Gracias por el consuelo
La cosmética que amo es la que me habla con aromas y texturas.
Me encontré una vez con Monica Lewinsky. Fue en Nueva York y no recuerdo la fecha exacta, pero debía ser en torno a 1999, cuando ella era ya una de las mujeres más conocidas del mundo occidental. Era una tarde de invierno, de eso sí me acuerdo. Tras salir de clase había ido a dar un paseo por el West Village y entré en una tienda para refugiarme de ese viento gélido de Manhattan que, si no se ha sufrido, no se puede entender cómo te hiela el cuerpo y la moral. La tienda, pequeña y cálida, vendía velas y jabones, cuando las tiendas de velas y jabones no eran abundantes en España. Debía de ser cerca de las fiestas, porque olía a vainilla y canela y sonaba algo parecido a un villancico; eso también lo recuerdo. Me quité los guantes y mientras deambulaba probando y tocando la vi. Iba vestida de oscuro, como cualquier neoyorquina y llevaba una gorra. Monica Lewinsky miraba hacia abajo y parecía tranquila mientras olía jabones y velas. No había nadie más en la tienda. Me pareció muy joven.
Yo había seguido el caso Clinton-Lewinsky, la revelación de la relación entre ellos dos, el impeachment al presidente, el acoso mediático sobre ella, el abuso de poder que revelaba la situación y cómo Clinton sorteó el escándalo casi sin despeinarse. Lo tenía reciente y me había interesado. Aún me interesa; de hecho, antes de escribir estas líneas he estado viendo un capítulo de la docuserie The Clinton Affair y tengo curiosidad por ver lo que hará Ryan Murphy con ese material en la nueva edición de American Crime Story, que, en un poderoso giro de guion, produce la propia Lewinsky. Pero volvamos al siglo pasado, a esa tarde fría del Village. Un tiempo antes del encuentro en la tienda, Bill Clinton había acudido a la universidad en la que yo estudiaba, a pocos metros de allí, y había sido recibido con aplausos; hasta yo había acudido a verlo. Ver a Monica Lewinsky, a quien no era fácil reconocer, me produjo una sensación agridulce. Por un lado, qué triste era que una mujer de veintipocos años hubiera sufrido ese escarnio y tuviera que pasear por Nueva York sin levantar la mirada y con la cabeza cubierta. Por otro, me gustó que, en medio de un tiempo atroz para ella, encontrara consuelo en unos jabones y unas velas.
La cosmética que me interesa no es la que desanima a las arrugas ni la que me devuelve la firmeza; a esta tengo que dedicarle mucha fe y mi fe es finita y tiene otros focos. La que me conmueve es la que me consuela. Uso retinol, vitaminas, ácido hialurónico y los AHA con más disciplina que emoción. La cosmética que amo, porque la amo, es otra y en ella suena otra música. Es la que me habla con sus aromas y texturas, la cosmética-abrazo; a esta no le pido más que un tiempo de silencio, de encuentro con mi piel y de bienestar. Estas cremas, aceites y limpiadoras me hacen creer que tengo algo de control sobre mi vida; y quizá lo tenga. Es la cosmética del consuelo.
Estas últimas semanas de 2020 pasaremos tiempo repitiendo bromas acerca de lo nefasto que ha sido el año. Mal. No. Es el momento de sacudirnos el cinismo y dar gracias por aquello en lo que nos hemos apoyado cuando estábamos desconsolados. En este punto es fácil deslizarse hacia lo cursi pero, qué demonios, quiero subirme a ese tobogán. Gracias a las duchas largas como los inviernos de antes, gracias a las mascarillas que por primera vez en años dejamos el tiempo que decían las instrucciones, gracias a las manicuras caseras y a la concentración a la que nos obligaron, gracias a ese cepillo de madera con el que descubrí que peinarse por la noche era, además de literario, benéfico, gracias al día que descubrimos que podíamos pintarnos los labios de rojo para estar en casa y que eso era como comprar flores, gracias al colorete con el que recibimos a los amigos de las cenas caseras, gracias a los aceites de cuerpo que nos masajeamos con entrega y nos han permitido acariciarnos, gracias al cepillado en seco con el que agitamos la piel antes de meternos en la ducha, gracias a ese lápiz de ojos que, en dos segundos, nos hizo sentir en los Oscar, gracias a las velas que han escuchado (y visto) nuestras intimidades, gracias a los jabones de manos, que nos han protegido como los familiares que no teníamos cerca. Gracias por el aliento y el alivio. Muchas gracias.
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