Cómo las nuevas generaciones están volviendo a los peores hábitos del ‘low-cost’ más feroz
Mientras en las cumbres políticas se debate sobre un plan de acción para acabar con los abusos de la industria, miles de jóvenes compran ingentes cantidades de ropa en marcas de moda ultrarrápida para usarla como mucho una vez en redes. La apertura este jueves de la tienda temporal de Shein con larguísimas colas lo evidencia.
Somos más conscientes de cómo consumimos moda ahora que hace 5 o 10 años. Al menos, eso es lo que dicen los estudios. Por ejemplo, el último European Fashion Report, que cada año realiza la agencia YouGov junto a la Comisión Europea en 10 países distintos, concluye que comprar moda ‘limpia’ es ya un requisito imprescindible para dos de cada cinco personas. Sin embargo, estos datos chocan con otras conclusiones relevantes del estudio, como el hecho de que para el 68% de los europeos (y nada menos que el 79% de los españoles) el criterio más importante a la hora de comprar ropa es el precio. A estas alturas no hace falta explicar por qué una camiseta no debería costar menos que una ensalada. Al menos, si queremos que esa camiseta sea el resultado de prácticas ambientales y humanas justas.
Mientras en los medios, en los escaparates, en las publicidades y hasta en las cumbres políticas se habla de reciclaje, reutilización o longevidad de las prendas, basta con abrir TikTok para toparse, sin ni siquiera buscarlo, con un haul, es decir, con el vídeo de alguien que muestra a la cámara pedidos ingentes de ropa, en el que la cantidad importa mucho más que la calidad. En la mayoría de los ocasiones, estos hauls pertenecen a firmas ultra low cost como Fashion Nova (la marca más buscada en Google en el 2019), Boohoo (que protagonizó una polémica en 2020 por no pagar a su mano de obra textil) y, sobre todo, Shein, la firma china que ha alcanzado este año un valor de mercado por encima de los 90.000 millones de euros y se espera que para el siguiente su facturación supere a la de todo el grupo Inditex y que ayer abrió una tienda temporal en Madrid con colas que daban la vuelta a varias manzanas. Poco se sabe de su funcionamiento real, solo que es capaz de generar hasta 1.000 prendas diarias, la mayoría por menos de 10 euros. Es más, entre esa generación Z que, según los informes, aboga por la sostenibilidad y la transparencia (un 43% de los jóvenes basa en ellas sus opciones de compra, según detalla el estudio The State of Fashion, de la consultora McKinsey & Co.) en las redes se viraliza una tendencia llamada haultryon, que consiste, básicamente, en comprar decenas de unidades, probárselas por otros y devolver las que no se ajustan a la descripción. No es costoso: un pedido de 10 prendas en estas webs puede no superar los 20 euros.
La tasa de devoluciones de prendas compradas online, además de ser el producto que más se devuelve, ha crecido hasta alcanzar un 30% en los últimos dos años, según la consultora KPMG. El auge del e-commerce ha hecho que muchos comercios digitales necesiten facilitarlas y hasta ofertarlas de forma gratuita para aumentar su volumen de ventas. El problema es que mucha de esa ropa que se devuelve no regresa al canal de compra: sí, cuesta más limpiarla que producirla. Directamente, se tira. A principios de este año, las espeluznantes imágenes del desierto de Atacama (Chile) dieron la vuelta al mundo. Allí van a parar anualmente 40.000 toneladas de ropa, la mayoría, según el informe que desveló entonces la agencia France-Presse, procede de prendas devueltas que no se han podido revender.
Cuentas vacías, armarios llenos
“Es curioso, pero cuando he tenido más éxito ha sido cuando llevaba ropa low cost. La gente quiere llevar lo que tú llevas. A veces, hasta te preguntan por una camiseta de rayas que puedes encontrar en mil sitios, pero quieren que sea exactamente esa”. Erea Louro empezó a ser influencer de moda hace casi una década. Con el tiempo, y mientras crecían sus seguidores, se dio cuenta de que algo no funcionaba. “Por ejemplo, te preguntaban que por qué repetías la misma ropa”, cuenta. Su trabajo consistía, en buena medida, en acumular, usar y tirar. Poco a poco fue cambiando su relato en redes. “Ahora hago tutoriales para saber sacar partido a una prenda con distintos estilos: convertir una falda en un top o un vestido en una falda, por ejemplo”. También ha empezado a generar contenido “asesorando a invitadas o chicas que tienen eventos en lugares de reventa como Micolet o Vinted” y a colaborar con empresas de alquiler. Aún así, confiesa que muchos de sus seguidores “me siguen preguntando por copias baratas de complementos que promociono. Obviamente recomiendo comprar el original, porque además de durarte más, lo vas a usar más. Pero en el fondo puedo entender que si eres joven, no tienes dinero y te bombardean a cada segundo con las tendencias, acabes queriendo comprar en estos sitios”.
“Todavía la mayoría piensa que una prenda fabricada en condiciones justas es más fea (es decir, no se ajusta a las tendencias) y por supuesto muchísimo más cara”, explica Paula Gárgoles, profesora en la Universidad Panamericana de México y miembro de la consultora Ethical Fashion Space. Ella es otra arrepentida del fast fashion. Empezó su tesis doctoral sobre reputación de marca y terminó cambiando su carrera profesional al investigar sobre sostenibilidad, “al darme cuenta de las condiciones de esclavitud moderna en la que trabajan millones de mujeres”, cuenta. Donó la mayoría de su armario y abrió una cuenta de Instagram en la que detalla el proceso hacia un consumo más equilibrado, de la segunda mano a la reparación de prendas. Cree que hay más voluntad por parte del consumidor, “pero al mismo tiempo me preocupa este auge de la moda ultrarrápida. Está pensada para posar en redes sociales una sola vez, por eso engancha tanto a los jóvenes”. Jóvenes sin un poder adquisitivo propio pero que aún tienen las necesidades cubiertas por sus familias. En muchos de ellos la dinámica que sigue la moda en las redes sociales les ha generado una fiebre hiperconsumista. Para ellos, el low cost tradicional, es decir, Zara o H&M, ya es gama media. Así lo prueba el hashtag #dupe, uno de los más buscados en TikTok y que supera los 300.000 posts de Instagram. Significa algo parecido a engaño o estafa, pero sus usuarios, la mayoría adolescentes o en la veintena, no lo utilizan para denunciar algo. Muy al contrario: con él y un número de referencia etiquetan las copias que estos nuevos gigantes de lo megabarato hacen de prendas de Zara o H&M. Estos metaplagios rara vez superan los 10 euros. Existen de hecho varias cuentas, con decenas de miles de seguidores cada una, que documentan decenas de dupes al mes. Ninguna de ellas ha querido colaborar en este reportaje.
¿Una ley utópica?
La idea de paradoja se queda corta para analizar la realidad actual. Los estudios hablan de una mayor conciencia a la hora de comprar. Por ejemplo, el auge de Clearpay, una empresa que permite el pago aplazado en las compras y que ya es el patrocinador oficial de la Semana de la Moda de Londres, demuestra que crece un tipo de usuario muy específico: un cliente potencial que quiere comprar prendas duraderas y de autor, pero que no posee el dinero para hacerlo. Su directora en España, Beatriz Velarde, aporta datos: “El 42% de los jóvenes está dispuesto a gastar más por ropa de mejor calidad, pero ya no quiere endeudarse porque el 91% no confía en las entidades de crédito”. Al mismo tiempo prolifera el modelo de hiperconsumo basado en el usar y tirar más extremo.
Y mientras todo esto ocurre, la Comisión Europea ha esbozado una ‘Estrategia para los productos textiles sostenibles’; en 2030, prevén haber transitado “hacia una economía circular climáticamente neutra”. Entre las medidas que destacan está el gravamen a la sobreproducción y destrucción de sobrantes o la puesta en marcha de megacentros de reciclaje textil en cada país. ¿Es posible revertir en ocho años no solo una estructura mundial, sino también una cultura de consumo de la novedad a bajo precio que lleva décadas instalada? “Al menos aquí en España no ha habido una alternativa real”, comenta un diseñador que ha trabajado para varias grandes compañías de moda rápida y que no quiere revelar su nombre. “Entre mis colegas de profesión siempre comentamos que algún día nos arrepentiremos de todo esto. Pero si se quiere vivir como diseñador en España no queda otra. Son los únicos que pagan salarios dignos”. Él dejó su primer trabajo tras una crisis existencial “viajando cada tres meses a Hong Kong y Bangladés”. Tuvo que regresar por motivos económicos. “Existe un vacío legal muy difícil de superar. Hasta ahora, son las propias compañías las que ponen sus estándares para comunicar que son sostenibles. Yo he estado en reuniones en las que cualquier pequeño detalle, como aumentar únicamente la confección con algodón orgánico, bastaba para poder anunciar un ‘cambio’ en la estrategia de la compañía. Si finalmente estas leyes entran en vigor, la mayoría de estas marcas se enfrentan a un problema muy, muy grave”, apunta. De hecho, entre las medidas que propone la Comisión Europea para 2030 está la necesidad de “crear una etiqueta con información más clara sobre requisitos medioambientales clave” y “controles estrictos sobre el blanqueo ecológico”. El problema viene cuando muchas de estas grandes compañías operan en países no adscritos a esta regulación. Pero lo cierto es que si buena parte de los gigantes textiles se ven realmente obligados a producir con ciertos materiales y en determinadas condiciones, crecerá la demanda de algunos productos y las etiquetas se regularán según la ley más implacable: la de la oferta y la demanda. Los moda limpia será más asequible, y ese parece ser el único requisito veraz para lograr que sea más consumida.
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