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Cómo me voy a relajar
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Almudenas

“Me gusta observar a quien trabaja bien, sin aspavientos, como si fuera fácil”

Anabel Vázquez
Plató S Moda

Se llama Almudena. Hace tres meses alquiló un local en un barrio tranquilo de Sevilla, colocó un par de sillones, una cabina de tratamiento, un cartel que dice: Centro Estético Almudena Muñoz y una lista de precios en la puerta. Poco a poco, las vecinas comenzaron a llamar a la puerta. “Qué bien que hayas abierto, hija”, le decían. Ella gestiona su agenda por WhatsApp y apenas tiene huecos libres. Sus clientas salen con las uñas cuidadas, las pieles tranquilas y un ánimo mejor que cuando entraron. Hay muchas Almudenas en España. Ellas saben que su capital son sus manos y su capacidad para escuchar. Perseguimos a las Almudenas allá donde vayan y subrayamos sus citas en la agenda.

Algunas se llaman a sí mismas esteticién; cuántos años se ha usado este galicismo y qué bonito es. La Fundeu recomienda sustituirlo por esteticista, pero a mí me gusta: huele bien. Todas, incluyo a las peluqueras, responden a un arquetipo similar: alguien que domina el oficio y que día a día realizan depilación al hilo o con pinzas, kobidos, pedicuras con masaje, limpiezas faciales, color, cortes… Toda aquella persona que ha intentado teñirse el pelo sola sabe lo difícil que es hacerlo bien y sin que el cuarto de baño quede como si se hubiera cometido un delito mayor. Toda aquella persona que ha intentado hacerse la cera en las ingles en casa sabe que eso es un deporte de riesgo. Y no digamos quien ha querido hacerse la pedicura mientras veía un capítulo de Shetland. O se resuelve un crimen o se aplica el esmalte de uñas, pero no es buena idea desempeñar las dos tareas a la vez.

Hay Almudenas en los barrios y en los spas de los mejores hoteles. La estética son las personas que la trabajan, no las máquinas ni tampoco la infusión de jengibre en taza de cerámica que te ofrecen a la salida, aunque se agradezca siempre. He encontrado personas con talento en lugares muy modernos, como Work Your Face, donde hace poco me senté a que me trataran el bruxismo con un masaje manual. No voy a desvelar aquí la maestría de Diana Montoya realizando sus faciales sin prisa. Ni la eficiencia en el centro de uñas Mei, donde Lily aglutina a vecinas y no vecinas y donde todas terminamos haciendo y escuchando confesiones. Me he sentado en algunas de las mejores peluquerías de este país y también en otras muy sencillas y he encontrado profesionales en todas ellas. Acudo, cada pocas semanas, a teñirme la raíz a una discreta de Chamberí. La Almudena de este lugar se llama Mamen: me invita a leer las revistas del corazón de la semana y entiende mi pelo. Ojalá Mamen y Almudena tengan sus propias Mamen y Almudena. Las abrumo a preguntas: “¿Me estoy lavando bien el pelo?” o “¿Me lo corto un poco?” La primera respuesta suele ser “no” y la segunda “sí”. Acepto sus regañinas: “No te das crema todos los días en los talones, lo veo”, “un poquito de INDIBA te vendría bien”. Tomo nota de todo. Ellas saben más que yo. Me gusta observar a quien trabaja bien, que no es trabajar mucho, ni frunciendo el ceño, a quien lo hace sin aspavientos, como si fuera fácil y esto lo traslado a todos los territorios.

Puede que sea apañada en asuntos cosméticos y me anime a teñirme en casa, a maquillarme sola para una fiesta y a hacerme una coleta digna. La palabra apañada procede de pannus, “trozo de tela tejida, paño, tela” y significa limpiar con un paño y, por extensión, “ser aseada, hábil”. Serlo no implica dominar un acto, sino resolver, tirar para adelante. Por eso, cuanto más intento cuidarme yo, más valoro los oficios que nos cuidan por fuera, que también es hacerlo por dentro. Gloria a todas las Almudenas.

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