_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La historia de los ‘boys club’: los grupos privados desde donde los hombres siguen dominando el mundo

Ellos, los hombres de los boys club no reconocerán nunca que pertenecer a ese grupo les supone un privilegio. Les molesta que la literatura y la ficción esté cada vez más poblada de objeciones a su mundo. La canadiense Martine Delvaux, con su último libro, se atreve a preguntar y a investigar quiénes son y qué hacen.

La portada de 'Los boys club'.
La portada de 'Los boys club'.Cortesía de Península

¿Los boys club? Había oído hablar de ellos, claro, como todas. Sabía de esos clubs privados, solo para hombres, donde las mujeres tienen prohibida la entrada que hemos visto en tantas películas que recrean siglos atrás. Yo tendía a pensar que estaban ya desfasados, que eran reductos. Que esos boys clubs, esos sitios vetustos llenos de hombres poderosos, elitistas, que usan su poder siempre, que tienen todos los contactos, que se protegen entre sí, que son reticentes a las ganas de igualdad de las mujeres, a sus querencias, a sus propósitos para alcanzar lo que les corresponde por derecho, eran ya una antigualla del siglo pasado, como poco. Pero entonces llega la canadiense Martine Delvaux (una figura clave del pensamiento feminista) con su libro Los boys club: por qué los hombres siguen dominando el mundo (Peínsula). Con él me pone en mi sitio, y me da todos los datos, y me contextualiza estos boys clubs, y los conveirte en categoría, más que en una anécdota espacial y física. Me cuenta de dónde vienen, qué han hecho para machacar el mundo en general y el de las mujeres en particular, cuáles son sus perversidades, cómo funcionan aún, y por qué, por tanto, hay que combatirlos, nombrarlos, desenmascararlos y sobre todo desmenuzarlos. Porque, como bien dice la autora, hay que negarse a arrodillarse, a rendirse, a permanecer muda “frente a esta organización del mundo”.

Confesaré que tuve que dejar el libro varias veces para coger aire y calmar la ira. Fue en balde. Su lectura me hizo pensar en otra, de dos años atrás: el provocador y certero Hombres, los odio, de Pauline Harmange, que devoré en su día. Luego repasé mentalmente películas, series, donde el mundo de ellos sienta cátedra, donde quedan patentes sus alianzas, sus andanzas, sus maneras arrogantes. Textos y ficciones que abundan en esta oscura y omnipotente historia de hombres.

La misma tarde que acabé el libro de Delvaux, y antes de ponerme a escribir este artículo, me fui al cine con mi hija de 17 años (que la educo en esto, porque esto importa) a ver Ellas hablan, la película de Sarah Polley, candidata, con toda la razón, a dos Oscars, el de mejor película y el de mejor guion adaptado. Aprovecho, por cierto, para recomendar el libro de donde ha salido, con el mismo nombre, de la escritora Miriam Toews, autora a su vez de Pequeñas desgracias sin importancia, que es hermosísimo. El caso es que todos esos libros y ficciones me llevaban al mismo sitio, el mundo de ese “grupo de hombres, en general blancos, heterosexuales y privilegiados que operan en un circuito cerrado”, que es una de las primeras definiciones que hace Delvaux de estos boys club. En ellos, estos hombres intercambian cifras, información, documentos, dinero o mujeres. “Ya sea en el ejército, en la política o en los consejos de administración estos grupos exclusivamente masculinos orquestan la exclusión y la invisibilización de la otra mitad de la población”, resume, contundente, la autora.

Junto a la rabia por tanto dato, tantas historias letales de prepotencia y mandato, la lectura del libro logra otra cosa: te hace sentirte un poco menos sola, tal y como apunta bien en el prólogo Instrucciones para desactivar a los Señores S.A. mi colega Noelia Ramírez. “Leer a Delvaux es encontrarse con lo que la académica Sarah Ahmed apuntó al definir a la “feminista aguafiestas: con una aliada que lejos de intentar encajar se niega a seguir la corriente, a ocupar el lugar en el que se nos ubica, con una escritora que ha dejado de ver al sistema como nos enseñaron a verlo”, resume.

El libro lo aborda todo, haciendo de cada anécdota una categoría. Repasa la misandria, ese concepto que se intenta equiparar, desacertadamente, a la misoginia. Y habla de los pobladores de esos clubs y de sus comportamientos. Habla de los mainsplaners y de ‘esos hombres que hacen preguntas’; de los orígenes de esos lugares; de lo que aún suponen (el ínclito Donald Trump tiene un club propio, Mar-a-Lago, que además es su segunda residencia); de cómo incluso la arquitectura de las ciudades fue y sigue siendo suya, hecha por ellos, y para ellos (ahí está Ciudadano Kane con su construcción mastodóntica); de los caminos que debemos seguir y no abandonar, de lo que queda por hacer para desactivarlos, para que los que empiezan ahora, los más jóvenes, no lleguen a ser los good old boys…

La misandria

Es curioso que cada vez que una mujer lanza un dardo contra el sistema heteropatriarcal, sea del modo que sea, aparece la palabra misandria (como oposición a misoginia). Y por supuesto empiezan los ataques acerados hacia las autoras de las frases, los libros, los tuits, los pensamientos, las obras. Le sucedió a la propia Delvaux, que se convirtió, poco después de su publicación, en mayo del 2021, en un objetivo al que derribar, con la excusa de que este texto contiene un elemento inadmisible, en una autora, el odio hacia los hombres”.

Hubo un permanente blacklash, esa reacción violenta, esa respuesta negativa en contra de algo, porque “no se nos permite la cólera”, porque tras afirmaciones contundentes que los cuestionen hay que decir de inmediato, ‘bueno, no todos son misóginos, eh?, que hay “el buen tío”.  El buen tío patriarcal, Pero hay que atrincherarse. “Tienen que entender y admitir que forman parte de un sistema en el que no se da a las mujeres el lugar que les corresponde”.  Hay que, como dice la activista Alice Coffin, boicotear la cultura masculina y alentar a las mujeres a que “se saquen a los hombres de la cabeza para liberarse de su control”.  Hay que, como dice Ramírez señalar a nuestra machosfera, a esa que “neutraliza el terrorismo incel y la violencia de género alegando que son unos pobres chavales incomprendidos, tíos incapaces de ligar”.

Porque no se contempla la posibilidad de que, de lo que se trata es de que “el problema era que odiaba la idea de servir a los hombres, en todos los sentidos”, como dijo Silvia Plath en La Campana de Cristal. Porque, como dice Harmange, en su Hombres, lo odio, “cuestionar el poder de los hombres y no sentirse atraídas por ellos no puede deberse a otra cosa que el odio, ¿verdad?”

Pero tal y como se acostumbran a decir los movimientos feministas, la misandria no existe. No es un sistema organizado a todos los niveles para degradar y constreñir a los hombres. “Y porque, si alguna vez se deja una llevar y mete a todos estos señores en el mismo saco, es por hacer la gracia, por pura ironía, ¿es que no lo ves? Ya no saben cómo ligar, cómo ir en ascensor con sus compañeras de trabajo, cómo hacer bromas, ¿es que ya no tienen derecho de hacer y decir nada?”, ironiza la autora.

Otro dato, importantísimo, definitivo: la misandria no tiene víctimas. “Nosotras no matamos ni herimos a nadie, no impedimos a ningún hombre que trabaje en lo que quiera ni que elija sus pasiones, ni que se vista como quiera, ni que vaya por la calle al caer la noche, ni que se exprese como le parezca bien, y cuando alguien se arroga el derecho de imponer estas cosas a los hombres resulta que es otro hombre, algo que siempre se inscribe dentro del heteropatriarcado”, explica Harmange.

Los hombres que nos preguntan cosas además de explicarlas

Sigue Hermange: “Los hombres blancos cisheterosexuales, ricos y sin discapacidad son los más susceptibles de hacer mansplaining sin reparo, de patinar. La suma de sus privilegios es tan grande que los arrastra hacia el inmovilismo.  Somos muchas las que pensamos que los hombres no pueden ser feministas, que no se van a apropiar de un término acuñado por las oprimidas. A los hombres les pedimos que utilicen su poder, sus privilegios, con buen tino: vigilando a los demás miembros masculinos y a su entorno, por ejemplo, sin explicar a las mujeres cómo deben librar su lucha”. Delvaux está en conexión con ella, como lo estuvo Deborah Levy en su ya mítico libro Los hombres me explican cosas, y va un poco más allá al afirmar que “no solo hay mansplainers en este mundo, hombres que nos explican la vida. También hay interrogadores, hombres que plantean preguntas imposibles, caminos en falso, toques que nos desvían de nuestro destino, igual que sucede en los interrogatorios policiales”.

Este grupo hombres, con su camaradería masculina, son los habitantes de los boys club, literal y figuradamente: ocupan los espacios físicos y los otros, los de la política, la literatura, las universidades, los platós de televisión, las redacciones. Y Sillicon Valley (imperdible el capítulo dedicado a lo masculino de ese lugar) y por supuesto internet. El de dentro –que no vemos, y que es incapaz de poner reglas que impidan la ciberintimidación, que suelen recibir mayoritariamente las mujeres– y el de fuera, que nos llega a veces como balas directas al corazón, a la autoestima, a la intregridad.  Lugares desde los que, en definitiva, se domina el mundo.

Quiénes son y qué quieren

“Así, uno es abogado de otro, que a su vez es el socio financiero de un tercero, que por su parte es inversor de la empresa de un cuarto al que una joven acusa de haber abusado sexualmente de ella y cuyo letrado será el primero”, resume Delvaux. Los boys se dan palmaditas en el hombro mientras juegan al golf, son el “hombre por defecto”, tal y como cuenta Caroline Criado Pérez en La mujer invisible.

“Los datos configuran un mundo hecho por y para los hombres, el hombre por defecto siempre está, siempre estamos ante un varón salvo que se indique lo contrario”.  Y cita tres ejemplos paradigmáticos. Las pinturas rupestres, que siempre se dio por sentado que estaban hechas por hombres hasta que unos estudios del 2013 desvelaron que fueron mujeres las autoras de la mayoría de estas pinturas. Segundo ejemplo, el Renacimiento, en el siglo XVI fue una corriente solo de los hombres, las mujeres estaban excluidas de la vida intelectual y artística. Un ejemplo más: Grecia, la cuna de la democracia… Bueno, vale, pero de la mitad de la población, las mujeres por supuesto, no tenían derecho a votar…

Ellos, los hombres de los boys club no reconocerán nunca que pertenecer a ese grupo les supone un privilegio. Les molestan que se destaquen estos descubrimientos, que la literatura, los ensayos, la ficción, el pensamiento, esté cada vez más lleno de objeciones a su mundo, que nos atrevamos “a preguntar, a investigar quiénes son y qué hacen”, algo que, como señala Noelia Ramírez en su prólogo, no debería considerarse como un acto de misandria. Ni una señal de odio.

Se llaman Donald Trump, que representa todo lo que es un boys club, un old boy para ser exactos. Se llaman Harvey Weinstein, o Dominique Strauss-Kahn, por ejemplo… Podrían pertenecer al Automobile club de Francia, un club privado donde no se admiten a mujeres desde 2018: “Hemos vuelto a hacer del miembro nuestra prioridad”, explica su presidente. En ese club, en la piscina, diseñada por Gustave Eiffel, jamás se ha bañado ninguna mujer, lo que permite a los hombres chapotear de cuando en cuando desnudos. Esto en Francia, por ejemplo. También están en Inglaterra, como el que cuenta la serie británica Patrick Melrose, que muestra a la perfección lo que sucede allí dentro. “Aquí se juntan para sellar acuerdos y crear alianzas que son un peligro para la democracia, dado que las listas de sus miembros son secretas, resulta imposible saber qué ministros se cuentan entre sus filas y en qué modo esa pertenencia tiene un impacto en sus decisiones en materia de políticas públicas”, relata el libro.

Son, como Trump, como Weinsten, rudos, descorteses, “un malboro man para quien la galantería es signo de afeminamiento.  La particularidad de Trump es su manera directa de encarnarlos, sin concesiones y sin el más mínimo pudor. Demuestra hasta qué punto sus miembros saben ser crueles y usar la humillación y la intimidación”, describe Delvaux. “Son los puffy: hombres inflados y también ávidos. Siempre quieren más  y más poder, más dinero y más y más mujeres porque nunca es demasiado para ellos”. Por supuesto les encoleriza que les molestemos con estos asuntos (las denuncias por abuso, las llamadas de atención, las denuncias de sus comportamientos intolerables), mucho más que haber sido descubiertos.

Sus edificios, su arquitectura, sus ciudades

Aquí va historia elocuente y representativa. Mar-a-Lago es el club privado de Trump y su segunda residencia, en Florida. Para entrar hay que pagar una cuota de 200.000 dólares y otra anual de 14.000 y luego hay que gastar dos mil dólares al año en comidas, como mínimo. Mientras fue presidente, Trump, que “es la figura de una uniformidad de cuerpos que destruye cualquier diversidad política, que representa la blancura última del boys club como vehículo, que es todopoderoso porque es omnipotente y que ejerce su poder sobre aquellos cuerpos que no se parecen al suyo”, pasó allí buena parte de los fines de semana, algo que acabó costando a los contribuyentes norteamericanos casi ciento treinta millones de dólares. Allí recibía a otros elegidos, procedentes de las clases más acaudaladas. Era la primera vez en la historia de EEUU que tenía lugar esa mercantilización de la presidencia: era una novedad la obligación de formar parte de un club y pagar para poder pasar un tiempo en compañía del presidente.

Jeffrey Epstein y Donald Trump en Mar-a-Lago, Palm Beach (Florida, 1997).
Jeffrey Epstein y Donald Trump en Mar-a-Lago, Palm Beach (Florida, 1997).Getty (Getty Images)

Junto a Mar-a-Lago está el Xanadú de Ciudadano Kane, que por supuesto sería un boys club, o “todas las fincas de Michael Jackson (Neverland) tras cuyas verjas hoy sabemos lo que ocurría, de George Lucas (Skywalker Ranch), de Tom Cruise (Telluride), de Bill Gates, (Xanadú 2.0). Esos lugares desde los que hombres poderosos blancos (o con ganas de serlo), ávidos de dinero, o de gloria, “movidos por una ambición sin limites que fabrican a los EEUU y al mundo en general”.  Hay una escena interesante en la serie norteamericana Billions, cuyo protagonista, que también tiene ese deseo masculino de tener una residencia impresionante, se ha comprado un palacete en East Hampton. Allí se acomoda en su sala privada de cine a ver Ciudadano Kane. 

El recinto del boys club es un lugar concreto, y un lugar en mayúsculas, que abarca todos los grandes lugares que albergan nuestras instituciones, gobiernos y estados y que en su mayoría están diseñadas y fabricados por hombres. “En esos espacios públicos se les recuerda a ellas que son presas potenciales: comentarios soeces y alusiones sexuales, sonrisas y miradas desafiantes, silbidos, actos que en definitiva se pueden calificar de micro agresiones en plena calle”, explica la autora

Uno de los principios fundamentales del diseño arquitectónico y del urbanismo estadounidense del siglo XIX y que sería denunciado por Dolores Hayden en 1980, decía que el lugar de una mujer está en la casa. Se explica así buena parte de las ciudades que tenemos, de los espacios públicos. “¿Qué aspecto tendría una ciudad no sexista?”, se pregunta Hayden. “Tendría espacios comunes y de cooperación (bloques de viviendas levantadas alrededor de patios comunitarios o barrios en los que sea posible compartir coche) calles y parques seguros, es decir, accesibles y bien iluminados, redes de transporte publico (metro, autobús, bici) con horarios organizados y diseñados pensando en las vidas de las mujeres que suelen desplazarse más veces a lo largo del día, todavía son ellas que habitualmente se encargan de las tareas domésticas y de los cuidados”. Aludiendo a Una habitación propia de Virginia Woolf, las pensadoras que nos acerca el libro Delvaux van más allá y piden que la palabra room haga alusión a la ubicuidad del lugar. Cargan además contra la abrumadora toponimia masculina, contra la tendencia a destacar las proezas de los hombres bautizando arterias, estaciones de metro, aeropuertos como una “manera de imprimir la marca masculina en un territorio y de grabar en el una única memoria”. Un gesto que forma parte de la mentrification.  En París, 123 avenidas de las 130 existentes llevan nombres masculinos. De los seis mil nombres de vías de Montreal un 6% son femeninos. En Francia tan solo el 4% de las calles llevan nombres femeninos. Y así mil ejemplos más, que siguen la lógica del boys club. “Y en referencia a las instalaciones deportivas, buscad en una ciudad una instalación específica en la que 60.000 mujeres se dediquen a su actividad favorita de ocio”, señala.

Entonces qué podemos hacer

Las reglas del juego han cambiado. Ahora estamos aquí escribiendo, como Delvaux, gritando cuando hay que gritar, saliendo a la calle (bendito #MeToo), colándonos en sus aposentos para ponerlos en evidencia, como todas las mujeres que, asumiendo el escarnio, el acoso al que iban a estar sometidas, denunciaron sus comportamientos intolerables. “Quizá de lo que se trata es de hacerles la vida un poco más difícil, de ‘ponerles palos a las ruedas’. El boys club es tóxico y lo contamina todo. Escribir sobre ellos es mi forma de resistir y de expresar mi negativa, me niego a someterme a esa organización del mundo”, concluye Delvaux. Su artillería, como la de todas, está compuesta por palabras que analizan: el feminismo, hay que recordarlo siempre, jamás ha matado a nadie. El boys club es un dispositivo, advierte Delvaux, así que hay que profanarlo. Y para hacerlo hay que buscar a los que no son como ellos, contar los vínculos que existen entre ese dispositivo  y el capitalismo, “pensar en el futuro de este planeta en vista de las relaciones entre ellos poder, dinero y medio ambiente”. Ante lo cual, la pregunta que lanza la autora es “¿qué nos espera si una ínfima parte de la población continúa acumulando privilegios y la brecha entre riqueza y pobreza, entre boys club dominantes y grupos dominados crece cada vez más? ¿cuál es nuestro horizonte?. Quiero pensar que en vez de imitar a una figura que nos ha hecho daño desde siempre, seremos capaces de seguir inventando el lugar de los cuerpos. He escrito este libro con la felicidad que aporta reunir las palabras y las ideas pero también a regañadientes. Apartando el fantasma del miedo”.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_