¿Por qué nos empeñamos en recordar a Simone Weil justo ahora?
Conviene preguntarse dónde y para quién exactamente Simone Weil alcanza en nuestro tiempo un gran grado de popularidad


Nos ha quedado un 2025 curioso. Mientras películas como Los domingos de Alauda Ruiz de Azúa retratan con finura y delicadeza el desmoronamiento de una familia mientras su hija mayor aspira, a través de un proceso de discernimiento vocacional, a integrarse en un convento de clausura, la inspiración mística de Rosalía en su nuevo disco Lux provoca un aluvión de textos, más de los que cualquiera podemos leer atentamente, que exploran un presunto giro católico de la juventud o de la sociedad en general, o evocan la búsqueda contemporánea de trascendencia en un mundo en el que las certezas quedaron hace tiempo enterradas.
La editorial Sexto Piso traduce Misticismo, un ensayo de Simon Critchley que pregunta a sus lectores si no les gustaría probar la intensísima experiencia mística de figuras como Juliana de Norwich o Teresa de Ávila, hoy ligada a las exploraciones estéticas de creadores como T. S. Eliot, Anne Carson o Nick Cave. Una pensadora francesa del siglo XX, apodada “la marciana” por su profesor predilecto Alain —porque marciana era, en extraña aleación de mística, compromiso y anarquismo—, aparece en titulares, reportajes, ensayos, libros que llevar en el bolsillo o en la tote bag y hasta en el vinilo del cuarto movimiento del disco de la única cantante española contemporánea capaz de batir récord de reproducciones incluso en Alemania con una composición medio lírica en la que colabora con Björk, colarse en los tres artistas más escuchados a nivel global o acumular más de 40 millones de reproducciones en el día de su lanzamiento. Los caminos del señor, de tan inescrutables, conducen a que hoy Simone Weil, la ‘virgen roja’, les parezca a algunos un icono pop.
Conviene preguntarse dónde y para quién exactamente Simone Weil, de quien Simone de Beauvoir envidiaba “su corazón capaz de latir a través del universo entero”, alcanza en nuestro tiempo este grado de iconicidad. No es un fenómeno exclusivamente español: en octubre de 2023, Penguin Classics publicó una nueva edición de Echar raíces, lo cual atestigua que estamos ante una relevancia más bien internacional. Pero tampoco conversé una vez sobre ello con Carlos Ortega, uno de los traductores de Simone Weil, cuando Ortega era director del Instituto Cervantes de Hamburgo, y él compartía la impresión: sí que hay un renovado interés en la obra de Weil. Editoriales como Trotta llevan años recuperando en España sus textos, y sí que ha habido un aumento en las publicaciones académicas internacionales que mencionan a la autora; lo que sí parece haberse roto, particularmente desde 2019, es la membrana que separaba las inquietudes académicas o de una élite cultural con las de un público lector ligeramente más generalista.
La tesis que me resulta más difícil de comprar es la que consideraría que esto se debe a un repunte relevante de la adscripción religiosa de la juventud, o a un absoluto giro teocéntrico de la sociedad: los indicadores no dicen nada parecido y nuestro mundo occidental sigue estando bastante secularizado. Sí que ha saltado a la palestra una conversación más recurrente sobre la necesidad de la trascendencia. ¿Por qué actúan estos temas como valor refugio? Uno, igual que el eco de fondo de las tradwives, por la necesidad pospandémica de hallar un refugio, en general, el que sea; un cabo al que amarrarse, un absoluto cuando el mundo se derrumba y no hay futuro. Dos: porque, cuando todas las instituciones presuntamente racionales han caído, volvemos a vivir en tiempos irracionalistas, románticos, que hallan expresión por igual en estéticas filocatólicas, narrativas neorrurales o teorías de la conspiración. Esto no es necesariamente algo malo.
Weil, como figura, encaja bien en este molde. Es rompedora, comprometida, visionaria en su tiempo; habla desde el momento de otra ruptura radical de las instituciones y las certezas, como lo fue la Europa sacudida por dos guerras mundiales; no sólo sitúa en el centro la idea de la trascendencia, sino que también lo hace con la precariedad, habla de la cuestión obrera. No es pura teoría: la encarna y vive en su praxis hasta extremos enfermizos. Es precisamente en ese umbral donde empieza la incomodidad de Weil y donde, en realidad, preferimos olvidarla.
En ¿Por qué no molesta Simone Weil?, un texto escrito para El Salto hace más de tres años, a principios de 2022, Leonor Cervantes se preguntaba por el desnivel en el interés por la vida de Simone Weil respecto al desinterés generado por su pensamiento: “ninguna pensadora va a resultar emancipadora si se la reduce a una mujer que lloró mucho y muy bien”. Más que su pensamiento, recordamos de Weil mortificaciones, su pulsión autodestructiva, aquello que es transformable en un episodio más de la vida de una santa. Recordamos, si miramos lo político, su participación en el frente, en la Resistencia y en la Columna Durruti; al colocarla en paralelo con Rabia al Adawiyya, santa musulmana y mística, Rosalía pone en el centro la otra de las facetas principales de Simone Weil. Es la de esta filósofa como mística, personaje enigmático y espiritual; peligrosamente, es también la de la Simone Weil más mercantilizable, por cómo se ha divulgado su mensaje.
Una certeza inquietante: si has leído a Simone Weil, puede que creas que escribió libros que no son suyos, y es seguro que no la habrás leído tal y como ella deseó ser publicada. Simone Weil nunca escribió un libro titulado El deseo, ni escribió La amistad, ni escribió El amor. Es loable la labor que ha llevado a cabo una editorial como Hermida, pero todos esos textos son neolibros, composiciones elaboradas a partir de los Cuadernos que escribió la autora a lo largo de su vida, y que a partir de esa edición confunden: es más fácil enfrentarse a una aforista, a una Weil en pedacitos de dietario, que a su pensamiento deshilachado. No es sencillo asumir su condición de esbozo o, si nos atrevemos a ir algo más lejos, de proyecto amputado, encima amputado por sí misma, por su final temprano, su suicidio.
Weil escribió muchos artículos en revistas mientras estaba viva, pero no publicó ningún libro como tal; buena parte de su recepción se la debemos a lo que hizo Albert Camus con su obra en la colección Espoir de Gallimard. Echar raíces no es un libro: es en su mayoría un encargo del general de Gaulle, que en lugar de aceptar que participara en primera línea del frente, como ella deseaba, le pidió un informe sobre la reconstrucción francesa después de la guerra. A la espera de Dios son cartas y apuntes. La condición obrera: cartas, artículos, fragmentos de su diario. Es difícil que le reprochemos a las editoriales de 2025 que hagan ejercicios parecidos a los que hizo en su día Camus, a través del cual se filtra toda la recepción de Weil, pero quizá sí que haya algo más propio del marketing que del pensamiento en la Weil que se vende hoy si la comparamos con los lectores objetivo de Gallimard hace más de setenta años.
La visión de Weil de Dios, por ejemplo, es mucho más incómoda que la que promueve la estetización. No es un Dios interventor, al cual se le pueda pedir nada en oración, ni siquiera que nos cuide, sino el modelo que una misma debe imitar para decrearse, vaciarse de su yo con tal de realizar “la abdicación de un Dios que está completamente ausente del universo” en búsqueda de la realización de un ideal impersonal, radicalmente preocupado por un otro que funda una interdependencia radical. Weil exige vaciamiento: “la única vía hacia la verdad es a través de la aniquilación de uno mismo: permanecer mucho tiempo en un estado de extrema y total humillación”.
Planteó algo parecido cuando, en su programa para lo que debía hacer el Gobierno posterior a la Liberación de Francia, Weil postulaba un patriotismo de nuevo cuño, lejos de toda épica o heroicidad masculina, lejos del ideal napoleónico que tanto tiempo había regido Francia o de la figura del hombre providencial en la cual se convertiría el propio De Gaulle: un patriotismo misericorde, inspirado en la compasión, la aflicción y el dolor, que tendría por Francia el mismo sentimiento que afectaba a Juana de Arco cuando esta ardía. Un patriotismo que confiriera “a la parte más pobre del pueblo un lugar moral privilegiado”. Weil se dolía de la falta de escucha y atención volcada sobre los pobres, los afligidos, recuperando el hilo proveniente de Léon Bloy, para quien lo intolerable a la razón era “que un hombre nazca ahíto de bienes y otro en el fondo de un agujero para estiércol, como el Verbo de Dios nació en un establo, por odio del Mundo”.
La ‘virgen roja’ es un icono pop porque, prescriptivamente, ha fascinado a prescriptores y creadores culturales que hallan —hallamos— en ella una cristalización de todos los ecos del siglo pasado que resuenan en nuestro tiempo, y tantos han sido los discursos sobre Weil en los últimos años que esa obsesión ha empezado a calar más allá; el problema es que también triunfa porque, en la monstruosa capacidad del mercado y de la industria cultural para que absorberlo todo, es una imagen estetizable, un ideal fatídico de abnegación, un modelo inocuo si se le quitan ciertas piezas. Lo mejor que podríamos hacer es olvidar a Simone Weil, a la Weil más popular, y pensar metódicamente sus conceptos e infortunios: decrearla y retirarnos de ella como abdica el Dios en el que creía mientras renegaba por completo de las corrupciones de la Iglesia. Guardemos cuidado de no engendrar hacia Weil, en nuestra fascinación, el tipo de idolatría que ella denunciaba en todas sus formas.
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