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Siete hijos y miembro de la orden que inspiró ‘El cuento de la criada’: las sombras de Amy Coney Barrett, la ‘elegida’ de Trump

Pocas personas podrían representar mejor todo lo contrario al espíritu e ideas de Ruth Bader Ginsburg. Barrett, madre de siete hijos, tiene la bendición de la ultraderecha, es contraria al aborto y se define como “orginalista” porque trata de aplicar en sus sentencias la Constitución según la intención original de quienes la redactaron en 1787. 

«Presentaré un nominado la semana que viene. Será una mujer». Habían pasado apenas 24 horas desde la muerte de Ruth Bader Ginsburg, la jueza del Tribunal Supremo de EEUU convertida para muchos en icono feminista, y Donald Trump dejaba claro su mensaje: su sustituta sería también una mujer. El tono tajante y el contenido del anuncio parecían querer calmar los ánimos entre quienes se lamentaban por lo que representaba Ginsburg para este órgano, mientras miraban con preocupación al futuro del tribunal. Los más optimistas incluso pensaron que Trump se salía de su habitual línea ideológica, la más convencional y misógina dentro de los republicanos.

Pero la premura con la que actuó Donald Trump obedecía, sin embargo, a otros motivos: consciente de la importancia que tiene el Tribunal Supremo como intérprete máximo de la Constitución de EEUU, y de que muchos de sus votantes confiaban en que durante su mandato este órgano diera un giro conservador, Trump no podía perder un solo día si quería nombrar una sucesora vitalicia antes de las elecciones –el proceso consta de tres fases y puede tardar hasta 100 días en ejecutarse–. 

Cuando el sábado 26 de septiembre presentó en los jardínes de la Casa Blanca a la jurista católica Amy Coney Barrett como candidata, se confirmaba que la frase “será una mujer”, pronunciada una semana antes, era quizá uno de los datos menos relevantes –aunque uno de los más sintomáticos– sobre una elegida que Trump ya tenía en mente. Pocas personas podrían representar mejor todo lo contrario al espíritu e ideas de Ruth Bader Ginsburg que Coney Barrett. Bastaría con decir que ha recibido la bendición de las bases republicanas más conservadoras y ultraderechistas: tiene una fuerte postura antiinmigración, es contraria al aborto y se define como “orginialista” porque trata de aplicar en sus sentencias la Constitución según la intención original de quienes la redactaron en 1787. 

Uno de los titulares más terroríficos que recorrió la prensa estadounidense (News Week, Reuters, ABC News) en los últimos días apuntaba que la organización conservadora y cristiana a la que Coney Barrett ha pertenecido durante gran parte de su vida, llamada People of Praise, tenía escritos en los que se calificaba a las mujeres de clases sociales inferiores como “criadas”, lo que habría servido a Margaret Atwood de inspiración para escribir su famosa distopía. En El cuento de la criada estas visten de rojo, son violadas y tienen un papel reservado para la procreación de bebés, que después del parto son entregados a las mujeres ricas, las esposas de los comandantes. Sin embargo, hace tan solo cinco días, Atwood fue interrogada por el tema y aclaró en National Review que no fue exactamente esta organización la que utilizó como referente, sino otra con características y un nombre similar. Pero estos acontecimientos son sintomáticos del miedo a los retrocesos en la libertad sexual de las mujeres que suscita Coney Barrett. Un miedo que sí es real y está justificado. 

“Más que una erudita y juez estelar; también es una madre profundamente devota», esgrimió el presidente durante su presentación. De confirmarse su entrada, se convertiría en la mujer más joven con un asiento en el alto tribunal (48 años) y también en la primera que lo hace siendo madre con hijos menores de edad a su cargo (tiene un total de siete, de 8 a 19 años). La experta Lara Bazelon calificaba su elección como “cínica e insultante” en The New York Times, y advertía que “el mensaje para las mujeres es claro: ¡No hay nada que ver aquí, señoras! Una de vosotras es tan buena como cualquier otra”. Bazelon habla en este texto en boca de muchas mujeres estadounidenses que ven el anuncio explícito de una mujer sustituta como un cálculo rastrero e hipócrita del presidente. “El hecho de que la candidata del presidente Trump sea una mujer no importa si no apoya las causas de la larga lucha por la igualdad de género que defendió la jueza Ginsburg”.

Es fácil llegar a esta conclusión cuando la misoginia de Trump nunca ha sido un secreto para nadie. Al presidente que cree tener potestad para “coger a las mujeres por el coño por ser famoso” y que se atreve incluso a sexualizar y cosificar a su propia hija –“ya he dicho que, de no ser Ivanka hija mía, a lo mejor saldría con ella”– más bien se le dejan pasar estos episodios, o incluso se consideran graciosos, una parte más de su personalidad campechana. Pero sería un error pensar que la elección de Coney Barrett es una burla hacia el feminismo y las mujeres que admiraban a Ginsburg, un gesto tan provocativo como ideológicamente vacío; más bien parece que su estrategia responde a una la convicción de que el imaginario reaccionario de corte antifeminista estará mejor representado por Barrett que por cualquiera de sus homólogos masculinos.

Donald Trump y Amy Coney Barrett.
Donald Trump y Amy Coney Barrett.Getty (Getty Images)

No es un fenómeno nuevo. Si tomamos como ejemplo algunos países europeos, vemos como la tendencia electoral que en los últimos años está girando hacia la ultraderecha va acompañada de una mayor presencia de mujeres líderes en estos partidos políticos conservadores. A pesar de que los factores son múltiples y diversos según la localización, parece claro que parte del electorado femenino se está movilizando gracias a esta renovación de la imagen femenina –que no feminista– en la extrema derecha. El ejemplo más paradigmático es el de Marine Le Pen en Francia, que tras sustituir a su padre y suavizar las consignas xenófobas y nacionalistas del Frente Popular, consiguió aumentar de manera significativa el apoyo al viejo partido, en parte, gracias al voto de las mujeres francesas. Ya en 2012, durante su primera campaña electoral, el resultado de la candidata fue muy similar entre hombres y mujeres. Jean-Marie Le Pen, sin embargo, solía registrar cinco o seis puntos de diferencia entre ambos. A partir de aquí y consciente de esta ventaja, Marine Le Pen ha ido feminizando su imagen y sacando a coalición siempre que puede su condición de madre divorciada: en la última campaña se autoproclamó la “candidata de las mujeres”, cambió sus habituales pantalones por una falda y en el vídeo oficial para la segunda vuelta la vemos presentarse como “madre, abogada y patriota”. 

¿Significa esto que las mujeres están dispuestas a votar a un partido de ideología contraria simplemente porque haya una mujer al frente? ¿O que las decisiones polémicas del Tribunal Supremo serán mejor recibidas si cuentan con los votos favorables de Barrett? No, por supuesto que no. De hecho, el crecimiento de la ultraderecha ha tenido también como principales opositoras a las mujeres: si tenemos en cuenta el cómputo general, tanto en EEUU como en Europa, ellas votan en mucho menor porcentaje que ellos a la extrema derecha; y a su vez, son también las primeras en advertir sobre el peligro de los extremismos. Por ejemplo, continuando con el caso francés, vemos como las mayores movilizaciones contra la candidatura de Le Pen en las últimas elecciones estuvieron protagonizadas por el movimiento feminista. Sin embargo, lo que sí permiten deducir estos datos es que el electorado femenino que se sitúa ideológicamente en la derecha o la extrema derecha, cada vez más activo, hoy encuentra en estas líderes –casi siempre mujeres blancas, madres y católicas– un modelo a seguir, una referente con el que identificarse y compartir valores. 

Desde Amy Coney Barrett hasta Marine Le Pen, la lista no es corta: Alice Weidel en Alemania,  Beata Szydlo en Polonia, Siv Jensen en Noruega, Giorgia Meloni en Italia o Pia Kjaersgaard en Dinamarca. Todas son líderes de partidos situados más allá de la derecha conservadora tradicional, pero también representan diferencias de base con el neofascismo o la Alt-Right estadounidense. Principalmente porque estas corrientes –aún vivas en partidos como Amanecer Dorado en Grecia– se basan en la adoración del hombre soldado y su papel como mujeres no podría ser más que el de madre y esposa. Sus perfiles son más retorcidos: navegan entre las tesis más reaccionarias sobre el papel de la mujer en la sociedad y las premisas fundamentales de un feminismo neoliberal que apuesta por la meritocracia, el emprendedurismo y la igualdad de oportunidades. Es desde esta ambigüedad que pueden llegar a ampliar y definir la base de un electorado femenino cada vez más radicalizado que, sin embargo, no puede ignorar algunos derechos que las mujeres ya han conquistado.

De hecho, si la ultraderecha se ha visto forzada a estos cambios para prosperar, también ha sido porque ellas han encontrado en partidos con estructuras patriarcales una forma de seguir ejerciendo el poder siendo mujeres: separando a unas de otras. Cuando Marine Le Pen dice que es la presidenta de las mujeres, únicamente se refiere a aquellas blancas, con pasaporte francés y mejor si son madres. Es por esta razón que desde los sectores feministas se la acusa de utilizar la defensa de los derechos de la mujer como pretexto para su creciente islamofobia y xenofobia. 

El ejemplo más flagrante de la contradicción que supone para una mujer estar al frente uno de estos partidos probablemente sea el de Alice Weidel. Líder del partido nacionalista y de ultraderecha Alternativa para Alemania (AfD), a quien calificaron en televisión como una “zorra nazi” después de su alegato contra la corrección política. Weidel tiene 38 años, es lesbiana, vive con la directora de cine Sarah Bossard y sus dos hijos y se declara feminista; mientras se opone al matrimonio homosexual y descalifica como “ideología de género” a quienes proponen que la educación sexual sea enseñada en los colegios. Aunque quizá su mayor empeño está detrás del lema “Alemania first”, haciendo un guiño a Trump: cree que el problema principal de Europa es la inmigración, criminaliza el Islam y pretende prohibir el velo de las mujeres en espacios públicos. 

Puede que Margaret Atwood no se inspirase directamente en la historia de People of Praise, y mucho menos podía anticipar el modo en que la extrema derecha se extendería por toda Europa, pero el paisaje que nos deja la reciente elección de Amy Corey Barrett no es muy distinto a esta división entre esposas y criadas. El cuento de la criada puede leerse precisamente desde la óptica de la movilización de las mujeres de clase alta en defensa de un ideal esencialista de familia patriarcal, donde la maternidad y la patria –frente a extranjeros y desviados sexuales– son una y la misma cosa. Es un cuento que ya sabemos cómo acaba: la mujer que participa en la creación del nuevo régimen reaccionario acaba con un dedo cortado por sobrepasarse en sus funciones de madre y ama de casa. Su crimen es leer el mismo libro que había escrito para fundar esa sociedad. Pero la cuestión ahora es saber en qué clase de cuento estamos viviendo nosotras, y si debemos ver la figura de Barrett como una excepción o como un síntoma, porque si es lo segundo quizá deberíamos empezar a prestar atención a la articulación de estos discursos tradicionalistas en vez de desecharlos como un viejo residuo ideológico que acabará desapareciendo. Cuando dejemos que le corten el dedo a una mujer, estaremos dejando que nos lo corten a todas.

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