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La Red está en el cielo

La intimidad es un territorio de información: en el centro está la persona y es ella la que marca sus límites, explica este catedrático de la Universidad Carlos III

Getty Images

Durante el paseo, el padre preguntó al niño, siguiéndole así el juego de preguntas inagotables que bullen en la afortunada curiosidad infantil: ¿Y dónde crees que está el Aleph? No nos tiene que extrañar esta pregunta a un niño, pues los alefitas —habitantes de un escenario posible de la vida en digital, en el que quizá desemboque este mundo que vivimos ahora—han dado a la Red el nombre de Aleph.

La cadena de bloques (blockchain), un desarrollo tecnológico de la Red, incipiente, pero que ya ha abierto un panorama turbador, es un síntoma muy expresivo de que la Red no es solo una dilatación de alcance planetario, sino, y principalmente, una asombrosa contracción del espacio y del tiempo

El niño, tras un momento de indecisión, movió la cabeza como buscando el lugar, y terminó mirando hacia arriba y señalando con su dedo el cielo.

La Red, desde el principio, nos hizo ver que no podría desarrollar toda su potencialidad si no se le aportaba cada vez más información de sus usuarios. De no ser así, crecería con la exuberancia de una selva, pero se haría intransitable. El resultado de este dilema es que en vez de selva se ha transformado en inmenso arenal, de finísimos granos de arena, ceros y unos. Aceptamos estar sobre él —conectados a la Red—, sabiendo que dejaremos huella en la arena con cualquier movimiento que hagamos.

Pero es más —y para ir comprendiendo la respuesta del niño—, la Red tiene la absorción del espejo: nos mete en el otro lado, en un espacio virtual. De tal manera que cualquier acción deja su señal al otro lado. No podemos hacer nada sin que lo observe. La Red es un salón de espejos en el que nos sentimos permanentemente expuestos a sus miradas; desarrollaremos nuestra vida observados por los espejos, conscientes de que todo lo que hagamos «aquí» tiene su reflejo «ahí», tras la superficie de cristal. Y ya comenzamos a vivir esa dualidad.

La cadena de bloques (blockchain), un desarrollo tecnológico de la Red, incipiente, pero que ya ha abierto un panorama turbador, es un síntoma muy expresivo de que la Red no es solo una dilatación de alcance planetario, sino, y principalmente, una asombrosa contracción del espacio y del tiempo, hasta llegar a un espacio sin lugares y sin demoras. Por eso los alefitas la llaman Aleph.

Esta implosión hace que, a pesar de formar parte de la Red miles de millones de seres humanos y de objetos, estamos expuestos como si viviéramos en una pequeña comunidad. En un grupo reducido todos se conocen, todos los actos de cualquier miembro se perciben, la comunidad es testigo, no se necesitan ni documentos en papel ni terceros que den fe, ni intermediarios. Pero es más, en la Red, con la «cadena de bloques», quien te observa no es el vecino, sino centenares o miles de «miradas mecánicas» que registran tu actividad, que asisten al instante, en ese espacio sin lugares, para atestiguar una acción personal que se realice en cualquier punto del planeta. Y esa omnipresencia siempre la hemos atribuido a la divinidad.

Sentirse observados por la divinidad, dejar en ella constancia de todos nuestros actos, confiar en la justicia de ese conocimiento y de las pruebas indelebles. Pues bien, ahora esa experiencia espiritual se traslada a la Red. Tanto una como otra mirada sobre nuestra existencia residen en un espacio sin lugares, y de ahí que los humanos necesitemos, por nuestra naturaleza física, darles lugar. Y es cuando elevamos la cabeza al cielo.

¿Por qué el lugar de esa omnipresente mirada está ahí arriba? La intimidad es un territorio de información: en el centro está la persona y es ella la que marca sus límites. La mirada de otra persona es una forma de penetrar en ese territorio. Cuidamos por tanto, con normas de educación, la forma e insistencia de la mirada, y el uso de artefactos, como las cámaras, para amplificar esa mirada. Nos perturba más aún que nos miren desde atrás, pues no podemos controlar esa intromisión. Pero la más perturbadora es la mirada cenital, porque penetra directamente en el centro del territorio personal. Hace sentir que quien mira desde lo alto domina la observación, y con un campo de visión muy superior.

Comprendemos así la reacción del niño ante la pregunta de su padre: la mirada omnipresente y omnisciente de la Red tiene que venir de arriba, del cielo…, aunque la duda para nosotros hoy, ante este escenario posible, es si será providente, como un buen dios, o usurpadora de nuestra intimidad.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático por la Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

 

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