Pellizcarse hasta hacerse heridas, el trastorno desconocido del que nunca se habla
La dermatilomanía o trastorno por excoriación lleva a arrancarse las costras o pellizcarse los granos de forma repetitiva para eliminar las imperfecciones de la piel, aunque logra justo lo contrario.
Estás preparando un examen. Mientras memorizas esa larga lista de leyes, medicamentos, procesos o lo que sea te arañas las cutículas que encuentras resecas. O te pasas las yemas de los dedos por las mejillas en busca de granitos incipientes y aprietas sin compasión. Lo haces de forma meticulosa, despierta, sin mirarte en el espejo, consciente, pero incapaz de parar. Al cabo de un rato, tienes las manos llenas de padrastros, incluso con heridas abiertas y sangrantes. O te has dejado la cara llena de rojeces y con heridas abiertas que, como ya te advirtió tu dermatóloga, van a reinfectarse y acabarán produciendo cicatrices difíciles de eliminar.
Este tipo de comportamiento se conoce en psicología como dermatilomanía o trastorno de excoriación. Dos términos de sonoridad espantosa que lleva a muchos profesionales a preferir su denominación anglosajona: skin picking (pellizcado de la piel). Se define como una necesidad compulsiva y repetitiva de rascar, excoriar o pellizcar la piel. “Afecta en mayor medida a mujeres, sobre todo, las de personalidad perfeccionista o que han tenido una educación muy autoritaria en la que todo debía hacerse correctamente”, explica la psicóloga Catalina Poza Santos, directora de Clínica Psicológica y de la Salud y experta en casos de problemas de piel y cabello relacionados con las emociones.
Quien sufre este trastorno puede acabar con lesiones tan visibles que hay quienes las miran de reojo, como si sufrieran algo contagioso. Es el principio de su via crucis. No faltan los que las acusan de falta de voluntad, incluso de buscar autolesionarse. En realidad, su propósito inconsciente es mejorar la piel, dejarla libre de máculas. “Al palparse y notar alguna imperfección, ya sea un pellejito, un grano o una costra, lo rascan de forma mecánica intentando alisar la piel. Como si con ese gesto fueran a lograr la perfección cutánea, cuando el resultado es todo lo contrario: se causan lesiones considerables”.
Cuesta concebir que alguien se destroce la piel a sabiendas para mejorarla. Esa incomprensión hace que quienes sufren este trastorno hayan creado una especie de hermandad en las redes sociales, compartiendo fotos y sus experiencias de cura/recaída en Instagram bajo el hashtag #skinpicking o #dermatillomaniarecovery. La autora de Dermatillomania Support Group aporta incluso un punto de vista artístico con acuarelas que permiten una mirada al interior de quien sufre el trastorno por excoriación
Rascar hasta hacerse sangre
La dermatilomanía se asocia a momentos de alto estrés. O de alta concentración. Fracciones de tiempo en los que la persona tiene la cabeza ‘en otra cosa’ y actúa de forma mecánica, incluso metódica, pero sin tener el control. Puede estar arañándose los granos de la espalda mientras lee un informe o socavando una costra en la rodilla hasta dejarla en carne viva. Viene a ser como parte del ritual de ese estado de concentración, pero tiene efectos muy negativos sobre su piel y su autoestima. “Muchas veces son conscientes de que están agravando el estado de su piel, pero no son capaces de parar. Y cuantos más años lleven repitiendo ese comportamiento, más inconscientemente lo hacen”.
El mecanismo de autodefensa del cuerpo solo se pone en marcha cuando ya es tarde. Es decir, cuando los padrastros están muy levantados, hay heridas abiertas, sale sangre o directamente, duele. “En ese momento paran, dejan de lacerarse esa región y permiten que cure. Pero se trasladan a otra zona y vuelven a empezar. Si están tocándose los granos de la mejilla pasarán a la barbilla, a la frente, al escote o la espalda. Si son los dedos, cambian de mano”, declara Poza Santos.
Vergüenza y miedo
Los problemas de la piel calan a otras esferas de la vida cotidiana. Unas manos llenas de padastros causan sensación de desaseo, de cierto descontrol. Incluso, provocan rechazo. Algo similar sucede con un rostro con laceraciones por haberse estado hurgando en los granos. Las personas que sufren trastorno por excoriación lo saben y tienden a esconder las zonas dañadas. “Surge un sentimiento de vergüenza y se tiende a ocultarlo. De hecho, se convierten en auténticas maestras del maquillaje. El problema cubrir las heridas suele agravar la infección y al llegar a casa la zona está aún peor», relata la psicóloga Poza Santos. «Así que volverán a tocarla para arreglarlo en cuanto vuelvan a darse esas condiciones de tensión o estrés, entrando en un bucle que hay que romper”.
La situación es peor en las zonas no visibles. “En invierno es fácil que se ceben con la espalda, el cuello o el escote porque saben que con la ropa esas zonas no se ven. Al llegar el verano, están en un estado terrible”, añade. Poco pueden hacer los dermatólogos más allá de abroncar y prescribir pomadas o antiséptico para acelerar la reparación de los tejidos y evitar la sobreinfección.
Pero lo que realmente aterroriza es saber que no son capaces de controlarlo. La autora de @dermatillomania.support confiesa en uno de sus stories que en un momento de bajón ‘me he atacado la cara. Estoy muy nerviosa porque hoy me hacen mi primer peeling químico. Esto supone que tendré que estar una semana sin tocarme la cara. Temo que, pese a todo, me la toque (…) Pero es momento para no avergonzarme y tener el tratamiento que necesito’. Acompaña esas líneas con un selfie donde se aprecian las lesiones aún recientes.
Intervención psicológica
La solución para romper el círculo vicioso es la terapia cognitivo-conductual. «Tenemos que romper los patrones que causan esa conducta de rascado y aprender a controlar esos impulsos”, señala Pilar Conde Almalé, directora de Clínica Origen. Lo primero es detectar qué estímulos desencadenan esa acción. Puede ser ponerse tensa ante los apuntes la víspera de un examen, pero también ese rato de relajación en el que te abandonas a la lectura tras un día de mucho estrés. Por lo general tienen lugar en momentos de soledad, es decir, se hace en casa pero no en la biblioteca rodeado de personas. “A partir de ahí trabajamos en las técnicas de la conducta incompatible, se enseña a controlar el estímulo y a manejar el estrés”, explica.
La duración del tratamiento depende cómo evolucione cada persona y de la gravedad clínica. También influye cómo impacta en su vida y si hay antecendentes de períodos en los que ha logrado controlarlo. A medida que se desarticula esa cadena viciosa de estímulo-reacción decae el hábito de rascado y la piel mejora. “En este punto pasaríamos a una fase de seguimiento durante seis meses para ver si se mantienen los resultados y prevenir las recaídas», apunta Conde Almalé. Es un proceso largo, lleno de emociones, en el que se trabajan técnicas de relajación, de respiración consciente, de asertividad y de autoestima. Pero que puede tener un final. Porque del rascado también se sale.
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