Oye, Siri
La voz va camino de sustituir al teclado como canal de comunicación con las máquinas
El móvil, el celular, es el resultado de un proceso de miniaturización fabuloso que va desde un ingenio que ocupa una habitación (el Colossus o el ENIAC) a una pastilla adherida a nosotros, hasta el punto de hacerse prótesis. Y esta evolución se cumple en un arco temporal de setenta años.
La miniaturización no es solo la disminución del volumen de un artefacto, sino el aumento, a la vez, de sus prestaciones. La divergencia de ambas tendencias es asombrosa en esta evolución tecnológica. Pero tal contracción y densidad hacen que se invierta el sentido del proceso y, paradójicamente, haya que calificarlo de gigantismo. Una forma de disfunción por exceso.
La prótesis atrae tanto nuestra atención, se ha hecho tan absorbente, por la cantidad de funciones que proporciona, que interfiere de manera insoportable en nuestro entorno. Esa pequeña superficie de cristal produce un extenso halo que difumina el lugar en donde estemos. Es decir, el entorno se reduce a ser percibido solo por la visión periférica, ya que la mirada está prendida en la pantalla. Además, a pesar de su pequeño tamaño y poco peso, necesita nuestras manos para sostenerla y para que funcione. Ojos y manos están cautivos de este mínimo artefacto.
Las manos, una aportación magnífica de la evolución, no han dejado de construir artefactos. Pero, a su vez, estos ingenios reaccionan y reclaman la intervención de las manos para su funcionamiento. Así que el ser humano es creador, pero también queda en cierto modo apresado por sus creaciones.
Liberar las manos de esta dependencia con los artefactos es igualmente parte del proceso de su perfeccionamiento. Es significativo, en este sentido, el paso de la palanca al botón por lo que supone de cambio en la relación con las máquinas y la percepción distinta de aquello que se considera inerte. Pulsar un botón es una indicación, y si una máquina responde a ella, sin más esfuerzo por nuestra parte, es como si reaccionara al gesto de un dedo índice que señala. No hace más que unas décadas, a la llegada de la informática personal, exclamábamos aún con admiración: ¡basta con tocar un botón! Luego el clic será la expresión más contundente de un mundo que ya no solo está al alcance de nuestras manos, sino que reacciona con una indicación.
Las interfaces constituyen la forma de aproximar el mundo y que responda con nuestro gesto de señalar lo que queremos. En el fondo es, podríamos decir, la etapa infantil, primera, de relación con el entorno: el niño señala los objetos que quiere alcanzar… Más tarde el niño hablará, al principio de manera casi ininteligible, con errores, pero otra relación poderosa se ha abierto ya con el entorno.
«Oye, Siri». Y a nuestra voz el ingenio responde. Como este asistente de voz, otros muchos reaccionan a nuestras palabras habladas. Ya no necesitamos las manos que han reclamado desde siempre los instrumentos, las máquinas y los animales domesticados.
En este escenario posible para la vida en digital, que estamos imaginando en esta serie de entregas, sus habitantes, los alefitas, se mantienen en conexión continua con el Aleph —la Red—, pero su prótesis ya no interfiere en el entorno, ya no es un agujero negro para la atención, ni mantiene pegadas al artefacto las manos y la mirada. Las interfaces visuales y táctiles han dejado paso a los asistentes. Ya no se habla de interfaces, sino de asistentes. Porque no hay que ir a un punto (o dirigir la mirada) donde el mundo digital está confinado tras una pantalla y plegado en una interfaz, que hay que mirar y tocar, sino que ese mundo digital está derramado por el entorno; así que el asistente los acompaña marchando a su lado, atiende a sus palabras y les habla al oído.
Un espacio sonoro, pero personal, envuelve a los alefitas; no es ya la «interficie» de una pantalla. Esta vida en digital ha traído una oralidad reinterpretada. Y la habitabilidad de este espacio sonoro no solo depende de la agudeza y desarrollo tecnológico de los asistentes, sino también de un tratamiento muy cuidado de la información oral que proporcionan, pues una parte amplia de ella ya no llega por letras ni imágenes en una pantalla. Hablar y escuchar, conversar, es una capacidad recuperada y muy desarrollada que tienen los alefitas.
El móvil, quizá por tan inteligente, ha estallado y sus fragmentos son ahora un pequeño adminículo para la computación, y unos diminutos y ergonómicos auriculares y micrófono, y unas gafas o lentillas para percibir la realidad aumentada al dar lugar en el entorno a lo virtual que antes una pantalla contenía.
La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid.
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