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De Granada a Algeciras con Truman Capote

‘Color local’ fue el primer libro de no ficción del escritor estadounidense y en él reunió crónicas de viajes y retratos de ciudades como Venecia, Nueva Orleans o Tánger

Truman Capote
Truman Capote posa en Brooklyn, con Manhattan al fondo, en marzo de 1958.David Attie (Getty Images)
Andrea Aguilar

Viajar acompañado, qué duda cabe, exige ir en muy buena compañía, pero casi igual de importante —o puede que más, según el contexto y la duración— es contar con un buen narrador al escuchar el relato de estancias vacacionales y aventuras ajenas. Con su escritura cercana e inteligente, su atinado ojo para el detalle y su gusto por la descripción y las personas, viajar leyendo a Truman Capote (Nueva Orleans, 1924-Los Ángeles, 1984) acorta distancias, sin importar que sus crónicas fueran escritas hace más de medio siglo.

Truman Capote con su 'bulldog' en el muelle de Portofino (Italia) en los años cincuenta.
Truman Capote con su 'bulldog' en el muelle de Portofino (Italia) en los años cincuenta. Mondadori Portfolio (Mondadori via Getty Images)

Color local fue el primer libro de no ficción que publicó, en 1950, el autor de A sangre fría. Había sido coronado como niño prodigio de las letras estadounidenses de posguerra hacía apenas cinco años, cuando en 1945 uno de sus relatos había llamado la atención de un editor que le propuso reunir algunos más y publicar su primer título, Otras voces, otros ámbitos, que vio la luz en Estados Unidos tres años después. Luego llegó la antología Un árbol de noche y el debut de las crónicas de viaje, Color local. Y aunque en español estuvo incluido en el volumen Los perros ladran (Anagrama, 1999), Elba lo ha publicado ahora de forma exenta con una nueva traducción, a cargo de la editora Clara Pastor.

Estas crónicas de Capote arrancan con viñetas de ciudades que conocía bien como Nueva Orleans, Nueva York o Los Ángeles, antes de aventurarse hacia Haití, aterrizar en Europa —un viaje que le permitió “volver a mirar el mundo con asombro”— y cruzar hasta Tánger —“el lugar ideal para ir” si estás huyendo—. Después, le llega el turno a España con un trayecto en tren desde Granada hasta el puerto de Algeciras lleno de costumbrismo, al estilo de los clásicos viajeros ingleses del XIX, y también de aventura, con un guiño a los legendarios “bandidos” que Capote cree equivocadamente ser los causantes de un violento parón. Unos años más tarde, el autor regresaría a la Costa Brava, a Palamós, tres veranos consecutivos mientras esperaba la sentencia final de los asesinos de la familia Clutter y escribía A sangre fría, su soberbio relato de todo aquello con el que cambió el reportaje literario para siempre y alumbró la edad dorada del Nuevo Periodismo.

Capote, leyendo un manuscrito en Venecia en los años cincuenta.
Capote, leyendo un manuscrito en Venecia en los años cincuenta. Graphic House (Getty Images)

De vuelta a sus viajes y primeros éxitos, la conversación “agradable y melodiosa” que el escritor escucha a través de los ventanales abiertos en su ciudad natal queda plasmada en las páginas de Color local, en las que captura tanto el ambiente de un zoco plagado de misteriosos extranjeros como la perezosa desgana de una tarde en el barrio francés de Nueva Orleans. El autor cuidó al máximo la publicación de este libro de viajes, en cuya primera edición en Estados Unidos incluyó fotograbados de Henri Cartier-Bresson, Louis Faurer o Bill Brandt.

En el texto se detiene en los carteles irónicos detrás de la barra de un bar de mala muerte en Nueva Orleans o los barrocos almohadones aterciopelados de una mansión en Los Ángeles —”parecía el escondrijo ostentoso de un viejo contrabandista empeñado en demostrar que las cosas iban bien”— para construir unos decorados que atraviesa con mirada implacable. La señorita Y., sobre quien confiesa tener “un interés casi clínico”, es descrita como “el piano que hay en el salón: elegante, pero un poco desafinado”; y la italiana Gioconda, que se ocupa de adecentar su casa en Ischia “cuando está triste, lo que suele suceder a menudo, tiene el aspecto de un bollo de pan remojado”. Otra de sus cocineras parece ser tan negada en los fogones que consigue espantar al distinguido fotógrafo Cecil Beaton con un pollo cocido, asado y frito.

De derecha a izquierda, el matrimonio Bowles, Paul y Jane; Truman Capote y otros dos amigos en Tánger.
De derecha a izquierda, el matrimonio Bowles, Paul y Jane; Truman Capote y otros dos amigos en Tánger. Fotografía cedida por Pepe Carleton

En Estelle, la escandinava que conoce en Haití, parece sonar un ensayo de Holly Golightly, la protagonista de Desayuno con diamantes, obra que sería su consagración como novelista: “No hay una única Estelle sino varias. Una de ellas es la heroína de una no muy buena novela de amor: hoy estoy, mañana no, bienvenido al mundo de los corazones rotos y ese tipo de payasadas”, escribe. Y ante su doble avistamiento en una misma semana de la gran Greta Garbo en la calle en Nueva York anota: “Alguien preguntó: ‘¿Crees que es inteligente’, una pregunta insultante; en serio, ¿a quién le importa que sea o no inteligente?”.

Capote llegó a Manhattan en edad escolar para vivir con su madre y su padrastro, de quien tomó el apellido. Dejó atrás a sus tías de Monroeville en Alabama y a su mejor amiga, que también acabaría triunfando como novelista, Harper Lee, y se lanzó al mundo de las it girls del momento. En su escuela en este grupo estaba, por ejemplo, Oona O’Neill, que fue novia de Salinger y acabó casada con Chaplin.

Capote conoció a fondo el “mito” y la realidad de esa ciudad. Fue becario y corrector en The New Yorker, antes de pelear con Robert Frost, y juez y parte del glamur de Manhattan que él supo multiplicar con su legendaria fiesta en el hotel Plaza en 1966 y su círculo de cisnes —así llamaba a sus amigas de la alta sociedad que acabaron dándole la espalda por las indiscreciones expuestas en su último libro inconcluso Plegarias atendidas—. En Color local escribe que es un lugar habitado por “la secta de los talentosos sin talento, demasiado perspicaces para aceptar un ambiente más provinciano, pero no lo bastante para respirar con soltura en ese otro ambiente que tanto anhelan”; y continúa: “Así subsisten, alimentándose neuróticamente de la parte marginal de la escena neoyorquina”. Cuenta que llegó solo sin su tata, y reflexiona: “Viajar solo es desplazarse por un páramo. Pero si se ama lo suficiente, a veces llegas a ver por ti y también por el otro”.

Aunque sus crónicas detallan largas estancias que van mucho más allá de las escuetas vacaciones, con sus apuntes sobre lo horrible que es hacer la compra en verano y lo feliz que él se siente en un lugar normalmente atestado de turistas que resulta estar a medio gas, no hay forma de no pensar que Capote ya se bajó del tren y está pasando este agosto con nosotros.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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