces. La noticia de su muerte, ayer viernes en un hospital de la capital francesa, también se comunicó bajito. Tenía 76 años.
Para ser uno de los creadores que más ruido generó en sus días de gloria, el silencio que lo rodeó en las últimas tres décadas, o casi, resultaba un clamor. Cierto que desde su retirada, en 1997, jugaba a ser la Greta Garbo de la moda. El fantasma del Palais Royal, le decían, que no salía de sus aposentos en el 1er arrondissement. Hace un lustro, la boutique electrónica de reventa Byronesque y la plataforma Farfetch se aliaron para despachar una colección cápsula que recreaba una decena de sus diseños más emblemáticos, datados entre 1979 y 1994, que tampoco fue a parte alguna. Y eso que Alicia Keys lució una de las piezas en la gala de los Grammys 2019, venía avalada por Gareth Pugh y se publicitó con un corto producido por Nowness. En los apenas cinco minutos del metraje, colaboradores, amigos y admiradores como el sombrerero Stephen Jones, la modelo Yasmin Le Bon y el músico Nick Rhodes (Duran Duran) hablaron por él. Ensalzado en su momento por Alexander McQueen, Olivier Theyskens, Riccardo Tisci o Marc Jacobs –su colección de otoño-invierno 2018/19 fue un homenaje nada indisimulado–, para el caso la irrelevancia hacía tiempo que se había cebado con él. Lo reconocía en una rara entrevista concedida a la revista francesa Gala, en 2016: “Me han olvidado”, lamentaba.
Cuesta creer que el ideólogo de la silueta con más predicamento en las pasarelas desde hace al menos siete u ocho años no gozase del mismo alcance que otros de su generación. Y, sin embargo, del triunvirato que definió a la supermujer de los ochenta y principios de los noventa, su nombre es el que menos suena. Mientras el crédito de Azzedine Alaïa (muerto en 2017) y, sobre todo, Thierry Mugler (desaparecido en 2022) no ha parado de revalorizarse, a Montana casi ni se le echan cuentas, apenas un susurro al evocar aquellas glamazonas de sexualidad feroz que dominaron la moda cuatro décadas atrás. Armadas de hombros que ni los de un quarterback, con ellas el creador dio carta de naturaleza al llamado power dressing, estilo luego sinónimo de indumentaria empoderante, aunque en origen respondía en realidad a premisas más eróticas, fetichistas incluso. Amazonas, sí, pero inútiles para otra cosa que no fuera exudar glamour. Sus espaldas con forma de triángulo invertido, exageradamente ancho por arriba gracias a las hombreras y estrechísimo a la cintura y caderas, nunca llamaron sin embargo a engaño, desde luego no en su época. He ahí la cuestión: Montana masculinizó a las mujeres porque, en realidad, no le gustaban.
“Cuando lo conoces tienes la sensación de que le han hecho mucho daño. Hay cosas del pasado que aún le duelen y no ha podido superarlas. Se acuerda de todo”, relataba una periodista estadounidense en 1990, al hacerse eco del fichaje de Montana por Lanvin. Es verdad que su experiencia vital no fue fácil: nacido en París, en 1947, hijo de exiliados –una alemana y un empresario textil catalán, su apellido paterno era en realidad Montamat– en una sociedad xenófoba, huyó de casa siendo adolescente ante la incomprensión de sus muy burgueses progenitores. Malvivió en el Londres de finales de los sesenta, creando bisutería de papel maché en el que incrustaba pedrería de cristal y plástico (el papel era higiénico, el único que le permitía pagar su economía), hasta que su paisano Olivier Echaudemaison, entonces estilista del Vogue británico, se fijó en él y consiguió colocarle sus piezas a distintos distribuidores. De vuelta a París, se pone a las órdenes del diseñador danés John Voigt como cortador en la marroquinería Mac Douglas, y se desata. Su pasión por el cuero empieza ahí, no solo para trabajarlo –hizo de la piel su marca de la casa–, sino también para vestirlo. Las primeras noticias de sus legendarias batidas nocturnas por el circuito gay parisino, Saint-Germain-des-Prés adelante (el Drugstore, el Lipp, Les Deux Maggots, cuando aparecía por la puerta se hacía el silencio, contaban), datan de entonces, solo o en compañía de Thierry Mugler, con quien compartía apartamento. Terminaron odiándose.
Cuando lanza su firma, en 1979, ya es un personaje con tirón popular. Lo provocativo de sus creaciones, de líneas agresivas y andróginas, lo pone en el punto de mira con el cambio de década y el consiguiente vuelco sociocultural. Superada la fiebre Halston, los estadounidenses vuelven la vista a París en busca de sangre fresca y lo que ven les fascina: una mujer exuberante, opulenta, encuerada viva y de proporciones descaradas. Además de en volumen, Montana arriesga también en color (el azul cobalto será otra de sus señas de identidad) y en Saks Fifth Avenue y Bergdorf Goodman sus creaciones vuelan de los percheros. Pionero en convertir los desfiles en espectáculos a mayor gloria mediática, había tortas por conseguir una invitación. Quienes tenían el privilegio de acceder a ellos, lloraban, embargados por la emoción. O eso contaban las crónicas. En su cuartel general de Les Halles, entre los prostíbulos de la Rue Saint Denis, se visten Grace Jones, Diana Ross, Inés de la Fressange y Cher. Diez años después, encumbrado, en Dior lo requieren para remplazar a Marc Bohan. Dice que no, provocando casi una crisis de estado (su negativa le abrió la puerta a Gianfranco Ferré, un italiano, y no sentó especialmente bien entre los franceses). Sin embargo, acepta la oferta de Lanvin al año siguiente, eso sí, solo para diseñar las colecciones de alta costura, “para mí, el símbolo de mayor libertad [creativa]. Por fin tendré el poder de dar rienda suelta a mi imaginación, sin estar sometido a las restricciones de la producción en masa”, declaraba. Endiosado, Clau-Clau, como lo jalea su corte, pierde el rumbo. Y encima le sobreviene la tragedia.
El suicido de su esposa, la modelo estadounidense Wallis Franken, en junio de 1996, supuso el principio del fin. Se habían casado tres años antes (aunque su relación platónica como diseñador y musa se remontaba tres lustros atrás), un matrimonio de conveniencia, claro, tramado para que ella pudiera heredar el patrimonio de él, en caso de desgracia eventual. El tiempo que pasaron juntos como marido y mujer fue un calvario para Franken –de la que se decía que estaba realmente enamorada, a pesar de la homosexualidad declarada de Montana–, con altercados regados de alcohol y cargados de drogas prácticamente a diario y sometida a maltrato psicológico sistemático por el diseñador: vieja, fea y gorda era lo más suave que la llamaba, también en público. Terminó saltando al vacío por la ventana de la cocina de su casa, tres pisos hasta estrellarse contra la acera. La policía parisién certificó la autolisis; no había señales de autodefensa, pero llaman la atención los desgarrones en su camisa, que señalan a una pelea violenta. El rumor no tardó en prender: ¿quién empujó a Wallis? Según algunas fuentes, el creador, ave nocturna, no se encontraba en su domicilio la noche de autos. Montana no volvió a hablar de ella tras el suceso, las preguntas al respecto en sus entrevistas posteriores quedaron proscritas.
Ese mismo año, el diseñador salía de Lanvin con el rabo entre las piernas, dejando unas pérdidas para la que fuera santo y seña seminal de la alta costura cifradas en 50 millones de dólares. El problema es que, en su propia casa, la situación iba de mal en peor: incapaz de gestionar un negocio que, amén de las colecciones de prêt-à-porter femeninas y masculinas, arrastraba una línea de perfumes y varias licencias (siempre se resistió a contratar un director ejecutivo que pusiera orden, convencido de que solo él podía tirar de su carro), en 1997 se declara en bancarrota y echa el cierre. A pesar de haber relajado las siluetas y de incorporar el punto y el cashmere para aligerar su propuesta, la venta de sus creaciones cayó en picado, incluso en Estados Unidos. Su resistencia a adaptarse a los nuevos aires que ventilaban las pasarelas, con el minimalismo por un lado y el grunge por otro, acabó por pasarle factura. En 2000, vendió finalmente su etiqueta al empresario Jean-Jacques Layani, que mantuvo la venta del perfume homónimo y otras líneas de producto bajo el paraguas Montana Trademarks durante un tiempo. Y después, el silencio.
“Siempre está angustiado, es un rasgo característico de su carácter”, reconoció en cierta ocasión su hermana pequeña, Jacqueline. Directora de publicidad y mano derecha del diseñador, hay quien señala su fuerte ascendente sobre él como responsable, al menos en parte, de su extraño y reclusivo comportamiento. El que una vez fuera robacorazones del gay Paris, chico de póster de la sexualidad pre-sida (la misma que destilaban sus creaciones), terminó sus días como un fantasma. Un espectro que le cuesta reconocer incluso hoy a la moda. Ni su muerte ha sacudido las redes sociales como las de Mugler o Alaïa. Solo queda esperar a que la celebridad de turno aparezca luciendo en alguna alfombra roja un Montana histórico –no está fácil, no hay archivo oficial– para que Claude Montana vuelva a salir a hombros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.