Cómo Joanne Woodward inició sexualmente a Paul Newman y ayudó a convertirlo en un icono universal
El documental ‘The last movies stars’ relata a través de decenas de testimonios cómo la actriz fue la responsable del éxito de su marido
Es sabido que cuando Paul Newman conoció a Joanne Woodward, la mujer que permaneció a su lado hasta el día de su muerte, él estaba casado y tenía tres hijos. A pesar de la culpa que siempre lo persiguió y de la que habla abiertamente en The last movie stars, la serie documental sobre la célebre pareja (disponible en España en HBO Max), sorprende escuchar al actor admitir en una serie de testimonios íntimos que ahora salen por primera vez a la luz que Woodward lo hizo sentirse por primera vez deseado y que fue el apetito sexual de ambos lo que los enganchó nada más encontrarse: “Joanne dio a luz a una criatura sexual [él mismo] a la que enseñó, animó y deleitó en lo experimental”.
Resulta asombroso todo lo que rodea a la toma de conciencia del actor como mito sexual y cómo le otorga un papel decisivo a quien fue su esposa durante 50 años. Lejos del manido lugar común de la gran mujer que se esconde detrás de todo gran hombre, en un gesto bastante insólito, Newman pone de forma insistente el foco en ella al definirse a sí mismo como “la invención de aquel sex symbol creado por Joanne”.
Una invención que se produjo cuando ella, entonces por delante en su carrera de actriz —en 1957 ganó el Oscar por Las tres caras de Eva—, le enseñó a confiar en su cuerpo y sus deseos: “Hasta la última de mis fantasías, producto de tantos años de rechazo, se cumplió con Joanne. De repente, una puerta enorme se abría de par en par ante mí. Joanne me hacía sentir atractivo”, añade el actor antes de confesar: “Nos reconocimos mutuamente y dejamos espacio para que nuestros aspectos más lascivos tuviesen tiempo para desarrollarse sin interrupciones o distracciones; éramos muy buenos en ello, dejábamos un rastro de lujuria allá por donde pasábamos: hoteles, moteles, parques públicos, cuartos de baño, piscinas, playas, asientos traseros y coches de alquiler”.
Años después, en otra confesión para tomar nota, Newman asegura que fue ella quien descubrió el guion del maravilloso wéstern Dos hombres y un destino (1969) y quien le dio la idea de actuar precisamente con Robert Redford. Aquel simple detalle, que otro sex symbol lo acompañara en la pantalla, lejos de darle inseguridad, lo liberaba del corsé del icono de belleza. Así Newman podía ser su verdadera persona: un hombre introvertido con complejo de poco lustre (“soy aburrido y pedestre”); que llegó a envidiar el carácter excéntrico y bohemio de sus compañeros del Actors Studio —Brando, Dean o Marilyn—; y que en el fondo se sentía más cómodo con el gesto de un bufón que con la intensidad del galán de turno. Sus íntimas cicatrices, el bullying antisemita de la infancia, el trauma de su primera familia rota, las adicciones de su único hijo varón, Scott, uno de esos cachorros de Hollywood incapaz de lidiar con el peso de su apellido, habían convertido a Newman en un alcohólico funcional atrapado en una huida hacia delante cuya obsesiva evasión incluía la velocidad y los coches.
El documental, dirigido por el actor Ethan Hawke, reivindica de forma minuciosa e inteligente la carrera de Woodward, pero también su imprescindible papel en la vida familiar de la pareja. Desde muy pronto y con un discurso visceral y a contracorriente, la actriz —que se hizo cargo de los hijos del anterior matrimonio de Paul y de los suyos propios (seis en total)—, se quejó en público del lastre que supuso la maternidad en su carrera, mucho más importante que la de su marido cuando empezaron. En algún momento incluso confiesa que si volviese a nacer se pensaría dos veces tener hijos. Woodward tuvo que lidiar con la frustración de un trabajo interrumpido cuando estaba en lo más alto para retomarlo cuando su pareja había pasado de la escala del actor a la de la estrella. Un salto de vértigo en un traje de superhéroe que Woodward contribuyó a tejer con la misma vocación y talento que puso al retomar su propia carrera sin renunciar a su vida familiar. Siempre, por cierto, acompañada de sus agujas y su ovillo de lana, armas domésticas que la actriz, que tejía todo el rato, mostraba con desafiante orgullo en los platós y entrevistas.
The last movie stars se nutre de las extensas entrevistas que el escritor y amigo de Newman, Stewart Stern, reunió para escribir la autobiografía del actor, un conjunto impagable de testimonios que después de una larga y algo confusa peripecia familiar se acaban de editar en Estados Unidos y que en España publica Libros Cúpula bajo el título Paul Newman. La extraordinaria vida de un hombre corriente. La serie parte del mismo material pero organizado con el ímpetu de un maestro de ceremonias, Hawke, que en un curioso ejercicio de narrativa en tiempos de pandemia y de Zoom, reunió, entre otros, a George Clooney, Sam Rockwell o Laura Linney, quienes prestan sus voces a los personajes de un filme por el que pululan desde un intelectual como Gore Vidal, íntimo amigo de la pareja durante toda su vida, a cineastas como Elia Kazan, Martin Ritt o George Roy Hill. En el inestimable marco de sus respectivos hogares, todos ellos, generan un coro de voces e imágenes pixeladas que se convertirán en una jugosa mesa camilla alrededor del oficio de actor, el ego y la pareja.
Hawke a veces habla desde la cocina y otras desde el salón y, muy astutamente, dirige la conversación, en ocasiones con un exceso de gestos hiperbólicos y atolondrados, a su propio terreno, y eso incluye la participación de las hijas que tuvo con Uma Thurman en una serie que se presta al diván de la terapia familiar a través de la sabia puesta en común que regalan Newman y, sobre todo, su esposa. “Cuando parecía que el matrimonio no duraría otro día más”, confiesa Woodward, “ tuvimos que ser conscientes de que había tres cosas operando: mi ego, su ego y nuestro ego. Para que la relación sobreviviera teníamos que pausar el mío y el suyo y apostar por el nuestro”.
Otra sorpresa es descubrir como una de las hijastras de la actriz se ha tatuado en el brazo el nombre de su madrastra para “no olvidar nunca” lo que aquella mujer hizo por ellas y por su padre. Las perlas que salen por la boca de Woodward son las de una mujer arrolladora cuya profunda sabiduría aflora en muchas de las recetas que aplicaron al “nosotros” de cada día. “Actuar es como el sexo, hay que hacerlo y no hablar de ello”, “no se puede ser actor sin aceptar que estás dispuesto a hacer el ridículo y fracasar”, afirmaba una mujer que colgó en la puerta de su casa un cartel que decía: “La suerte es un arte”.
Vía Zoom, Martin Scorsese, productor de la serie, llega a decir que fue Woodward quien propició los giros más estimulantes en la carrera de Newman. Y vía testimonio del pasado, Arthur Penn recuerda el difícil equilibrio de una generación de actores que descubrió la libertad a través de la actuación. “Yo estoy unida a todos mis personajes porque así debe ser”, aseguraba Woodward, “todos tienen algo de mí, ese es el gozo y el trauma de cualquier actor. No tenemos un piano, como un pianista, ni siquiera tenemos las zapatillas de ballet, como una bailarina, solo tenemos lo que somos”.
Es curioso que todas estas intimidades salgan a la luz por la decisión de unas hijas que quieren que se conozca la verdad detrás de la romántica imagen de pareja perfecta que ostentaban sus padres y que acabó eclipsando su verdadera entidad.
Joanne Woodward tiene hoy 92 años y el alzhéimer le ha hecho perder la memoria de todo lo que los demás estamos descubriendo. Es una triste paradoja. Como le ocurrió a la mente privilegiada de Iris Murdoch, otra mujer excepcional que padeció esta cruel y misteriosa enfermedad, Woodward se escapa de casi todas las etiquetas, su abierta complejidad emocional la sitúa muy por encima de su época y ahora se entiende mejor el aura de admiración que la rodeó siempre y que alguien con el hocico tan fino como Gore Vidal resumía así: ella siempre tuvo más talento, y él, no sin sentimiento de culpa, lo sabía.
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