El gran cambio social: aún queda
Me acuerdo de las típicas ilustraciones de las revistas sobre corporalidades diferentes y posibilidades de estilismo. Iban con textos en los que explicaban que si tu cuerpo tiene forma de pera, tu rostro es triangular y tus ojos son verdes, deberías usar sombras oscuras, ponerte falda por la rodilla y llevar el corte de moda porque te sentará genial. ¿Pero qué pasaba si tu pelo no era liso? ¿O si tu trasero era prominente? ¿Qué sucedía si tu piel no era blanca? Que te quedabas fuera. Eso tuvo consecuencias. En un intento de seguir unas tendencias que me ignoraban por completo, me corté el pelo con el flequillo que se llevaba en los noventa, el de toldo. Acabé pareciéndome al cantante de Medina Azahara.
Lo sorprendente es que acepté con resignación que la no opción era mi opción. Tardé mucho tiempo en entender que no es normal que la gente como yo no esté. Yo también soy normal, si es que la normalidad puede definirse, a pesar de los adjetivos que he ido escuchando en mi vida. El que más gracia me hace es el de exótica, a mí, que soy de Alcorcón.
Por una cuestión generacional, fui de Súper Pop y de Vale. Construí mi deseo hetero leyendo Mi gran desmadre o Mi primera vez. Creí que un novio malote a lo Quimi, el de Compañeros, era una fantástica aspiración. Suspiraba por Nick Carter, cuando los guapos eran los rubios de ojos azules y por Jared Leto cuando los buenorros eran los de ojos verdes y morenos… solo de pelo. Cimenté mi desamor propio observando a mujeres bellísimas a las que jamás podría parecerme, no solo por su delgadez y estatura, cosa que nos pasaba a buena parte de la población (cuántos trastornos alimenticios vi a mi alrededor), sino por mi color de piel, rasgos y textura capilar.
Crecí creyendo que era imposible que pudiera gustar. Y en el momento en el que en mi adolescencia me empezaron a fetichizar (mulata caliente, morenita sexy…) hasta me alegré. Celebré quedarme con las sobras. No creí que mereciera más. Imaginen llevar esa mochila emocional.
Así ha sido hasta que llegó el feminismo y arrampló. No podía obviar las revistas. Es inevitable darle el espacio que merece gracias a las que estuvieron antes que nosotras y que, sin redes sociales, batallaron y perdieron para que hoy ganáramos. Pero aún queda.
Queda para que las modelos sean como somos. Para que los temas conciernan a las marginadas por no ser blancas, europeas, cis, o heterosexuales, delgadas, o tener algún tipo de discapacidad. Para que el clásico “todas somos todas” sea verdad. Queda para que la realidad se cuente con un enfoque interseccional, transversal, que no trate lo que se aleja de la norma impuesta como puntual.
Estoy cansada de que solo cuenten conmigo para escribir sobre racismo y de que la primera cuestión que me formulen al entrevistarme es si España es racista. Cuando se habla de machismo, se da por hecho su existencia y, a partir de ahí, se ahonda en temas como la brecha salarial, la violencia de género o el techo de cristal. En cambio, el racismo se aborda sin profundidad, como una sucesión de anécdotas que sirven para descargar a la gran parte de la sociedad que no va pegando a personas negras por la calle.
De niña, cuando me insultaban, no me llamaban niña de mierda sino negra de mierda. Con el tiempo comprobé que el racismo que padecía mi hermano se manifestaba de una manera muy diferente y también que en los entornos que compartía con hombres negros, no me libraba del machismo. Es evidente que yo no puedo, ni quiero, escoger una sola lucha. Ojalá las revistas tampoco.
*Lucía Mbomío es reportera, periodista y activista.
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