Más allá de lo que entendemos hoy por transformación digital
Los síntomas nos dicen que no estamos subiendo un escalón más de un modelo de sociedad, sino que nos encontramos ante una fractura.
En este tiempo sacudido por la aceleración de los cambios, conforta que nos digan que estamos en la fase de transición a un nuevo estadio de la sociedad industrial. Una interpretación así de lo que nos está sucediendo suaviza la inquietud y la desorientación, pues nos hace ver que no salimos del modelo que ha conformado el mundo desde hace dos siglos, y en el que, por tanto, hemos nacido. Tan solo lo intensifica. Seremos más productivos. Así que debemos adquirir las destrezas para no quedarnos relegados y para sacar el mayor rendimiento de las nuevas condiciones. Personas, empresas, educación… tienen que hacer este esfuerzo.
Pero lo que nos está pasando no tiene tan fácil desenlace. Los síntomas nos dicen que no estamos subiendo un escalón más de un modelo de sociedad, sino que nos encontramos ante una fractura. Y de ser así, cuesta mucho más afrontar la situación a causa de la incertidumbre que la acompaña.
Aunque nos impresiona la aceleración de esta sociedad, no podemos deducir por ello que igual que va todo tan rápido también llegarán con prontitud los efectos de esta agitación que todo lo trastoca, y concluya así este desconcierto. Porque es solo el principio de una transformación de alcance imprevisible, aunque no por eso deje de mostrar desde sus comienzos la magnitud que encierra. Para ello es necesario no interpretar a partir de los esquemas de lo que ya conocemos —la sociedad industrial— lo que está difusamente apuntando. Hay que prepararse para un proceso evolutivo del ser humano que tan solo su arranque ocupará mucho más que unas cuantas generaciones pioneras.
Hace unos años, ante los primeros síntomas de la ola que se levantaba, quienes oteaban el horizonte compararon el fenómeno digital a la invención de la imprenta y sus efectos. Al verla crecer, ya más cerca de la costa, se pensó en la magnitud de la transición al Neolítico. Pero quizá hoy estas asociaciones se quedan cortas y hay que aproximar este momento a otro capital por el que pasó la evolución de la vida: cuando precisamente su éxito evolutivo consiguió que una de sus formas microscópicas que burbujeaban en el océano utilizara la luz del sol como fuente energética. El resultado de este logro adaptativo trajo, sin embargo, consecuencias peligrosas, pues fruto del nuevo metabolismo mares y atmósfera se transformaron en un entorno oxidante, dañino para la vida tal como se había desarrollado hasta ese momento.
Afortunadamente la vida halló forma de que el nuevo entorno tóxico no fuera destructor, sino que el oxígeno se convirtiera en una fuente energética muy superior a las hasta entonces utilizadas por la vida, lo que supuso que se abrieran unos caminos evolutivos imposibles sin ella.
Pues bien, ahora nuestro nuevo entorno oxidante para la vida inteligente es la información. La exuberancia de la sociedad industrial, con sus recientes desarrollos tecnológicos, ha producido tal sobreinformación. Unas condiciones nuevas, radicalmente nuevas, para los cerebros. Así que muestran claras disfunciones a todos los niveles. La toxicidad por la sobreinformación se llama ruido. En la empresa, en la educación, en la política, en las relaciones personales, en la cultura…, el entorno saturado está dejando huella con las disfunciones. Y es que si bien el cerebro necesita la información para desarrollarse y funcionar, su exceso le bloquea.
Nos encontramos ante una empresa fenomenal de la vida inteligente: transformar el cerebro con el fin de que pueda metabolizar tal cantidad de información, para la que nunca se le había puesto a prueba. Si eso se consigue, quizá entremos en otro dominio de la evolución humana.
Este reto significa que se consiga que lo natural y lo artificial —cerebro y artefacto— se integren en una simbiosis hasta ahora jamás alcanzada en la evolución. Pero esta simbiosis nada tiene que ver con la reducción ingenua a un implante de un chip, sino con algo invisible, intangible y envolvente hecho con la Red omnipresente, la robótica (que aún tratamos, por inercia de nuestro mundo industrial, como si fueran máquinas), la inteligencia artificial, los macrodatos (big data), internet de las cosas (como máximo exponente de la capilaridad de la Red)…
Para que este ciclo se cierre eficazmente, se necesita que intervenga sobre el cerebro una educación (a todos los niveles) que ahora falta".
Todo ello interrelacionado constituirá una prótesis para nuestro cerebro en la que dejaremos exentas funciones de captación, conservación, circulación y procesamiento de ingentes cantidades de información inalcanzables para un cerebro por sí solo. Y a la vez habrá que potenciar el cerebro en su capacidad natural de generar conocimiento, creatividad, imaginación y potentes abstracciones, que se sofocan si tiene que atender a demasiada información.
Por esta simbiosis, la tecnología amplificará la capacidad natural del cerebro y a su vez el cerebro así potenciado proporcionará el conocimiento que perfeccione esa tecnología. Sin embargo, para que este ciclo se cierre eficazmente, se necesita que intervenga sobre el cerebro una educación (a todos los niveles) que ahora falta, porque quizá no se ha comprendido aún el alcance de esta transformación.
Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid
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La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
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