Sofá, manta, internet y coronavirus
La epidemia nos empuja a convertirnos en ermitaños digitales, pero ya existía una tendencia a recluirnos desde la ilusión de vivir conectados.
Los humanos somos animales sociales: nos gusta la manada, la tribu, sentirnos parte de la multitud, participar en algo más grande que nosotros. Desde la antigüedad hemos participado en ritos, en mercados, en fiestas y en sepelios. Nos gustan las danzas alrededor de la hoguera, el circo con gladiadores o con payasos, San Fermín, dar vueltas a la piedra negra en La Meca, las verbenas que pintó Goya, el carnaval de Río, la grada que grita gol o jalea a una banda de rock, el 8 de marzo o la foto de Colón.
Pese a la tendencia gregaria de nuestra especie, la soledad ya se extendía como epidemia en las últimas décadas. Según avanza el individualismo, la vida comunitaria se ha ido debilitando y ni la familia ni el círculo de amigos son tan extensos como eran. Como la esperanza de vida aumenta, tenemos las ciudades llenas de ancianos solos. Y la vida digital ofrece al solitario entretenimiento sin límite sin el incómodo roce con otros humanos desde la sensación, engañosa, de vivir conectado a una colectividad difusa.
Entre jóvenes de todo el mundo abunda el fenómeno llamado hikikomori: pasan el día en la burbuja de su cuarto, refugiados en la consola, el ordenador o el móvil. Creen tener una vida, solo esa, en el ciberespacio. El término apareció en los noventa en Japón, donde una encuesta detectó a más de medio millón de ermitaños digitales, en su mayoría varones entre los 20 y los 30 años. A esta forma de vida se ha llamado también cocooning, del inglés cocoon, capullo, o nesting , de nest, nido. Y, sin tantas connotaciones misántropas, el marketing nos vendió el hygge como referente: ese estilo de vida escandinavo muy centrado en la sencillez de la vida casera, eso de la “república independiente de mi casa”. Muy propio de lugares con largos, oscuros y fríos inviernos, no de un país mediterráneo.
Hoy la sociedad del miedo nos recluye del todo entre cuatro paredes, y más nos vale aceptarlo. Llegó el coronavirus y se cerraron colegios y estadios, se vaciaron bares, cines, hoteles o discotecas, se nos confinó en nuestras casas por un buen motivo; frenar una escalada mortífera. El plan perfecto, y obligado, es de sofá y manta, Netflix o HBO, Play Station o XBox, cena casera, mejor, pero si no de Glovo y Deliveroo, compras en Amazon y Alibaba mientras continúe permitido el reparto. Teletrabajo en pijama, días sin afeitarte o peinarte. Nuestro único ritual colectivo, ahora, es el aplauso de las ocho desde balcones y ventanas.
La revista Wired da estos consejos a los WFH (work from home, los que trabajan desde casa): vístete, reserva un espacio como oficina, prepara snacks saludables, haz pausas para la gimnasia o pasear al perro... Todo esto se dice porque en el fondo sabemos que el aislamiento no es nuestro hábitat, que necesitamos a la manada.
El teletrabajo con flexibilidad puede ser un avance histórico para los trabajadores y seguro que aprenderemos mucho de esta experiencia. Pero ¿aprenderemos a vivir sin roce humano, sin abrazos ni dos besos, sin los ritos de masas que siempre nos fascinaron? Cuando pase la peste, ¿volveremos a ser lo que fuimos?
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