Por qué se puede morir de pena al fallecer un ser querido
Las muertes de Carrie Fisher y Debbie Reynolds han vuelto a poner de actualidad la enfermedad del síndrome del corazón roto. Analizamos su veracidad científica y otros casos conocidos en la vida pública.
Broken heart (corazón roto). Este es el diagnóstico con el que prensa, compañeros actores y fans de todo el mundo han despedido a la legendaria Debbie Reynolds, una de esas tótems del Hollywood clásico de las que solo nos acordamos una vez dejan de estar entre nosotros (Doris Day y Olivia de Havilland pueden dar buena fe de ello). Para los que todavía no conozcan las circunstancias de la muerte de Reynolds, esta se produjo solo unas horas después de la de su hija, Carrie Fisher, la mítica princesa Leia. Reynolds no falleció a consecuencia de un fallo cardíaco. Tuvo un derrame cerebral, pero su hijo Todd Fisher, que estuvo con ella en todo momento, ha asegurado a la prensa que Reynolds «estaba bajo mucho estrés» por la muerte de su hija y que sus últimas palabras fueron «quiero estar con Carrie». Morir de pena o por tener el corazón roto parece un veredicto tan lírico como poco científico. Es perfecto, sin embargo, para tuitear y reincidir una vez más en el egocentrismo –¿demagógico?– de una sociedad que condena el 2016 por la muerte de varias estrellas de su cultura pop, a pesar de que también este año el porcentaje de personas en la extrema pobreza ha alcanzado su mínimo histórico. Pero aunque para muchos este término constituya un ataque de azúcar comparable al visionado en bucle de la escena de los carteles de Love Actually, morir por tener el corazón roto tiene una base científica que lo respalda y una lista de casos conocidos que lo trasladan a un espacio central de la opinión y alarma públicas.
La expresión ‘morir de pena’ tiene su base en una enfermedad conocida como síndrome del corazón roto o miocardiopatía de Takot-Tsubo (menos atractiva para incluirla en 140 caracteres). Esta presenta unos síntomas parecidos a los de un infarto de miocardio común, pero con la peculiaridad de que se produce por una detención momentánea del mismo, no por una obstrucción en las venas. En lugar de bombear el 60% de su volumen, el corazón pasaría a bombear solo entre un 20 y un 35, según apuntó a S Moda el cardiólogo del Hospital Clínico San Carlos, Iván Javier Núñez Gil. De esta manera, se duplicaría el riesgo de sufrir un ataque al corazón. En el artículo ¿Se puede morir de un corazón roto?, la psicóloga Ángeles Sanz Yaque vinculaba la enfermedad a una impresión de “profundo vacío” que se veía potenciada si la muerte había ocurrido de forma inesperada (como la de Carrie Fisher). Las mujeres son más proclives a sufrir este síndrome (una razón abrumadora de nueve a uno) por tener una “mayor vulnerabilidad emocional”. Los sentimientos de aflicción o amargura pueden provocar cambios “en la coagulación y la presión sanguínea, los niveles de la hormona del estrés y en el ritmo cardíaco”, resultando fatales para nuestra salud.
El fallecimiento consecutivo de Carrie Fisher y Debbie Reynolds es el último pero no el único sufrido por celebridades. En el apartado nacional, este mismo verano nos enteramos de la muerte del filósofo y escritor Gustavo Bueno, en las 48 horas posteriores al fallecimiento de su esposa. Pero el caso más conocido sigue datando de 1995, cuando una sobredosis de barbitúricos, alcohol y medicamentos se llevó a Antonio Flores a los 33 años. El cantante estaba sumido en una fuerte depresión durante las dos semanas que distanciaron su fallecimiento del de su madre, Lola Flores. En 2003, la voz por antonomasia de la música country, Johnny Cash, moría solo cuatro meses después de que lo hiciera su mujer, y figura clave en su carrera, June Carter. Sus seguidores y amigos confesaron que el cantante tenía “el corazón roto” desde entonces. También el director Simon Monjack desaparecía menos de un año después del fallecimiento de su pareja, la actriz de 8 millas, Brittany Murphy. Hace un año, el caso del jugador de futbol americano Doug Floutie conmocionó a todo el país. Su padre, enfermo por un largo período, murió de un ataque al corazón. Durante la misma mañana, solo una hora después, otro infarto cardíaco se llevó también a su madre.
Es lógico sentir cierta atracción romántica por casos como los de Cash y June Carter, imaginados como desafíos al rito católico que sanciona cualquier relación con un “hasta que la muerte nos separe”. Pero a pesar de que el alarmismo mediático pueda hacernos pensar lo contrario, en una mayoría de casos esta deficiencia cardíaca desaparece en un tiempo relativamente corto (aproximadamente una semana). Además, como evidencian los nombres mencionados en las anteriores líneas, la salud previa de los fallecidos juega un papel fundamental, siendo mucho más común en pacientes de edad avanzada o en aquellos que sufren de hipertensión (un 70% de los casos analizados) o colesterol alto (un 40%).
“Puede parecer que ocurre frecuentemente, pero es solo una consecuencia de la selección de noticias de los medios de comunicación”, afirma Dean Burnett en The Guardian. “’Una pareja de mayores muere con horas de diferencia’ es una historia de interés humano. ‘Millones de personas sobreviven a su esposo durante más de una década’ no lo es, así que solo oímos sobre los primeros casos”. Morir por tener el corazón roto es posible pero solo en un 2% de los casos. Otra cosa es la recuperación emocional y psicológica, que puede durar varios años. Para ellos, y para todos aquellos que se sientan afligidos por la muerte de la princesa Leia o algún otro ídolo, Spotify tiene la solución. Casi un millón de personas están suscritos a una lista de canciones perfectas para el duelo como The scientist de Coldplay, Someone like you de Adele o el Cry me a river de Justin Timberlake, bajo el título –claro está– de Broken Heart. De si es peor el remedio que la enfermedad, ya depende de cada uno.
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