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Instagram: ¿Otra manera de filtrar el mundo?

¿Por qué Instagram se ha convertido en un fenómeno de masas adictivo? Porque se rige por un principio básico: actuar sobre las emociones.

Instagram
@murcielagillo

Ha cambiado la manera de ver el mundo y la forma de comunicarnos. Sea cual sea su devenir, Instagram, la famosa aplicación móvil, pasará a la historia. Pero como en otros casos de éxito, la polémica la rodea. Una lucha de métricas se ceba en estos días con la plataforma de fotografías. Los datos: ha pasado de 12,4 millones de usuarios activos al día (en diciembre) a 3,7 millones en enero, según la herramienta de medición AppStats. ¿Un éxodo como afirman algunos medios? No, la confusión se debe a la maraña de variables; en septiembre pasado, Instagram aseguró tener 100 millones de usuarios registrados (un dato que no se puede comparar con el tráfico diario, nada que ver). La compañía contratacó el pasado 17 de enero con más estadísticas: 90 millones de usuarios activos al mes, 40 millones de imágenes subidas al día, miles de comentarios y 8.500 Me gusta cada segundo. «Son cifras de buena salud, el tráfico mensual aumenta porque crecen los usuarios registrados. La bajada en el número de usuarios activos diarios solo demuestra que empleamos la herramienta de una manera más esporádica», matiza Javier Zamora, profesor de Sistemas de Información del IESE Business School.

Desde la conocida como crisis de la política de privacidad, desencadenada el 17 de diciembre de 2012, le han crecido los enemigos. Ese día Instagram anunció cambios que pusieron los pelos de punta a los instagramers: se abría la veda comercial y se daba la posibilidad a terceros de explotar las fotos (y a la plataforma de cobrar por ello). Permitía, por ejemplo, que una marca usara imágenes en anuncios. Según los expertos, estas medidas se deben a las nuevas presiones que recibe Instagram desde que Facebook la compró en abril de 2012. «Cuando una start-up se integra en una empresa pública, los inversores no quieren que baje la cotización de la acción», recuerda Zamora.

«Este episodio recuerda que el entorno en el que moldeamos nuestra identidad es un negocio; lo que ataca la cualidad íntima de estas redes: la sensación de privacidad», resume Yus. «Entiendo que quieran ser rentables, lo que no comprendo es que lo intentaran hacer sin contar con mi visto bueno. Ya no me siento cómodo en una plataforma que intentó explotar mis imágenes», explica a esta revista Ben Lowy, un premiado fotógrafo de guerra de The New York Times que firmó un reportaje sobre el conflicto de Afganistán con el móvil. Y añade: «Si hubieran contemplado la posibilidad de pagarme, me habría quedado». Lowy se ha mudado a EyeEm, para muchos la sucesora de Instagram (hay otras candidatas, como Starmatic o Pinterest).

Otros muchos se han quedado finalmente porque Instagram, el 21 de diciembre de 2012, solo cinco días más tarde de anunciar su política de privacidad, rectificó por una presión más fuerte que la de los propios empresarios: la de su comunidad de usuarios. Pero, a pesar de los vaivenes y las polémicas, la de Instagram es una trayectoria de éxitos, cifras rimbombantes y crecimiento meteórico. Eso es innegable. A los 10 meses, la aplicación sumaba más de 200 millones de fotos –para hacernos una idea, Flickr, la plataforma de fotos online, tardó dos años en sumar 100 millones–; en un año, 14 millones de usuarios; en 2011, varios premios a la mejor aplicación, y en abril de 2012 sorprendió con una compra sin precedentes en el mundo de las start-ups: Facebook pagó mil millones de dólares (763, 4 millones de euros) por ella.

No era la primera, ni será la última herramienta virtual para compartir fotos. Sus antecesoras –Fotolog, Flickr– dejaron el pabellón alto. Ambas pertenecen a la era del 2.0. Con el advenimiento de los smartphones (del iPhone 4 con su cámara de 5 megapíxeles), Instagram era lo que el mundo esperaba. La aplicación nacida en 2010, permite tratar y difundir imágenes con el móvil. Su secreto: unos sencillos y atractivos filtros que personalizan y mejoran cualquier instantánea, aunque esté mal enfocada y encuadrada. Lo salva todo, es el rey del retoque. Adiós botones inútiles, tipografías molestas, herramientas farragosas. Sus creadores se esforzaron por convertirla en un juego para niños. Esa es su clave. «La separación entre amateurs y profesionales es difusa, es el fenómeno ProAm [de profesional y amateur]. El coste de producción es nulo, Instagram es gratuita», plantea Zamora. También es la reina de la instantaneidad y la integración. Basta con fotografiar, pasar el filtro y dar a un botón para compartir en varias redes (Instagram, Twitter, Facebook). «Es como el resto de las plataformas sociales, da una sensación de conectividad, una conciencia ambiental, como la llama el periodista Clive Thompson», razona Francisco Yus, profesor de la Universidad de Alicante y experto en Internet.

Claro que tiene sus peros: se inscribe en una corriente muy desarrollada en el siglo XXI, la de la ley del mínimo esfuerzo. Participar en Flickr requiere pericia; se comentan imágenes y se perfecciona la técnica. Instagram sirve para subir fotos de perros, gatos, recetas… No hace falta retocar con programas como Photoshop. Las aplicaciones producen rápidamente, dan la sensación de crear arte… pero darle a un botón no lo es; ¿o sí? Las fotos de este reportaje, los profesionales que coquetean con la aplicación y las nuevas categorías de concursos demuestran que sí: Instagram va más allá.

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