La Carmen Sevilla del Telecupón o cuando la televisión ridiculizaba a una ‘mujer mayor’
Hoy todo aquello que ocurría en el Telecupón se llamaría edadismo, pero en aquel tiempo no tenía nombre. Se daba y ya está. ¿Era un verdadero despiste que saliera en zapatillas o una estrategia premeditada para mofarse de ella y convertirla en lo que hoy conocemos como meme?
En 1991, Carmen Sevilla tenía 60 años, que nada tienen que ver con los 60 años de ahora. Entonces, a los 60 años habías entrado ya en la tercera edad, en la quinta, en la sexta, si eras mujer y pretendías trabajar en televisión. Pero ella no, ella, que era guapa de morirse, y estilosísima, y una de las primeras actrices españolas que se marchó a trabajar a la industria del cine de Hollywood y compartió escenas con actores de relumbrón como Charlton Heston, y que era pizpireta y fresca y dicharachera, fue recibida por la televisión, por los espectadores de todo tipo.
Tras una larga y contundente carrera como actriz, como cantante, como estrella rutilante durante el franquismo y del tardofranquismo, Carmen Sevilla se oscureció. Después de unos años de silencio, Sevilla se puso al frente de un programa insólito hasta ese momento en televisión: el Telecupón, en Telecinco, que consistía, precisamente, en eso, en la emisión en directo del sorteo del cupón de la ONCE. Se lo había propuesto uno de los creadores audiovisuales más disruptivos del momento, Valerio Lazarov, que se había atrevido a jugar con el zoom, por ejemplo. El realizador rumano había llegado a España desde Italia, de la mano de Silvio Berlusconi, el hombre que lo aupó en el terreno audiovisual, para poner en marcha aquí la nueva televisión privada Telecinco que, como la casa madre italiana, era propiedad de Il Cavaliere. Fue nombrado director general de la cadena y a él le debemos, por ejemplo, las famosísimas y denostadísimas Mama Chicho. Trabajé con Lazarov unos ocho años después, en un programa en la televisión autonómica valenciana y nunca olvidaré su estupefacción cuando alguien le hacía ver que quizá su modelo se empezaba a quedar obsoleto, que quizá los cuerpos de baile eran innecesarios, que quizá tenía que cumplir el horario laboral del equipo técnico, de los cámaras, de los atrecistas, de los de vestuario, que quizá las mujeres podían tener otro espacio en la tele, otro sentido…
En ese contexto aterrizó Carmen Sevilla, a ese modelo televisivo un tanto chabacano, desenfadado, que hoy estaría repleto de red flags, pertenecía el Telecupón. Pero ella, con su saber hacer, con esa capacidad para resultar siempre simpática, sin esfuerzo, siendo tal cual, logró que el formato pareciera casi moderno, una rareza divertida, digna de verse. Esa tele la recibió de nuevo con amor, con los brazos abiertos, por la puerta grande. Y allí estuvo hasta 1997, cuando se dejó de emitir en Telecinco. Estos días atrás, cuando se anunció su ingreso en el hospital, en todas las televisiones se empezaron a oír comentarios entrañables hacia la cantante, que qué divertida era, que qué gracioso eso de las ovejitas, que qué salada cuando se le olvidaba ponerse los zapatos al salir del camerino… Todos los medios destacaron esos despistes, esos momentos que ya forman parte de la arqueología audiovisual de este país. Decía ayer la revista ¡Hola!: “Cuando Carmen Sevilla fue la reina de la televisión de los noventa con sus ovejitas y cautivó a millones de espectadores con su naturalidad”. Y todo era cierto. Carmen era entrañable, no tenía nada que ver con la imagen de la folclórica al uso, salía al plató con la misma naturalidad con la que cualquiera podía imaginarla en su casa, con bata, y era imposible no sentir afecto hacia aquella mujer, que, por supuesto, aceptó de buen grado la oferta de Valerio Lazarov, y entró al trapo de todo lo que se esperaba de ella. Bien, veamos qué hubo detrás de este panorama aparentemente tan idílico.
La cantante había estado retirada de las pantallas durante algunos años. El tipo de cine que había hecho a lo largo de su vida había muerto hacía tiempo, los anuncios de televisión que realizó ya no tenían cabida (“familia Philips familia feliz”, para anunciar, con una tonadilla aflamencada, una tele en blanco y negro en la que se pudieran ver los toros y el fútbol); y la televisión privada quería dinamitarlo todo, arrasar en audiencia, liberarse de corsés, de sosiego. Así que su vuelta a la tele fue cuando menos curiosa. Era la misma señora estupendísima y simpatiquísima con su pelo cardado y su espontaneidad total, que conectaba con todo tipo de público, que era lo que desde siempre ha perseguido la televisión generalista. El espectador veterano, quizá de la misma edad que la actriz, sabía de sobra quién era, y le hacía gracia volver a verla en la pequeña pantalla. La recordaba de sus películas populares, de sus coplas, sus chotis, sus boleros, de sus apariciones en programas de variedades. Y el público que no sabía quién era veía a una señora que tenía edad de ser su abuela, o su madre, hacer un poco el ridículo saliendo a presentar en pantuflas… «Y ay, jaja, qué graciosa esa señora, ¡miralá!».
¿Era de verdad un ‘descuido’? Por supuesto que no. ¿Alguien puede creerse que Carmen salía a presentar con zapatillas de andar por casa porque de verdad a ella se le olvidara cambiarse de calzado antes de ir a plató? Vamos a dudarlo. Entre otras cosas porque Carmen era lista, tenía ya mucho mundo, mucho arte a sus espaldas, se había tenido que pelear en tiempos difíciles, oscuros, había viajado por medio mundo, se había enamorado, la habían engañado, había trabajado en decenas de películas, se había buscado la vida, había firmado contratos varios. Así que era improbable que se le pasaran por algo estos detalles. Y si así hubiera sido, puedo asegurar que habría habido alguien de vestuario, o de producción, o de realización, o de la dirección del programa que se habría dado cuenta de inmediato, y lo habría resuelto. No, Carmen salía así y eso era intencionado. Su indumentaria se mezclaba con su postura naif, con su supuesta ingenuidad, y todo eso garantizaba algo un tanto cruel, premeditado o no: la posibilidad de reírse de una señora mayor. Que era exactamente lo que sucedía.
Pronto quedó claro que eso era un filón, que provocaba la carcajada, o la mueca, o la risa tonta, y que, lo más importante, se podía convertir en lo que hoy sería un meme. Era un momento esperado que lanzaba un mensaje bastante perverso: a partir de una edad determinada las señoras ¡de 60 años! son seudoancianas medio tontas de las que te puedes reír sin complejos, sin prejuicios. Hay que apuntar, sin embargo, algo importante: la actriz cobraba bien sus programas, nunca la timaron en ese sentido.
Hoy todo aquello se llamaría edadismo, pero en aquel tiempo no tenía nombre. Se daba y ya está. Aquellos fueron años fundacionales en televisión en muchos sentidos. Más canales, más diversidad, más atrevimiento, más gente, más ruido, más color, más chabacanería, más descaro, el mando a distancia, los descubrimientos, la fascinación por poder elegir… Llegaron formatos que sentaron precedentes, que abrieron vías, que crearon escuela, para lo bueno y para lo malo. Llegó una tele premium, algunas autonómicas, las dos cadenas privadas… La cámara era depredadora con las mujeres, que las encuadraba, las iluminaba, las vestía para ser miradas. La tele era tremendamente machista y tremendamente masculina, las dos cosas. Estaba elaborada por hombres cis heterosexuales (directores, ejecutivos, directores de foto, técnicos) para complacer básicamente a un público ídem, que es el que mira, y perpetuar así lo establecido: las posiciones de poder y el canto a la juventud.
Carmen Sevilla llegó a ese mundo nuevo catódico, donde la cosificación (otra palabra que tampoco existía entonces) de las mujeres jóvenes estaba presente pusieras la tele a la hora que la pusieras, con programas como Ay, qué calor, en Telecinco, por ejemplo, emitido en las madrugadas, o como aquel Bellezas al agua, del mismo canal, con Norma Duval al frente. Y ese Tutti fruti, con Cruz y raya, donde aparecieron para pasar a la historia las citadas Mama Chicho.
En ese panorama de muchachas hermosas en biquini y tan jóvenes que podrían ser las novias de Leonardo DiCaprio, ¿qué pintaba pues aquella mujer de 60 años? ¿Cómo podían encajarla?, se preguntaban los ejecutivos. «Muy fácil, vamos a parodiarla, venga, que es muy divertida, muy inocentona, al público le va a encantar, ya veréis, venga Carmen, tú natural, ¿eh?, si te equivocas no te preocupes, la gente se sentirá identificada. «¿Te molestan los zapatos?, no pasa nada, puedes salir en zapatillas, ¿cómoooo?, sí, sí, de verdad, será divertido, ya verás, je je, tú tranquila…».
El Telecupón, su estreno, coincidió con la llegada de la medición de las audiencias, que era algo que jamás le había importado a nadie, y que nadie había tenido en cuenta. Y eso, la locura que supuso lo condicionó todo. Éramos en ese momento espectadores naif, poco versados audiovisualmente, tan vírgenes, tan apabullados ante la posibilidad de elegir, de pronto, entre cuatro o cinco cadenas… Así que cualquier cosa que pudiera llamar nuestra atención, captarla para que nos quedáramos ahí, sin hacer zapping, por lo bueno, por lo patético, por lo exagerado, por lo extravagante, por lo inaudito, bienvenido fuera. Y Sevilla, sus ovejas, sus despistes, su naturalidad (más o menos impostada).
Así que su aparición en pantalla reunía bastantes tópicos como una sutil e incipiente sordera, (no sabemos hasta qué punto usada con intención humorística), el no enterarse de nada, el despiste simpático, el error continuo, las meteduras de pata, la abuelita graciosa, la mujer que ya no deseas y de la que, por tanto, te puedes mofar de alguna manera.
Eran estereotipos reconocibles de los que se abusaba, con los que se contaba y por si faltaba algo, Carmen Sevilla llegó con otro dardo para la diana: el momento en el que mostró los esparadrapos en la nuca, a modo de estiramiento casero, tan celebrado durante tanto tiempo. ¿Lo hizo voluntariamente o alguien del equipo del programa la instó a hacerlo en directo cuando ella, siempre tan natural, se lo contó fuera del plató? ¿Era una imagen divertida o un poco penosa? O, la pregunta que yo siempre hacía a la gente de mi equipo, o a mis jefes ejecutivos cuando trabajaba en la tele y nos enfrentábamos a algún momento más o menos controvertido, protagonizado por una persona de verdad: «¿Te gustaría ver a alguien de los tuyos, a alguien a quien quisieras de verdad, hacer esto en televisión? ¿Si fuera tu madre, se lo permitirías?». Las respuestas, si somos honestas, están claras.
En cualquier caso, Carmen salió airosa de todos aquellos envites y lejos de quedar en ridículo, de convertirse en una parodia, pasó al imaginario colectivo como una señora a la que te gustaría escuchar e invitar a merendar. Y como decíamos, supo negociar bien sus cachés. Era resalada, sí, pero también pragmática. Olé por ella.
Nada de esto sería posible en la tele de hoy, ni en la generalista ni en la que se da en plataformas. Pasan otras cosas, sí, pero esto ya no. E incluso cuando esas otras cosas pasan, el foco se pone de inmediato sobre ellos. Hay una sensibilidad especial, afortunadamente, que alerta de comportamientos ofensivos, dañinos. Con mujeres como Madonna, que lanza acertadísimas proclamas: “Otra vez me veo atrapada en la mirada del edadismo y la misoginia, que tanto domina el mundo en el que vivimos. Un mundo que se niega a celebrar a las mujeres que pasan de los 45 años y que siente la necesidad de castigar a una mujer que sigue siendo fuerte, trabajadora y aventurera. Nunca me he disculpado por ninguna de las decisiones creativas que he tomado ni por mi aspecto o manera de vestir, y no voy a empezar ahora”, tal y como dijo cuando fue criticada en redes por su aspecto, a sus 64 años.
Apenas cuatro años antes del estreno del Telecupón, llegaba a España la serie Las Chicas de Oro (que recomiendo revisitar en Disney Plus, porque sigue siendo excepcional). Estamos pues en 1986 y el titular del periódico el día de su emisión fue este: “TVE estrena una serie con aventuras de la tercera edad”. Decía el artículo: “Las chicas de oro constituyen un grupo de señoras de la tercera edad -o si se prefiere, dicho con otra expresión eufemística, de la edad de oro- dispuestas a sostener contra viento y marea una tesis un tanto loca para los tiempos que corren: que hay vida -y por tanto sexualidad- después de los 50”. Nadie se atrevería hoy a titular así, a escribir así. Es más, no es que no es que nadie se atrevería, es que no estaría en la cabeza de ningún periodista ni joven, ni menos joven un relato como ese.
Para acabar, un dato. Un año antes del Telecupón estaba en antena el programa A mi manera, conducido por Jesús Hermida, solo seis años más joven que Carmen Sevilla, con el que se dio por inaugurada la televisión matinal. El espacio era un magazín serio, claro, con actualidad, tertulias, entrevistas, con un conductor como el tótem Hermida, un señor que por supuesto, jamás salió con otra cosa que unos buenos y lustrosos zapatos. Por supuesto jamás erraba, todo lo contrario. Y en lugar de contar ovejitas lo que hizo fue lanzar a las que años más tarde serían calificadas como chicas Hermida.
Moraleja, como dijo la actriz Carrie Fisher, “los hombres no envejecen mejor que las mujeres, simplemente se les permite envejecer”.
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