Cómo atajar los comentarios racistas en la mesa: nunca es buen momento para quien prioriza quedar bien
Elegir ser discreta, ignorar el comentario y tirar adelante. A las anfitrionas blancas nos paraliza la exigencia de buen tono
Alguien desliza un comentario racista. “Lleva el móvil a que te lo arregle uno de estos moritos”, o “Por lo visto eran gitanitos”, o “Ese parque está lleno de panchitos”. Algo leve: diminutivos, caricaturas, nada con vocación de gravedad. Es una velada afable, de personas que se consideran irónicas e inteligentes, capaces de manejar estereotipos con la misma finura con la que sumergen palitos de zanahoria en el humus. Yo, anfitriona, que me he esforzado mucho para que todo saliera bien —vino, postre, pequeños cuencos con frutos secos, mano quemada en la puerta del horno y un emoticono jovial a cada mensaje de “Llego tarde / Sorry”— estoy a punto de atragantarme. Todo iba bien, parecíamos buena gente. Esta ligereza acaba de insinuar un aire de supremacismo entre nosotros. ¿Qué hacer? Elijo ser discreta, ignorar el comentario y tirar adelante. Cualquier opción antes que confrontar; no quiero estropear la velada, con lo que ha costado reunirnos, poner los servilleteros y las galletitas saladas. Ya criticaré a esa persona otro día: me quejaré amargamente de lo mal que estuvo aquello, demostraré ante terceros lo progresista que soy y mi capacidad de análisis de la situación. Premio a la mejor anfitriona.
El mandato de género acerca de la destreza para recibir invitados parece algo anticuado, como de manual para el ama de casa de hace décadas. Es fácil imaginar una cena navideña tradicional donde la cocinera suplica, a menudo sin éxito, que no se hable de política en la mesa. Y sin embargo estos desencuentros no se dan solo entre primas y cuñados —ya sabemos que cuñado no solo designa a la pareja de un hermano o hermana; en su segunda acepción, aún no recogida por la RAE, es una persona banal y condescendiente con la que te ves obligada a coincidir—. También entre presuntos afines puede irrumpir la sorpresa más violenta, un miércoles por la noche, vino en mano y playlist exquisita de fondo. Vivian Gornick plasmó un desencuentro de este tipo en su texto Homenaje, publicado en España en la antología Mirarse de frente y dedicado a la escritora Rhoda Munk —un pseudónimo, quizá para la activista Dorothy Dinnerstein—: Gornick se disponía a servir el pollo asado para sus amigos cuando Rhoda se plantó ante otro invitado que no la escuchaba ni le permitía hablar apenas. Los invitados quedaron atónitos ante el gesto. “La horrible sensación de que el mundo tal y como lo conocía estaba haciéndose añicos […] Si Rhoda no podía decir lo que quería en la cena, tendría que levantarse de la mesa. Si no podía levantarse de la mesa, tendría que derribarla”. Gornick, como anfitriona, entiende la magnitud del evento: el fin de la sumisión de las mujeres progresistas hacia los hombres progresistas. La revelación de “los pequeños crímenes contra el alma que se cometen en la cena media”.
Hace años que entendimos que el feminismo puede romper en pedazos un primoroso servilletero. Una vez le aseguré a Mayoko Ortega, una pensadora e investigadora antirracista, que “la próxima vez” sabría replicar a un comentario odioso. Se mostró escéptica: ¿llegará ese momento idóneo? Yo he leído artículos y libros sobre antirracismo —algunos, en el club de lectura que coordina la propia Mayoko junto a Basha Changue, La casita—, y he compartido las stories adecuadas para demostrar lo concienciada que estoy. Y sin embargo Mayoko tiene razón: nunca es buen momento para quien prioriza quedar bien. Regina Jackson y Saira Rao, autoras del libro White women: everything you already know about your own racism, lo saben; a las anfitrionas blancas nos paraliza la exigencia de buen tono, y las cenas son paisaje patrimonial de la feminidad que se pretende hábil, integrada, plena. Jackson y Rao han emprendido una iniciativa titulada Race 2 dinner en la que ofrecen una conversación honesta sobre racismo. Acuden allí donde una anfitriona blanca esté dispuesta a coordinar a las asistentes, a encargarse del menú y a respetar las reglas de la experiencia. El precio total está entre 2.500 y 5.000 dólares y la duración es de dos horas, tiempo ajustado a la intensidad de la propuesta; si alguien tiene la necesidad de llorar, ante las preguntas y reflexiones que allí se hacen, deberá irse a otra sala hasta que se haya tranquilizado. Esta norma está diseñada a partir del profundo conocimiento que el antirracismo tiene de las famosas “lágrimas blancas” que a menudo las mujeres blancas utilizamos para canalizar nuestra frustración cuando nos sentimos señaladas como racistas o cómplices. En el documental Deconstructing Karen se recoge el desarrollo de una de estas cenas. Karen es un nombre que ha pasado a simbolizar a la mujer blanca y autoritaria que se escuda en protocolos de buen tono. En esta cena se habla sobre racismo, se escucha, se calla; también se hierve de ira. Y al final se sobrevive. No se acaba el mundo por poner el racismo sobre la mesa.
El arquetipo de la cena como un espacio para la blanquitud y feminidad tradicional más hipócrita ya estaba presente en series como Mujeres desesperadas: en un capítulo de 2006 la rígida Bree van de Kamp sospechaba de su vecina, anfitriona perfecta que alardeaba de su capacidad de organización para preparar ella sola los deliciosos platos para sus invitadas. Cuando el FBI irrumpe durante el almuerzo y desvela que en la cocina hay una mujer china esclavizada —que luego se convertiría en un personaje secundario recurrente de la serie, Xiao Mei—, Bree termina su plato de pudding de ciruelas con un gesto de satisfacción. Lo importante era competir por el estatus de anfitriona perfecta, y por fin había descubierto el truco de su rival. La reciente película El club del odio de la directora Beth de Araujo perfila, de un modo más incisivo todavía, la carga tras los suaves modales de una convención social. Un grupo de mujeres se unen para merendar repostería casera y formar un grupo de ideario fascista, sin renunciar a valores tradicionales femeninos —el título original de la película es Soft & Quiet—. Entusiasmadas por lo bien organizado que está todo, se atreven entre risitas a trazar una esvástica con el cuchillo de la merienda sobre la cobertura de la tarta.
La escritora Gabriela Wiener contó hace meses en un artículo titulado Panchita de mierda que, durante una alegre velada entre feministas, una mujer la increpó por llevarle la contraria. Las personas de alrededor exigieron a la insultadora que se disculpase si quería permanecer allí; esta pidió perdón y un abrazo. Wiener aceptó las disculpas pero no el abrazo, para consternación de la mujer, que se fue de allí herida en su orgullo y negando ser racista a pesar de haber proferido el insulto que dio título al artículo posterior. Como dice Robin diAngelo en Fragilidad blanca, un libro cuya lectura recomiendan Rao y Jackson antes de asistir a una de sus cenas honestas: “Los progresistas blancos, de hecho, mantenemos y perpetuamos el racismo, pero nuestra actitud defensiva y nuestras certidumbres hacen que sea prácticamente imposible que alguien intente explicárnoslo”. DiAngelo observa que las personas progresistas dedicamos nuestra energía principalmente a demostrar, en vez de a hacer.
En ese sentido, desde luego, la escena que describió Wiener recoge un ejemplo de buena praxis por parte de quienes estaban alrededor. Hizo falta una gran dosis de energía colectiva —y la firmeza de la propia Gabriela Wiener— para afrontar la feroz autodefensa de quien se había visto señalada. Hizo falta que Vivian Gornick aceptara que su invitada tenía razón al plantarse ante los modales abusivos de otro alegre comensal. Y es necesario que yo, como anfitriona, deje de considerar más importante la exquisita playlist de fondo que las palabras que se manejan como cuchillitos de untar paté. Prometo, como si una promesa sirviera por sí misma, que la próxima vez, mientras coloco el salvamanteles, seré capaz de decir: “Eso es un comentario racista”.
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