Los Reyes son las madres y otras trampas de la Navidad
La exaltación de las tradiciones, la familia y las celebraciones con personas a las que no siempre soportas, se vuelven una ‘escape room’ de la que cada vez más gente huye. Y no me extraña
La cosa consiste en reunirse en torno a una mesa con gente a la que no has elegido, consumir cantidades innecesarias de comida y poco recomendables de alcohol, y gastar mucho en regalos y postres y trajes y adornos y petardos. Un plan sin fisuras. En un país en el que 58 mujeres fueron asesinadas el pasado año por su pareja o expareja hombre, la mitad de los abusos sexuales en la infancia son cometidos por miembros de la familia (el padre, en el 25% de los casos) y 6 de cada 10 personas LGTBIQ+ ocultan su orientación sexual o su identidad de género a sus familias, la fiesta no parece ser igual para todes.
Las sirvientas vuelven a casa por navidad
En una sociedad -como es la española- que va diluyendo los roles patriarcales de género a medida que avanza la conciencia feminista -y la conciencia a secas-, en navidad Beauvoir y Butler saltan por la ventana y -como si fuera La Invasión de los Ultracuerpos, pero con Martha Stewart en vez de Donald Sutherland- todas las mujeres nos convertimos (o se espera que lo hagamos) en alegres y pizpiretas cocineras, reposteras, camareras, friegaplatos, anfitrionas, personal shoppers, decoradoras, envuelve-regalos, duendecillas eficaces y entregadas a la felicidad ajena, incansables conejitas de Duracell con delantal de gala. Y los hombres de España, casi todos ya en proceso de deconstrucción (no es ironía, es sarcasmo) descuelgan de la pared del salón el diploma del Master en Mansplaining y olvidan súbitamente cómo se hacen las tareas más sencillas, como poner la mesa, llenar el lavavajillas, recoger la cocina o evitar la explotación de las mujeres a las que se supone que quieren.
“Pues en mi casa cocino yo” dirán algunos, mientras su madre, su hermana, su ex mujer y su cuñada miran para otro lado pensando en venenos o avisos de bomba, antes de volverle a permitir monopolizar la totalidad de los electrodomésticos, la atención y el bicarbonato haciendo su “plato estrella” esperando a que le conceden la idem Michelín.
No tiene sentido performar mansión
No vivimos en Connecticut. El tamaño medio de los pisos en España es de 97 metros cuadrados, y eso significa que los que le faltan a la tuya están en los 1.800 de la casa de los reyes (los Magos no, los que pagamos a escote) o de otra gente más trabajadora y más lista que tú. No hay sitio en nuestras casas para reproducir el anuncio de El Almendro, ni chimeneas en las que colgar los calcetines, ni tiro de cámara para grabar a los peques abriendo los regalos que han comprado sus madres, tías y abuelas (porque Los Reyes son las madres) ni dónde poner un abeto, a no ser que tires un tabique. Haces el cambio de armario, apilas las sartenes y los vasos, subes cosas al altillo de los armarios y tienes un recogedor plegable, porque no tienes sitio para tí. ¿Por qué fingir que puedes organizar un banquete?¿Crees que como pones la vajilla elegante y flores de pascua del súper nadie va a reparar en que no cabéis?
No hay ventanales a los que correr cuando empiece a nevar sobre el jardín, no hay jardín que mirar, y seguramente no va a nevar en Nochebuena, a no ser que estés en Soria y coincida con uno de los 4 días que suele caer nieve en la región en diciembre. ¿No es hora de que tú también dejes de fingir que hay renos voladores sin límite en la tarjeta de crédito?
Salir, beber el rollo de siempre
Si solo fueran las cenas y comidas en las fechas señaladas, ya sería bastante grave. Porque no parece una estrategia muy constructiva obligar a coincidir en torno a una mesa en la que no caben a personas que no se conocen mucho, básicamente porque no quieren. Añadirle las burbujas del cava de la tele, puede generar una alquimia que le dé para una secuela de Festen a Thomas Vinterberg. Las tensiones inicialmente aterciopeladas por la cortesía que acompaña a la incomodidad, se van estirando a medida que las copas se llenan y los platos se vacían y, para la bandeja de turrones, ya están los reproches al punto. Suben y se expanden y estallan, apretados en la faja de tu salón enano y te joden la idea de que este año sí, tu navidad se va a parecer a La Navidad.
Pero al menos con tu familia puedes fingir que no ha pasado, como toda la vida. En las cenas de empresa, las comidas con tus compis de crossfit, de pilates, de natación o de la actividad en la que finjas tener una vida que mola, ahí tienes que sostener el personaje que creaste para que no te conozcan en persona y eso, entre el cóctel, el lambrusco, los brindis y el tequifresi se va poniendo difícil, en plan oscar. Y así acaban esas cosas. Con números de teléfono nuevos, que no se te ha ocurrido pedir en todo el año, confesiones a la luz de la cola del baño y acidez en el estómago y en el extracto de la tarjeta, porque elegisteis el Menú Especial Ni Calidad Ni precio.
Compartir mesa y etanol con gente con la que ya compartes sangre puede ser una tortura sin secuelas evidentes, pero de la resaca de haberle contado quién eres en realidad al público de tu mejor personaje secundario puede que no te recuperes nunca. Y siempre puedes no volver a pilates, pero no parece una opción cargarte a toda la plantilla, solo para no dejar testigos.
El señoro es nuestro Dios
La mezcla de tradición, religión, alcohol y capitalismo genera -por lo que sea- el microclima perfecto para que la masculinidad que has mantenido a raya a base de ignorarla o esquivarla durante el año tenga su particular Drag Race. Es la fiesta del señoro. Cortar el pavo, acabar la cena de la empresa en un puticlub, bendecir la mesa, hacer torres con las copas de cava, explotar petardos, babosear a las compañeras de trabajo borrachas, comer muchos animales muertos, tomar gintonics de día, cantar a gritos en la sobremesa, hacer bromas machistas y homófobas como si estuvieran en su casa, explicar el mundo al público cautivo en el comedor de su suegra, reírse del colesterol y dejar que le sirvan y le retiren los platos; estas fechas envuelven para regalo todo lo que está mal en un mundo en el que Jesús, si estuviera ahora mismo naciendo en Belén, acabaría asesinado.
Lo queer no quita lo valiente
Es difícil la navidad si eres disidente. Porque está diseñada para personas cisheteroblancas cristianas con familias normativas y funcionales de clase media alta en las que no falta nadie y que se llevan bien. Y eso es raro. Pero, en estas fechas más, se te impone la idea de que la rara eres tú. Por soltera, por divorciada, por lesbiana, por vegana, por sin hijas, por sin piso, por extranjera, por atea, por bisexual, por la que sea tu excentricidad en esta fábula de gente normal que hace cosas que son normales porque salen en las películas.
En el mejor de los casos, las familias son mini arcos parlamentarios, en los que cabe gente que opina que la caza es un deporte, que las plantas también sufren y que las fronteras ponen orden. Y puede ser tremendo escucharles. Pero cuando tu vida es anormal, cuando necesitas que la gente que se supone que te quiere acepte -escúchame bien lo que te digo: acepte- lo que eres, cuando hay gente sentada a tu mesa que ha sido advertida de tus rarezas para no meter la pata, cuando “tu gente” tiene que medir sus palabras, porque si dijera lo que piensa se armaba y no es plan, cuando todo el mundo es consciente de quién desentona en ese frutero de manzanas sanas; estar “en familia” puede ser un dolor que viene a hincarse otra vez en la postilla de la misma herida infectada, como la jeringuilla atravesando la costra de pus en la columna vertebral de Demi Moore en The Substance.
No todo el mundo tiene familia con la que reunirse en alegre comunión. No todas las familias son gente con la que reunirse.
¿'Show must go on’?
Yo no digo que no aprovechemos que un año se acaba -y parece que hemos sobrevivido- para celebrar la vida, el solsticio de invierno o el superávit de uvas. Pero ¿de verdad tenemos que hacerlo con una fiesta supuestamente tradicional que es una réplica de los anuncios que copian a las películas que se supone que reproducen lo que es una celebración deseable? ¿De verdad renos en el Mediterráneo, nieve en Canarias y un señor con traje de los colores de un refresco? ¿De verdad juntada obligatoria, sonrisa obligatoria, indigestión obligatoria, resaca obligatoria, heterosexualidad obligatoria, normalidad (qué será eso) obligatoria?
Nos merecemos acabar el año haciendo promesas que queramos cumplir, con gente con la que queramos estar, bebiendo (quien quiera) para disfrutar, no para olvidar; comiendo cosas que no hayan sido sacrificadas y sin fingir. Sin blancos con la cara pintada de negro haciendo de Rey Mago, sin tarjetas-regalo, sin menús concertados, sin cuñados.
Yo pienso despedir 2024 con gente a la que no le tenga que explicar que celebrar es estar bien, comer cosas ricas que no han tenido que ser pagadas a plazos ni compradas antes y congeladas para esquivar regatear, hacer regalos que digan algo de quien los recibe y de quien los entrega, buscar los paraísos artificiales para el placer y no para la supervivencia y que, como dice Preciado, si no percibes la violencia social, seguramente es porque la estás ejerciendo.
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