El año que los ‘mods’ y los ‘rockers’ ocuparon las playas
Se cumple medio siglo de las batallas vividas en la costa británica. ¿Un odio pandillero fruto del amarillismo de la prensa?
Moderno contra antiguo. Nuevo orden contra viejo orden. Zapatitos de cesta contra botas de motorista. “Jóvenes salvajes” ocupan la playa, siempre quieren más. Delincuentes en calcetines brillantes ponen en peligro la mismísima fibra de cohesión de un país; incluso la democracia, la familia y los valores occidentales. Sucedió durante la Semana Santa y la Pascua de 1964 en el Reino Unido, en los pueblos costeros de veraneo de la Gran Bretaña: primero Clacton (en Essex), luego infectando el sur: Brighton, Margate, Bournemoth y Broadstairs. Centenares de adolescentes desmadrados desparramaron en la arena, hicieron trizas el mobiliario playero y, presa de un profundo aburrimiento (era Brighton, por el amor de Dios; en 1964 aquello era peor que Sitges en temporada baja), al final terminaron dándose unos cuantos sopapos ante las cámaras.
¡A mi derecha, los Rockers! Grasienta brillantina Brylcreem, tupés desvencijados, descendientes de los Teddy Boys y los Ton-Up Kids, hijos bastardos de los clubes moteros de posguerra, cascados por el servicio militar, mayores que los mods, ataviados en cuero negro con remaches, algo espesetes y fans del rock’n’roll que nunca, pero nunca, muere. Como alosauros reumáticos que ven a las musarañas mamíferas multiplicarse a sus pies, los rockers fueron los grandes vencidos en la batalla por la hegemonía cultural de la nueva Inglaterra joven. Puros, testarudos y ajenos a las modas, los rockers murieron matando (pero no desaparecieron, como demostró el revival Ted de 1979) y depositaron los escudos, Vercingetórix style, a los pies del modernista triunfal.
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¡A mi izquierda, los mods! Cadetes avanzados del modern jazz, los mods llevaban pavoneándose por Totenham y el Soho desde 1958, casi. Al principio eran solo lechuguinos de EGB enamorados de la sastrería y las importaciones parisinas (el joven Mark Feld –luego Marc Bolan- aparecería en la revista Town a los quince, luciendo sus mejores trapitos y diciendo disparates), hacia 1961 ya se habían cohesionado en subcultura, y en 1964 dominaban el país (juvenil).
Los mods eran Europa vía inglaterra: motocicletas italianas, estilo Ivy League, discos de negros avanzados (bop, soul, R&B), pulcritud demencial, existencialismo hedonista, arrogancia criminal, crueldad casi intolerable. Pequeños anarquistas individualistas con demenciales mundos privados, bailando solos y tomando limpios estimulantes de farmacia, rayas al lado y nucas despejadas y chukka boots con suela de crepé, jerséis de cuello redondo, gabardinas blancas inmaculadas y perfectamente plegadas en el brazo, anoraks con capucha. Coca-cola y ska. Bufandas universitarias, chapas del CND y parkas US Navy para ir en scooter. Enjutas comadrejas con motos odiosamente relucientes.
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Mark Feld, icono mod.
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Por supuesto, los mods habían ganado la contienda. ¿Por qué entonces ensuciar su limpia victoria subcultural manchándose las zapatillas en groseras tanganas callejeras? Solo hay que ver las fotos que rodean este texto (especialmente la imagen de las chicas mod ante las máquinas de millón): eran niños. Catorceañeros hastiados nacidos en la afluencia de posguerra, dinero en los bolsillos y nada que hacer, ni una maldita cosa. La prensa magnificó casi todo lo demás (“Césares de serrín” convierten Brighton en zona catastrófica, todo eso) y, cuando se les acabaron los chismes, empezaron a darle a la inventiva (el famoso titular Mod dead at sea resultó ser tan solo un zagal que se había ahogado, sin relación alguna con mods o rockers).
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Como correctamente afirmaron sociólogos de la escuela de Birmingham como Stanley Cohen y Dick Hebdige, las peleas mod-rocker eran pequeñas escaramuzas teatrales que se realizaban con afán espectacular: tanto mods como rockers reaccionaron a bofetadas porque toda la atención que se puso en ellos reclamaba que hicieran algo; y los puñetazos parecía ser lo que estaba más a mano. Al contrario de lo que sucede con los verdaderos choques entre tropas de hooligans (que pelean en lugares secretos, por pura inquina y sed de destrucción), los mods y los rockers se zurraron porque tenían público (no a pesar de tenerlo). El voceado odio pandillero entre ambos clanes parece ser más fruto del amarillismo tabloide que otra cosa. La celosa territorialidad que ostentaban los clanes, por añadidura, provocaba que a menudo pelearan mods contra mods o rockers contra rockers, solo porque unos venían de Stanford Hill y los otros de Hackney.
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Así, ¿que hay de cierto en la famosa contienda Mods vs Rockers de Semana Santa de 1964, de la que se habla como si fuese la batalla de Agincourt? Más bien poco. Jóvenes asqueados, eso sí, unos centenares de delincuentes ataviados con el uniforme de uno u otro bando, muchos titulares condenatorios hilarantes, varios centenares de fotos maravillosas y un mito indestructible, una mentira que –como suele suceder- es más rotunda, cohesiva y épica que la pobre realidad.
Y ya que estamos con los mitos: ¿Quién sabe algo de la famosa carga mod de scooters contra Buckingham Palace del 6 de noviembre de 1966? He ahí una leyenda que conviene investigar.
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